Enseñó los dientes con una mueca de lobo, y miró en torno suyo. El buhitodebía haber pasado la noche entera haciendo eso, luego no podía estar muy lejos. Además, debía estar muy cansado.

Como en respuesta a sus pensamientos, una piedra se desprendió de la pared rocosa más cercana. Riordan se echó a un lado y la vio chocar en el sitio que él ocupaba antes.

—¡Adelante! —aulló, lanzándose hacia la roca.

Durante un momento una forma gris se destacó sobre el borde rocoso y le arrojó una lanza; Riordan le disparó, y la visión se desvaneció.

La lanza rozó el áspero tejido de sus ropas y él saltó a una estrecha cornisa al borde del precipicio.

Al marciano no se le veía por parte alguna, pero un débil rastro de sangre se internaba en la abrupta comarca.

Siguieron ese rastro durante dos o tres kilómetros y luego lo perdieron. Riordan inspeccionó el panorama de árboles y ramas que ocultaban el horizonte por doquier. Un sudor, que no podía enjugar, bañaba su cara y su cuerpo. Sentía una intolerable quemazón, y sus pulmones se irritaban al respirar aquel aire enrarecido. Pero, con todo, reía con verdadero deleite. ¡Vaya cacería!

Kreega yacía a la sombra de una elevada peña y se estremecía por su debilidad. Más allá, la luz del Sol danzaba en lo que, para él, era un cegador e intolerable deslumbramiento, ardiente, cruel y devorador, duro y brillante como el metal de los conquistadores. Ahora tenía hambre, la sed era un tormento salvaje en su boca y garganta, y aún le seguían.

Ya no estaban lejos. Todo el día le acosaron a través de la atormentada extensión de piedra y arena, y ahora sólo podía esperar el combate. Sintió la extenuación como una carga férrea sobre sí.

La herida del costado le quemaba. No era profunda, pero le había producido sangre y dolor. Por un instante, el guerrero Kreega desapareció para convertirse en un solitario y asustado chiquillo que sollozaba en el desierto: «¿Por qué no pueden dejarme solo?» Un arbusto bajo, de color verde sucio, crujió. Un correarenas pió en una de las hendiduras. Los seguidores se acercaban.

Rápidamente, Kreega se subió a la cima de la roca y se aplastó contra ella, de bruces. Le habían seguido la pista y ahora tendría, por fuerza, que acercarse a su torre.

Desde allí podía verla. Una baja y amarillenta ruina, combatida por los vientos durante milenios. En su huida sólo había tenido tiempo de tomar un arco, unas pocas flechas y un hacha. ¡Míseras armas! Las flechas no podían traspasar las ropas del terrícola, cuando manejaba el arma un débil marciano, y, aunque el hacha hubiera sido de acero, era siempre algo pequeña y poco contundente. Pero era todo lo que tenía, eso y sus pocos aliados del desierto, que pugnaban por conservar su soledad.

Kreega adaptó una flecha a la cuerda y se tendió en silencio bajo la pálida luz del Sol, a la espera.

Llegó primero el perro, ladrando y aullando. Kreega tendió el arco cuanto pudo. El animal estaba más allá de la roca; el terrícola, casi debajo de ella. Disparó el arco.

Estremeciéndose salvajemente, Kreega vio la flecha atravesar al perro, vio a éste saltar en el aire y luego rodar y rodar, aullando y mordiendo el ástil con furia.

Como una centella gris, el marciano saltó de la roca y se arrojó sobre el terrícola. Golpeó al hombre y ambos cayeron juntos.

Fieramente manejó el marciano el hacha, que partió el casco de su enemigo. Sin sitio para revolverse, Riordan rugió y respondió con un puñetazo. Kreega rodó hacia atrás. Riordan le disparó, Kreega se levantó y huyó. El otro, rodilla en tierra, apuntó con cuidado a la sombra gris que trepaba por la colina más próxima.

Una pequeña serpiente de arena mordió la pierna del cazador y luego se enrolló en su muñeca, lo que bastó para desviar el tiro.

El marciano vio la breve agonía de la serpiente al ser rechazada por el hombre, que la aplastó con el pie. Algo más tarde oyó una explosión. El hombre había volado la torre.

Kreega había perdido el hacha y el arco. Estaba completamente inerme; y el cazador no cejaría en su intento. Aun sin sus animales le seguiría, más despacio pero tan incansablemente como antes.

Kreega descansó un momento sobre el saliente de una roca. Sus sollozos sacudían el delgado cuerpo y el viento del crepúsculo vespertino sonaba a su compás.

El suave rumor de los pasos de un correarenas despertó los ecos de las rocas bajas, batidas por el vientos, y la maleza comenzó a hablar murmurando, por doquier, con su antiguo y mudo lenguaje.

El desierto, el planeta entero, su arena y su viento, bajo las altas y frías estrellas, la tierra, toda soledad y silencio y destino (un destino que no era el del hombre), le hablaron. La enorme unidad de la vida marciana, sublevada contra el cruel medio ambiente, se estremeció en su sangre.

«No luchas solo —murmuraba el desierto—; luchas por todo Marte y nosotros estamos a tu lado.»

Algo se movió en la oscuridad; una pequeña forma cálida, corriendo sobre su mano; una cosita plumosa, arratonada, que moraba escondida bajo la arena y pasaba su breve vida, fugitiva, contenta con su forma de vivir. Pero era parte de aquel mundo, y Marte no conoce la piedad.

Aún había ternura en el corazón de Kreega que, suavemente y en su lenguaje articulado, preguntó:

—¿Harás esto por nosotros? ¿Lo harás, pequeño hermano?

Riordan estaba demasiado rendido para dormir bien. Había permanecido despierto mucho rato, pensando. Así pues —se acordó—, también el perro estaba muerto. El incidente le indujo a considerar la inmensidad del desierto. Oía murmullos; el matorral gemía en la oscuridad, el viento soplaba con salvaje y fúnebre sonido sobre las rocas débilmente iluminadas por las estrellas; era como si todo aquello tuviera voz, como si el mundo entero le murmurase amenazas en la noche. Vagamente se preguntaba si el hombre dominaría alguna vez en Marte, si la raza humana no había corrido esta vez tras de algo más grande que ella misma.

De pronto, algo se estremeció, despertándole de un inquieto sueño, y vio una cosa pequeña que se le acercaba. Buscó el rifle, junto a su saco, y luego lanzó una carcajada. Era un ratón de arena.

Al apuntar el alba se levantó. Con ojos adiestrados buscó la pista del marciano, pero sólo halló arena y matorrales por doquier.

El mediodía le encontró en un terreno más alto, de informes colinas con delgadas agujas rocosas que se destacaban contra el cielo. Proseguía avanzando confiado en su propia capacidad para descubrir la presa. La huella aparecía ya, clara y fresca.

Se puso en tensión, convencido que el marciano no podía estar lejos. Asió el rifle y continuó caminando más despacio.

Ascendió a una alta cordillera y contempló el oscuro y fantástico paisaje. Cerca del horizonte vio una raya oscura. Era el límite de su barrera radiactiva, que el marciano no podría traspasar.

Conectó el amplificador e hizo resonar su voz en la tranquilidad del ambiente:

—Sal, buhito. Voy a atraparte. Podrías salir ahora y así terminaríamos antes.

Los ecos la esparcieron por el espacio entre las desnudas peñas, temblorosas y estremecidas bajo la broncínea bóveda del cielo:

—Sal de ahí, sal de ahí, sal.

Le pareció distinguir al marciano surgiendo como un fantasma gris entre las amontonadas piedras. Quedó allí, inmóvil, a menos de seis metros. Por un instante, la sorpresa fue excesiva; Kreega esperaba, apenas visible, como si fuera un espejismo.

Luego el cazador lanzó un grito y levantó el rifle. Continuó allí el marciano, como una estatua esculpida en piedra gris; y Riordan, con un poco de desencanto, pensó que, después de todo, el marciano había decidido entregarse a la muerte inevitable.

—¡Hasta nunca! —murmuró, y oprimió el gatillo.

Como el ratón de arena se había introducido en el cañón, el fusil estalló.

Riordan sintió el estallido y vio el cañón abierto, como un plátano podrido. No resultó herido pero, mientras se reponía de la sorpresa, Kreega saltó sobre él.