—Nada de cartas. ¡Vamos!

Empecé a vestirme. A través de la ventana pude ver la calle, muy oscura y muy tranquila. Muy cerca, se oía el zumbido de un avión convertible. Me pregunté dónde estaría aparcado y qué estaría haciendo allí.

—En marcha.

El más próximo de los N me ayudó a salir del cuarto propinándome un puntapié.

Descendimos las ruinosas escaleras y salimos a la calle. El aire nocturno era frío y húmedo en mis pulmones. Nos esperaba un automóvil, con el emblema del Cuerpo de Seguridad Nacional —la cruz y el rayo— brillando en la negra portezuela delantera.

El avión convertible se presentó, procedente de la esquina más próxima. Avanzó lentamente y se detuvo a pocos metros de distancia del automóvil. Con ojos asombrados, vi que lucía el emblema de las fuerzas de policía de la ciudad. Un hombre se apeó del convertible.

—¿Qué diablos quiere usted? —gritó el cabo.

Inmediatamente, nos envolvió el gas.

Conservé un átomo de lucidez. Como desde lejos, me vi a mí mismo caer al suelo. Uno de los Ns consiguió sacar su revólver y disparar antes de perder el conocimiento, pero su disparo no hizo blanco.

Un hombre alto se inclinó sobre mí. Debajo del sombrero de ala ancha, su rostro, cubierto con una máscara antigás, resultaba inhumano. Me cogió por debajo de los brazos y me arrastró hasta el avión. En el aparato había otros dos hombres.

Al llegar al final de la calle el convertible empezó a elevarse. Las dispersas luces de Des Moines no tardaron en quedar debajo de nosotros. Volábamos, solos. Encima, únicamente las amistosas estrellas.

Pasó un buen rato antes de que me recobrara del todo de los efectos del gas. Uno de los hombres me dio a beber un trago de una botella. Era ron puro, y me ayudó extraordinariamente a recobrar mi equilibrio mental.

El hombre alto, sentado en el asiento delantero, se volvió hacia mí.

—Es usted el profesor Lewisohn, ¿no es cierto? —inquirió ansiosamente—. Del Departamento de Cibernética de la Nueva Universidad Americana, ¿verdad?

—Sí —murmuré.

—Bien —Dio un suspiro de alivio—. Temí que pudiéramos haber rescatado a otra persona. No es que no nos guste rescatar a quienquiera que sea, pero en el Refugio Secreto sólo podemos utilizarle a usted. Nuestro servicio de información no es perfecto... nos habían dicho que iba a ser detenido esta noche, pero a veces los informes resultan equivocados.

Pregunté, estúpidamente:

—¿Por qué esta noche? ¿Por qué no vinieron a buscarme antes?

—¿Cree usted que hubiera venido? ¿Cree que habría confiado en unos enemigos públicos como nosotros, teniendo como tiene tres hijos? —dijo el hombre alto, en un tono desapasionado—. Ahora está usted obligadoa unirse a nosotros. El Comité se encargará de avisar a sus hijos y de ayudarles a desaparecer, pero no podremos ocultarles indefinidamente. El Cuerpo de seguridad se lanzará detrás de su pista como perros hambrientos. De modo que la única posibilidad que tiene usted de salvarles, y de salvarse a sí mismo, es la de ayudar a que pueda estallar la revolución dentro de un mes.

—¿Yo? —balbucí.

—Achtmann necesita un cibernético. Y ese cibernético puede ser usted.

—Oiga, Bill —en la voz que sonó a mi izquierda había un acusado acento occidental—. Me he estado preguntando... soy nuevo en esto, ¿sabe?, me he estado preguntando por qué utilizó usted el gas. Podía haberles alojado cuatro proyectiles en el cuerpo en cuatro segundos.

El hombre alto sentado ante el tablero de mandos se encogió de hombros.

—En casos como éste —dijo—, prefiero el gas. La muerte resulta un poco más lenta.

El Refugio Secreto estaba en Virginia City, Nevada. En otras épocas había sido una estación turística de primer orden, pero en la actual era de escasez y de restricciones, cuando nadie tenía automóvil a excepción de los ofíciales de graduación más elevada, era una ciudad fantasma. No quedaban en ella más que unos cuantos advenedizos, barbudos y medio locos, considerados como inofensivos por la policía, siempre a la caza de posibles elementos subversivos.

Sin embargo... cuando aquellos mismos individuos descendían a las habitaciones subterráneas del Refugio Secreto, y se reunían con los centenares de personas que nunca veían el sol, sus espaldas se enderezaban y sus voces se hacían firmes: formaban parte del Comité para la Restauración de la Libertad.

Me costó algunos días acostumbrarme a la nueva situación. Al igual que la mayoría de la gente, yo había creído que el Comité estaba compuesto de un disperso grupo de lunáticos... y al igual que algunos, había deseado que fuesen, más. Y resulta que eran más, muchos más.

Claro que habían dispuesto de quince años para organizarse.

—Empezamos siendo un puñado de hombres— me explicó, Achtmann—. No tendría que decir «empezamos», puesto que en aquella época yo no tenía más que trece años, pero mi padre fue uno de los fundadores. Desde entonces ha crecido, créame, ha crecido. Existen casi diez millones de hombres partidarios de nuestra causa, repartidos por el mundo. Calculamos que otros diez millones se unirán a nosotros cuando nos levantemos en armas, aunque, desde luego, faltos de adiestramiento y de organización, no pueden ofrecernos más que una ayuda moral.

Achtmann era un joven de baja estatura, pero flexible como un gato. Sus ojos eran dos llamas azules bajo unos cabellos del color del trigo. No se estaba nunca quieto, y fumaba un cigarrillo tras otro desde qué se levantaba hasta que se acostaba.

Únicamente el Cinc y muy pocos hombres más podían disponer de tantos cigarrillos. Achtmann se fumaba la ración de un mes en un día. Pero sus partidarios consideraban un privilegio el poder ofrecerle sus raciones. Cosa que también hice yo, una hora después de conocerle.

Porque Achtmann era la última esperanza de los hombres libres.

—¿Diez millones de hombres? —Parecía una cifra inverosímil, teniendo en cuenta que debían permanecer ocultos—. ¡Dios mío! ¿Cómo.

—Nuestros agentes trabajan de un modo muy activo... ¡Oh! Cuidadosamente, cuidadosamente —explicó Achtmann—. Los simpatizantes tienen que someterse a la prueba del suero de la verdad y son objeto de un test psicotécnico. Si son sinceros y sirven, les admitimos... En caso contrario... —Hizo una mueca—. Es muy lamentable. Pero no podemos arriesgarnos a que un ingenuo estúpido estropee todo nuestro trabajo.

Aquel aspecto del asunto no me gustó. Me pregunté si Kintyre, el hombre alto que había dirigido mi rescate y era amigo de los gatos y de los mitos, habría disparado un tiro en la nuca de algún hombre de buena voluntad, pero que «no servía». Para olvidarlo, decidí pasar al terreno de las preguntas prácticas.

—Pero los N detienen seguramente a algunos de... nuestros... hombres de cuando en cuando —objeté—. Deben enterarse...

—¡Oh, sí! Desde luego. Conocen con bastante exactitud cuántos somos, nuestro sistema general. Pero, ¿de qué puede servirles? Estamos organizados en células; nadie conoce más que a otros cuatro miembros. Existen contraseñas, que son cambiadas a intervalos cortos e irregulares... Hemos aprendido, se lo aseguro. En quince años, y al precio de muchas vidas valiosas y de muchos reveses, hemos aprendido.

Luego, de repente, la cifra de diez millones pareció ridículamente pequeña. Las fuerzas armadas ascendían a cuarenta millones de hombres, sin contar los dos millones de Ns, y...

Achtmann sonrió cuando le planteé esta objeción.

—Si conseguimos apoderarnos de Bloomington, eliminar a Hare y a suficientes Ns, habremos vencido. La masa es pasiva, está demasiado asustada para actuar en un sentido o en otro. Las fuerzas armadas... bueno, algunos de ellos lucharán, pero se sorprendería usted si supiera cuantos oficiales son miembros del Comité. Y en el propio Cuerpo de Seguridad Nacional... ¿De dónde cree usted que obtenemos nuestra información? —Me apuntó con su dedo índice y habló con su habitual apasionamiento—. Mire, desde hace mucho tiempo, desde la III Guerra Mundial, lo que ha privado en el mundo ha sido la mediocridad. La III Guerra Mundial y la dictadura de Hare se han limitado a dotar de armas a la mediocridad para que se reforzara a sí misma. La actual situación repugna a todos los hombres intelectualmente capacitados del mundo. ¿Acaso no le repugnaba a usted? De modo que todas las personas inteligentes son partidarias nuestras. Hemos conseguido introducir a algunas de ellas en el campo enemigo... y, como son inteligentes, no han tardado en encumbrarse en las filas de nuestros adversarios.