Estaba solo. No había ningún otro marciano en cien millas a la redonda; únicamente los animalitos y matorrales estremecidos por el agudo y triste soplo del viento.

El grito sin voz de la muerte corría por el matorral de planta en planta, encontrando un eco en los aterrados pulsos de los animales y en las rocas que lo reproducían por reflexión.

Kreega se cobijó bajo un alto risco. Sus ojos, como lunas amarillas, relumbraban en la oscuridad, plenos de terror y de frío aborrecimiento. El exterminio se iba realizando implacablemente en un círculo de diez millas a la redonda, dentro del cual se hallaba, y pronto el cazador vendría tras él. Miró el indiferente relucir de las estrellas y se estremeció.

Todo comenzó pocos días antes, en la oficina del comerciante Wisby.

—Vengo a Marte para llevarme un buhito—explicó Riordan.

Wisby observó al otro hombre por encima de sus lentes, calibrándolo.

Aun en rincones olvidados por Dios, como en aquel Puerto Armstrong, se escuchó hablar de Riordan, heredero de una empresa de navegación aérea que él extendió por todo el sistema; también era famoso como cazador de piezas mayores. Desde los dragones de fuego de Mercurio hasta los helados reptiles de Plutón, lo cazó todo. Excepto, claro está, un marciano; cuya caza estaba prohibida por entonces.

—Ya sabe que es ilegal. Son veinte años de condena si lo atrapan —advirtió Wisby.

—¡Bah! El comisionado para Marte está ahora en Ares, a la mitad del ecuador del planeta. Si vamos decididos a nuestro objetivo, ¿quién va a enterarse? —Riordan terminó de un sorbo su bebida—. De lo que estoy bien convencido es que, dentro de otro año, habrán estrechado tanto la vigilancia que será imposible conseguir algo. Esta es la última oportunidad que dispone alguien para adjudicarse un buhito, y por eso estoy aquí.

Wisby, indeciso, miró por la ventana. Un terrícola, en traje de vuelo y casco transparente, bajaba la calle, y una pareja de marcianos se recostaba contra la pared. Por lo demás, nada en absoluto. La vida en Marte no era muy grata a los humanos.

—¿No habrá caído usted en esa martofilia que hace estragos en la Tierra? —preguntó Riordan, despreciativo.

—¡Oh, no! —repuso Wisby—. Pero los tiempos han cambiado. No se puede evitar.

—Antes fueron esclavos —gruñó Riordan.

—Sí, los tiempos cambian —repitió suavemente Wisby—. Cuando los primeros hombres llegaron a Marte, hace cien años, la Tierra concluía de padecer las Guerras Hemisféricas, las peores que el hombre conoció. Ellas hundieron e hicieron odiosas las viejas ideologías de Libertad e Igualdad. Las personas se volvieron recelosas y rudas. Tenían que existir, que sobrevivir. No fueron capaces de comprender a los marcianos ni pensar en ellos sino como en animales inteligentes. ¡Eran unos esclavos tan útiles! Podían alimentarse con poca comida, calor y oxígeno, y hasta eran capaces de aguantar quince minutos sin respirar. Y la de los marcianos se convirtió en una hermosa caza, la de unos seres inteligentes que podían escapar en muchas ocasiones, y aún arreglárselas para matar al cazador.

—Ya lo sé —contestó Riordan—. Por eso quiero cazar uno. Si la pieza no tiene defensa, la caza no es divertida.

—Pero ahora es distinto —prosiguió Wisby—. La Tierra ha permanecido en paz un largo tiempo. Una de las primeras reformas fue la de terminar con la esclavitud marciana.

Riordan lanzó un juramento.

—No tengo tiempo de filosofar con usted. Si puede conseguir que cace a un marciano, se lo agradeceré.

—¿En cuánto?

Hubo entre ellos un breve regateo antes de fijar una cifra. Riordan estaba provisto de fusiles y de una lancha cohete, pero Wisby debía suministrar el material radiactivo, un halcóny un perro. El precio final resultó elevado.

—Y ahora, ¿dónde consigo mi marciano? —inquirió Riordan, y señalando con un gesto a los dos que había en la calle, añadió.

—¡Atrape a uno de esos y suéltelo en el desierto!

Ahora le tocó a Wisby mostrarse despreciativo.

—¿A uno de esos? ¡Bah! ¡Vagabundos de ciudad! Un terrícola le daría a usted más guerra.

Los marcianos no parecían impresionantes. De algo más de un metro de estatura, sus piernas eran flacas y sus pies estaban provistos de garras y sus brazos terminaban en cuatro huesudos y ágiles dedos. Tenían el pecho amplio y robusto, pero la cintura era ridículamente estrecha. Eran vivíparos, de sangre caliente, y amamantaban a sus hijos; pero estaban cubiertos de plumaje gris. Las cabezas redondas estaban armadas de curvados picos, tenían enormes ojos ambarinos y las orejas rematadas por penachos de plumas, que justificaba su apodo de buhitos. Vestían sólo cinturones con bolsillos y llevaban agudos puñales. Ni siquiera los liberales de la Tierra estaban dispuestos a permitir a los indígenas el uso de armas modernas. Había demasiados agravios acumulados.

—Lo que usted necesita —dijo Wisby— es un marciano de la vieja época, y yo sé dónde hay uno.

Extendió un mapa sobre el escritorio, y dijo:

—Mire usted aquí, en las colinas de Hraef, a unas cien millas. Estos marcianos tienen una larga vida, quizás de dos siglos, y este sujeto, Kreega, ha merodeado por ahí desde que llegaron los primeros terrícolas. Dirigió muchos ataques marcianos en los primeros tiempos, pero desde la paz y amnistía general, vive solitario allá arriba, en una de las torres derruidas. Se trata de un viejo guerrero. Viene por aquí de cuando en cuando y trae pieles y minerales para cambiar; por eso sé algo sobre él —y los ojos de Wisby relampaguearon con rencor—. Nos haría usted un favor disparando sobre ese maldito arrogante. Ronda por aquí como si este sitio le perteneciera. Le sacará jugo a su dinero cazándolo.

La fuerte cabeza de Riordan asintió, con satisfacción.

El cazador tenía un halcón y un perro. Aquello era malo para la presa. El perro podía seguir su rastro por el olor y el pájaro, localizarlo desde lo alto.

Kreega se sentó en una cueva mirando, entre las arenas, matojos requemados por el sol y rocas socavadas por el viento, y a varias millas de allí, los destellos metálicos del cohete posado en el suelo. El cazador era una manchita en el enorme paisaje estéril, un insecto solitario que se movía bajo el rojo anaranjado del cielo. Un débil y pálido sol se vertía sobre las rocas pardas, ocres o rojizas, sobre los bajos y polvorientos matorrales espinosos, los retorcidos arbustos y la arena que se movía débilmente entre ellos.

Solitario o no, el cazador tenía un arma, llevaba animales, y hasta un aparato de radio en la nave-cohete con el que llamar a sus compañeros. Y la muerte trazaba en torno a ellos dos un círculo encantado, que Kreega no podría franquear sin atraer sobre sí una muerte aún peor que la que el rifle podría darle.

Pero, ¿había una muerte aún peor que aquella: ser fusilado por un monstruo y que luego éste se llevase su piel disecada como trofeo? El viejo orgullo férreo de su raza se irguió en Kreega, duro, amargo e irreductible. Él no le pedía mucho a la vida en aquellos días; soledad en su torre para reflexionar sobre la larga evolución de los marcianos y crear esas pequeñas, pero exquisitas obras de arte que amaba, la compañía de los seres de su raza en la Estación de la Asamblea, grave y antigua ceremonia que le procuraba un áspero goce, y la posibilidad de engendrar y dejar tras de sí, hijos; una visita ocasional a los establecimientos de los terrícolas para obtener las mercancías de metal y vino (únicas cosas valiosas que habían traído a Marte); un vago anhelo de llevar a los suyos a un lugar donde pudiesen vivir como iguales ante todo el Universo. Nada más.

Barbotó una maldición contra los humanos y reemprendió su trabajo. Estaba tallando una punta de lanza. El matorral crujió, seca y alarmantemente; pequeños animalillos ocultos chillaron con terror, y el desierto entero le previno que el monstruo se dirigía hacia su cueva. Pero ya no podía escapar.