Vorish despidió a sus hombres y llevó a Corning a su oficina en el Hiln. El almirante no dijo nada por el camino, pero sus agudos ojos examinaron los dispositivos de defensa de Vorish y chasqueó silenciosamente los labio.

—Jim —dijo Corning, mientras Vorish cerraba la puerta—. ¿Qué es lo que pasa aquí?

—Tendré que hacer un poco de historia —dijo Vorish, y le contó al almirante lo del tratado y su violación.

Corning le escuchó atentamente, murmurando un ocasional «¡Diablo!».

—¿Quiere usted decir que no se ha tomado ninguna medida oficial al respecto? —inquirió.

—Exactamente.

—¡Diablo! Tarde o temprano, la cabeza de alguien pagará por esto. Pero lo más probable es que no sea la cabeza verdaderamente culpable, y, además, ese tratado no tiene nada que ver con el alboroto en que usted se ha metido. No de un modo oficial, por lo menos, ya que oficialmente el tratado no existe... Ahora, dígame, ¿qué es esa tontería acerca de unas cuantas chozas indígenas?

Vorish sonrió. En este asunto sabía que pisaba terreno firme: había sostenido una larga conferencia con Fornri, examinando todos los ángulos.

—De acuerdo con las órdenes recibidas —dijo—, aquí soy un arbitro imparcial. Me enviaron para proteger a los ciudadanos y los bienes de la Federación, pero también para proteger a los indígenas contra cualquier atentado a sus costumbres, a sus medios de vida, etcétera. Párrafo siete.

—Lo he leído.

—La idea es que si los indígenas son tratados adecuadamente, los ciudadanos y los bienes de la Federación necesitarán menos protección. El poblado indígena en cuestión es algo más que un grupo de chozas vacías. Parece que entre los indígenas tiene una especie de significado religioso. Le llaman el Poblado del Maestro, o algo parecido.

—Maestro o jefe —dijo Corning—. A veces, las dos palabras tienen el mismo significado para los pueblos primitivos. Esto podría convertir al poblado en una especie de santuario... Según tengo entendido, el tal Wembling empezó a derruirlo.

—Exactamente.

—Y usted le había advertido anticipadamente que tenía que solicitar el permiso de los indígenas, y él se rió de la advertencia. De acuerdo. Su conducta no sólo fue correcta, sino también encomiable. Pero, ¿por qué ha suspendido usted todos los trabajos? Pudo haber protegido aquel poblado, y haber obligado a Wembling a construir su campo de golf en otra parte, sin armar tanto alboroto. Wembling hubiera puesto el grito en el cielo, naturalmente, pero usted tenía toda la razón de su parte y nadie le hubiera hecho caso a ese hombre. En cambio, ha preferido usted paralizarlo todo. ¿Pretende acaso que le fusilen? Ha hecho perder a Wembling una gran cantidad de tiempo y una gran cantidad de dinero, y ahora está realmente furioso. Y es un hombre que tiene mucha influencia.

—No tengo la culpa del hecho que haya perdido tiempo y dinero —dijo Vorish—. Notifiqué inmediatamente al Cuartel General las medidas que había tomado. Pudieron haber revocado la orden en cualquier momento.

—Desde luego. Supongo que no lo hicieron porque siempre existe la posibilidad para que las cosas se pongan peor de lo que están. En el Cuartel General desconocían la situación planteada aquí. Les ha causado usted muchos quebraderos de cabeza. ¿Por qué detuvo a Wembling y le ha obligado a permanecer en su tienda, con guardias de vista?

—Para protegerle. Violó un lugar sagrado, y me siento responsable de su seguridad.

Por primera vez, Corning sonrió.

—Buen pretexto. No está mal. Esto da al asunto un carácter discrecional, con su opinión contra la de Wembling. Usted lanzó su moneda al aire e hizo su elección, y nadie que no esté en el secreto puede hacerle ningún reproche. —Asintió—. Procuraré reflejar ese punto de vista en mi informe. Wembling se excedió en lo que hizo, indudablemente. Las consecuencias pudieron ser muy graves. Y no puedo decir que las medidas que tomó usted fueran demasiado drásticas, porque no estaba aquí en aquellos momentos. No sé exactamente lo que trata usted de hacer, o tal vez lo sepa, pero le apoyaré en todo lo que pueda. Creo que podré evitar que le fusilen.

—¡Oh! —exclamó Vorish—. De modo que iban a fusilarme... Me sorprende de veras.

—Iban..., van a hacerle todo el daño que puedan —Corning miró fijamente a Vorish—. Lo que voy a decirle no es de mi agrado, pero tengo que cumplir órdenes. Regresará usted a Galaxia en el Hiln, en calidad de detenido..., para comparecer ante un tribunal militar. Personalmente, no creo que tenga usted motivos para preocuparse. No veo cómo podrán sacar adelante este asunto, pero no dejarán de intentarlo.

—No me preocupa, en absoluto —dijo Vorish—. He estudiado el caso minuciosamente. Y prefiero que traten de sacarlo adelante. Insistiré en que el caso sea visto por un tribunal militar, y... Pero temo que no accederán a ello. De todos modos, me alegro de dejar a Langri en unas manos competentes.

- Que no serán las mías —dijo Corning—. No estaré aquí mucho tiempo. El escuadrón 984 está en camino para revelarme. Once naves. No están dispuestos a permitir que este asunto se les escape de entre las manos. El comandante del escuadrón es Ernst Dillinger, que ascendió a almirante hace unos meses. ¿Le conoce?

IV

La embarcación de pesca seguía en la misma posición, a la misma distancia. Dillinger alzó sus prismáticos, los bajó. Por lo que él podía ver, los indígenas estaban pescando... Volvió a su oficina y se sentó, contemplando ociosamente la mancha de color de la vela de la embarcación.

La afelpada amplitud de su oficina le fastidiaba. Era el segundo día que ocupaba las habitaciones que Wembling había insistido en destinarle en el ala terminada del Hotel Langri, y Dillinger pasaba la mayor parte del tiempo paseando en círculos cada vez mayores alrededor del trabajo amontonado sobre su mesa escritorio.

Los indígenas le tenían preocupado. Y le preocupaba algo enigmático que los indígenas llamaban el Plan, y que a su debido tiempo borraría del planeta a Wembling, y a sus obreros, y a sus hoteles.

Con el Hotel Langri en pleno funcionamiento dentro de unos meses, y en marcha las obras de construcción de otros dos hoteles, Dillinger sabía que la expulsión legal de Wembling sería prácticamente imposible. En consecuencia, ¿qué estaban planeando los indígenas? ¿La expulsión ilegal? ¿El empleo de la fuerza? ¿Con un escuadrón de la Marina Espacial montando guardia?

Dillinger se puso nuevamente en pie y se acercó al curvado plástico teñido que enmarcaba la ventana. La embarcación de pesca seguía allí. Todos los días estaba allí. Pero, quizá, tal como había sugerido Protz, las aguas situadas frente el promontorio eran simplemente un buen lugar para pescar.

El teléfono interior zumbó:

—El señor Wembling, señor.

—Hágale pasar —dijo Dillinger, y se volvió hacia la puerta.

Wembling entró con paso decidido, la mano tendida hacia adelante.

—Buenos días, Ernie.

—Buenos días, Howard —dijo Dillinger, parpadeando ante los abigarrados colores de la camisa de Wembling.

—¿Vamos a la antesala a beber un trago?

Dillinger levantó un montón de documentos de su escritorio y los dejó caer de nuevo.

—Vamos —suspiró.

Cruzaron un largo corredor. Al llegar a la antesala, un criado uniformado les sirvió las bebidas que pidieron. Dillinger removió distraídamente el hielo en su vaso, mientras miraba a través del enorme ventanal hacia la terraza, y hacia la playa situado debajo de ellos. Los jardineros de Wembling habían trabajado a conciencia. El hotel estaba rodeado de aterciopelado césped y de arbustos de distinto colorido. La piscina, completamente terminada, aparecía desierta. La playa, llena de obreros y de marineros francos de servicio.