En diversos puntos, pueblos pequeños, granjas, plantaciones, que aún no habían sido reconstruidos, nuestras unidades quedaron formadas y avanzaron contra el Capitolio.

No soy un táctico, y todavía ignoro los detalles. Mi departamento se ocupaba únicamente de los cinturones de protección. Cada unidad estaba reunida alrededor de un camión pesado que transportaba una micropila para alimentar un generador. Por encima de nuestras cabezas volaba nuestra aviación, unos aparatos ridículamente anticuados... pero en cada escuadrilla había un aparato que llevaba un generador.

El cinturón protector, una vez formado, sólo es visible a través de un débil resplandor de ionización, como una esfera de media milla de diámetro. Atraviesa la materia sólida sin efectos visibles. Pero es una energía del mismo tipo de la que mantiene unidos a los núcleos atómicos. Y sólo admite velocidades de unos cuantos pies por segundo. Una partícula que viaje con más rapidez y tropiece con el cinturón queda detenida en seco, y su energía de movimiento se transforma en calor.

De modo que los proyectiles de todas clases caían al suelo al chocar contra el cinturón. La explosión de una bomba, química o nuclear, lleva implícitas moléculas o electrones de alta velocidad en su mecanismo, por tanto una bomba no puede estallar dentro del cinturón. El polvo radioactivo y el gas se desintegran normalmente, pero los fragmentos energéticos capaces de matar a un hombre surgen convertidos en inofensivos iones. Las toxinas químicas conservan su eficacia, pero resulta relativamente fácil defenderse contra ellas.

Teníamos ametralladoras y artillería ligera acopladas electrónicamente a los generadores. En el momento de disparar, los generadores dejaban de funcionar las milésimas de segundo necesarias para que nuestros proyectiles atravesaron el cinturón en dirección al enemigo.

El Cuerpo de Seguridad Nacional disponía de vehículos acorazados. Avanzaban, enormes y amenazadores, hasta tropezar con el cinturón; entonces, sus motores se paraban y sus cañones no podían disparar. Nuestras tropas colocaban una mina magnética cerca del tanque y proseguían su avance. En cuanto su avance había arrastrado al cinturón más allá del inmovilizado vehículo, la mina estallaba.

Los generadores estaban cuidadosamente heterodinados; no afectaban a los motores de nuestro propio ejército, ni a los diversos controles cibernéticos. Nos veíamos obligados a utilizar unos medios de comunicación más bien primitivos, puesto que los campos telefónicos y radiotelegráficos quedaban anulados.

Destruyendo sin ser destruidos, proseguíamos nuestro avance hacia Bloomington. Un millar de aviones enemigos, lanzados contra nuestra impenetrable fuerza aérea, se estrellaron contra el cinturón. Dominábamos tierra y cielo, y no podíamos ser detenidos.

Pero era un modo lento y brutal de avanzar. Los Ns, y algunas unidades del ejército, se lanzaron contra nosotros en masa y a pecho descubierto; nos atacaron con bayonetas, y los barrimos con tanques. Una pequeña bomba atómica estalló en la parte de afuera del cinturón. Sus iones y gases no penetraron a través de él, pero el intenso resplandor de la bola de fuego cegó a algunos hombres, los infrarrojos quemaron, a otros, y las radiaciones gamma condenaron a unos cuantos a una lenta agonía.

La bomba destruyó también varias manzanas de casas, puesto que por entonces ya habíamos entrado en la ciudad. En consecuencia, el enemigo tuvo que luchar, a partir de aquel momento, con el pánico de la masa.

En otros puntos de la nación, las estaciones de TV fueron ocupadas, proyectándose en ellas una y otra vez una película previamente filmada en la que aparecía Achtmann dirigiendo una alocución al pueblo. Achtmann no era un buen orador, pero este hecho subrayaba todavía más, quizá, la sinceridad de sus palabras, cuando afirmaba que había venido a librar a los hombres de la esclavitud.

Yo iba en un «jeep» en compañía de Kintyre —sección de entretenimiento—, para mantener en perfecto estado a nuestros generadores. En el interior del cinturón hacía un frío intensísimo, ya que repelía todas las moléculas de aire caliente. Más tarde hubiera podido localizarse perfectamente la ruta que habíamos seguido, por medio de la hierba agostada y los árboles resecos en pleno verano. Trasladándome de unidad a unidad, por encima de las ruinas de los hogares y de montones de cadáveres, pasaba del invierno al verano y del verano al invierno, y pensé que resultaba curioso que nosotros, en nuestra primavera de esperanza, tuviéramos que soportar aquel frío.

Llegamos ante el Capitolio al atardecer. Estaba ardiendo. Un centinela nos dejó pasar. Las ruedas de nuestro «jeep» aplastaron los caídos rosales. Los generadores estaban aparcados en el patio trasero, luchando contra el calor y las llamas.

—No hay nada que hacer —se lamentó el hombre con unas insignias de coronel sobre unas destrozadas ropas de trabajo—. Necesitamos apagar este maldito fuego. Ahí dentro están los ficheros... y tal vez el propio Hare. El cinturón no deja avanzar las llamas, pero no podemos, contrarrestarlas con el generador.

Pedí una linterna y fui a examinar el camión. Tras una concienzuda revisión, descubrí la causa de aquella anomalía: la conexión soldada del Tubo 36 se había despegado.

—Es fácil de arreglar— gruñí, muerto de fatiga, —pero empiezo a estar cansado de esto. Me he pasado el día arreglando un Tubo 36 por aquí, un Tubo 36 por allí...

—Ésta es una de las pegas que tendremos que solucionar más tarde —dijo Kintyre.

—¿Más tarde? —Empecé a desenroscar la platina principal—. Pero, ¿es que va a continuar el jaleo? Creí que...

—Existen focos de resistencia en todo el mundo —dijo Kintyre—. Tal vez usted sepa algo más acerca de ello, coronel, pero creo que tendremos que reducir un gran número de pequeñas fortalezas de los Ns.

—¡Oh, sí! —El oficial apartó la mirada de las llamas—. Acaban de informamos de que hay una brigada acorazada en camino. Llegará aquí antes de la salida del sol, y tenemos que estar preparados para recibirla.

—Sin embargo, parece que seamos los dueños de la ciudad —murmuró Kintyre—. De lo que ha quedado de ella.

—Y creo que lo somos —dijo el coronel—. Todo esto es muy complicado. No pensé que fuera tan complicado. Pero no soy más que superintendente general de una fábrica de conservas. Todavía no he podido acostumbrarme a las estrellas de coronel...

Aparté la platina, uní la conexión que se había despegado y pedí que me entregaran el soldador. El hombre que me lo entregó llevaba un fusil en la otra mano y tenía un surco sangriento en el rostro.

—Me pregunto si Hare se habrá marchado —dijo Kintyre.

—Lo dudo —dijo el coronel—. No ha despegado ni un solo avión suyo de aquí. Probablemente se está asando dentro de esa casa. Tenía su vivienda en el Capitolio, como usted ya sabe. —Sacó un cigarrillo y lo encendió—. ¡Maldita sea! —gruñó—. Tenemos el peor servicio de intendencia de la Historia. Encargué café hace más de media hora.

Puse el generador en marcha. La temperatura descendió rápidamente y las llamas empezaron a apagarse como si un gigante hubiera soplado sobre ellas. A la luz de los focos, los hombres empezaron a avanzar hacia las ruinas.

—Será mejor que volvamos atrás —me dijo Kintyre.

—Espere un poco —dije—. Me gustaría saber qué ha sido de Hare. Asesinó a unos cuantos amigos míos...

El cadáver de Hare estaba en el apartamento del ala oeste. Quemado, pero no hasta el punto de ser irreconocible. Había matado de un tiro a su esposa, para librarla del fuego, pero él había sido víctima de las llamas.

El coronel apartó la vista, pálido como un muerto. Parecía a punto de desmayarse.

—No sé a qué diablos esperan para traerme el café —murmuró—. De acuerdo, sargento, tome una escuadra y ponga esto colgado en la verja exterior.

—¿Qué? —me horroricé.