En cuanto a Wembling, se había convertido en un empleado del pueblo de Langri. Incluso los indígenas admiraban su dinamismo, y allí había islas, muchas islas, lo suficientemente alejadas de la costa como para que los turistas no perjudicaran las zonas de pesca de los indígenas. Fornri le preguntó al señor Wembling si le gustaría construir hoteles en aquellas islas y dirigirlos por cuenta del gobierno de Langri. Al señor Wembling le encantó la idea. En realidad, se preguntó cómo no había pensado antes en aquella solución. Firmó un contrato con el abogado de los indígenas, trasladó a sus hombres a las islas, y empezó a planear con gran entusiasmo toda una cadena de hoteles.

Dillinger, siguiendo a los indígenas a través de un camino abierto en el bosque, se sintió completamente en paz consigo mismo y con la galaxia que le rodeaba.

El camino desembocaba en un enorme claro, tapizado de césped y de flores. Dillinger se detuvo a mirar a su alrededor, no vio nada, y apresuró el paso para alcanzar a los indígenas.

Al lado opuesto del claro había otro camino, pero éste terminaba bruscamente en un desordenado montón de piedras, una tumba, quizá... Detrás, enmohecida, cubierta de enredaderas, oculta por altos árboles, había una vieja nave espacial.

—Uno de vuestros hombres vivió entre nosotros —dijo Fornri—. Ésta era su nave.

Los indígenas estaban de pie detrás de ellos, con las manos entrelazadas y las cabezas inclinadas respetuosamente. Dillinger esperó, preguntándose qué esperaban de él. Finalmente, inquirió:

—¿Era un hombre solo?

—Uno solo —dijo Fornri—. A menudo hemos pensado que en su mundo pueden existir personas que se hayan preguntado qué le sucedió. Tal vez usted pueda decírselo.

—Tal vez —dijo Dillinger—. Veremos.

Luchando con la maleza, dio la vuelta a la nave buscando un nombre o un número de identificación. No había ninguno. La portezuela estaba cerrada. Mientras Dillinger permanecía en pie, contemplándola, Fornri dijo:

—Puede entrar, si lo desea. Dejamos sus cosas ahí dentro.

Dillinger trepó por la bamboleante escalerilla y entró en la nave. La débil luz que se filtraba por la ventanilla del cuarto de navegación confería a los objetos un aspecto fantasmal. Sobre una mesa había pequeños recuerdos, efectos personales, libros, montones de papeles. Dillinger contempló pensativamente un enmohecido cortaplumas, un rosario, un compás roto.

El primer libro que tomó en sus manos era un diario. El diario de George F. O’Brien. Las anotaciones, escritas a lápiz, estaban demasiado borrosas para ser leídas a la incierta luz del cuarto. Dillinger recogió los libros y los papeles, salió del cuarto, se sentó en lo alto de la escalerilla y empezó a leer.

Las primeras anotaciones eran muy detalladas y describían los primeros días que O’Brien había pasado en el planeta, hacía más de un siglo. Luego, las anotaciones eran menos regulares y las fechas se hacían menos precisas a medida que O’Brien perdía la noción del tiempo. Dillinger llegó al final, encontró un segundo volumen y continuó leyendo.

Un filibustero, pensó, que había llegado a un planeta desconocido, en busca de metales preciosos, probablemente, y que se había establecido allí en medio de un harén indígena...

El cambio se producía sutilmente a través de los años, a medida que O’Brien iba identificándose con los indígenas, se convertía en uno de ellos, y finalmente se enfrentaba con el futuro. Allí había un sagaz resumen del potencial de Langri como planeta de reposo, que podía haber sido redactado por el propio Wembling. Había también una horrible premonición de la probable destrucción de los indígenas. «Si yo vivo —había escrito O’Brien—, no creo que esto suceda.»

¿Y si no vivía?

«En tal caso, los indígenas deben aprender lo que tienen que hacer. Tiene que haber un Plan. Aquellas cosas que los indígenas deben conocer.»

Gobierno e idioma. Relaciones interplanetarias. Historia. Economía, comercio y dinero. Política. Leyes y procedimiento colonial. Ciencia.

«¡No pudo hacerlo un solo hombre! —se dijo Dillinger—. ¡No pudo hacerlo!»

El primer aterrizaje, probablemente por una nave de reconocimiento. Medidas a tomar después de capturar a la tripulación. Negociaciones, relación de violaciones y de sanciones. Obtención de un estado legal independiente. Gestiones para el ingreso en la Federación. Medidas a tomar cuando sea violado el estatuto de independencia.

«¡No pudo hacerlo un solo hombre!»

Allí estaba todo, trabajosamente redactado por un hombre inculto que tenía visión de las cosas, y sentido común, y paciencia. Por un gran hombre. Era una brillante profecía, a la que sólo faltaba el nombre de Wembling..., y Dillinger tuvo la impresión que O’Brien había conocido a unos cuantos Wembling en su época. Allí estaba todo, todo lo que había sucedido, hasta el golpe maestro final, el impuesto diez-por-uno sobre los hoteles.

Dillinger cerró el último cuaderno de notas, volvió a llevar los papeles al cuarto de navegación y arregló cuidadosamente las cosas para dejarlas tal como las había encontrado. Algún día, Langri tendría sus propios historiadores, que estudiarían aquellos papeles y enviarían el nombre de George F. O’Brien a través de la galaxia en volúmenes escritos fríamente y que sólo serían leídos por otros historiadores. El hombre merecía una mejor suerte.

Pero quizá la tradición oral conservaría su recuerdo como una cosa viva a través de los años. Quizás, incluso ahora, alrededor de las fogatas, se hablaba en tono reverente de lo que O’Brien había hecho y había dicho. O quizá no. Para un extranjero resultaba difícil dictaminar en aquellas materias, especialmente si se trataba de un oficial de la marina. Aquella clase de asuntos requerían un especialista.

Dillinger dirigió una última mirada a las humildes reliquias, retrocedió un paso y saludó militarmente.

Salió de la nave, cerrando cuidadosamente la portezuela detrás de él. La oscuridad del crepúsculo había empezado a invadir el bosque, pero los indígenas seguían esperando en la misma actitud reverente.

—Supongo que habrán examinado ustedes todo lo que hay ahí —dijo Dillinger.

Fornri pareció sorprendido.

—No...

—Comprendo. Bueno, he descubierto todo lo que había que descubrir acerca de él... Si alguien de su familia vive actualmente, procuraré que se entere de lo que le sucedió.

—Gracias —dijo Fornri.

—¿No hubo nadie más que llegara aquí y viviera entre ustedes?

—Él fue el único.

Dillinger asintió.

—O’Brien fue realmente un gran hombre. Me pregunto hasta qué punto se han dado cuenta ustedes de ello. Supongo que con el tiempo tendrán ustedes ciudades O’Brien, y calles O’Brien, y edificios O’Brien, pero él merece un monumento realmente importante. Quizá..., quizá podría darle nombre a un planeta. Creo que debieron bautizar ustedes a su planeta con el nombre de O’Brien.

- ¿O’Brien? —inquirió Fornri. Miró a sus compañeros, con expresión de extrañeza, y se volvió de nuevo hacía Dillinger—. ¿O’Brien? ¿Quién es O’Brien?

Duelo en Syrtis

Poul Anderson

La noche entregaba su mensaje, nacido a muchas millas de aquella soledad, llevado por el viento, repetido por los líquenes y los árboles enanos, transmitido de unas a otras por las pequeñas criaturas que se escondían bajo las peñas, en cuevas, o a la sombra de las móviles dunas. Sin palabras, pero despertando un oscuro impulso de miedo que repercutía en el cerebro de Kreega, corría la advertencia:

—Están cazando otra vez.

Kreega se estremeció ante una súbita ráfaga de viento. La noche profunda lo rodeaba por todos lados, desde la férrea amargura de las colinas a las resplandecientes y móviles constelaciones, a años-luz sobre su cabeza, y advirtió que sintonizaba sus temblorosas percepciones con la maleza, con el viento y con las pequeñas plantas ocultas a sus pies, al dejar que la noche le hablara.