nuestros encuentros tanto como yo, no podría explicar cómo, pero lo sabía.

—Me enteré que fuiste a la casa de Ezequiel —dijo mi abuela de repente.

Me quedé de una pieza. Miré desesperadamente alrededor. Si mi padre se enteraba era

capaz de encerrarme en un convento y hacerme monja.

—Quédate tranquilo, no les dije nada a tus padres— dijo leyéndome el pensamiento.

—¿Y vos co..cómo te..te enteraste? —tartamudeé.

—Lo leí en el diario —y se rió.

Yo no pude ni siquiera esbozar una media sonrisa, estaba esperando que la tierra se

abriera y me tragara.

—Me lo contó Ezequiel, por supuesto.

—¿Ezequiel?Eso realmente no entraba en mi cabeza. No me lo imaginaba llamando a la abuela para

contarle que yo lo había ido a ver. No lo podía creer.

—Sí claro, Ezequiel. Tu hermano. ¿Sabes quién es, no?

Otra vez silencio. Otra vez angustia. Todo parecía indicar que la angustia no me

abandonaría.

Desde mi visita a su casa trataba de olvidarlo, de que todo volviera a ser como antes, de

que mi hermano volviera a ser una referencia lejana, alejada de nuestra vida cotidiana.

Ese nombre apenas susurrado por mis padres. Y esa presencia ineludible en las

reuniones familiares, en las que mis padres se empeñaban en mostrar que nada era

anormal, pero no podían evitar que se notara su incomodidad.

—Yo lo veo seguido, al menos una vez por semana. Y ante mi cara de sorpresa

prosiguió:

—No, no te sorprendas. Es mi nieto. Que se haya ido de la casa de tus padres no cambia

las cosas. Es más, a mí me parece una cosa totalmente natural, no puedo entender por

qué hacen tanto escándalo. Si vos te pelearas con tus padres, yo te seguiría queriendo

igual, es algo totalmente lógico. Es hasta tonto tener que explicarlo. ¿Lo vas a seguir

visitando?

—No... no creo.

—Es una pena, me puse tan contenta cuando me enteré de tu visita... Ezequiel también,

claro. Aunque sé que terminó de una manera un poco, cómo decirlo, abrupta. Fue un

buen gesto de tu parte ir. Yo pensé que todo iba a ser como antes, después de todo él te

enseñó a caminar y me acuerdo de que vos sólo te dormías si Ezequiel te cantaba una

canción...

—Basta con eso, por favor —no grité pero mi voz salió de una manera rara, tal vez fue

por la angustia de todos esos días o no sé por qué, pero mi voz sonó distinta, como si

fuera otro.

Pude ver la cara de sorpresa de mi abuela. Eso me armó de valor para continuar.

—Basta con eso, por favor —esta vez con mi voz normal—, la semana que viene

cumplo once años y todo lo que me podés decir de Ezequiel es que me enseñó a caminar

y que me cantaba una canción cuando yo tenía tres años. Una canción que ni siquiera sé

cuál es. Lo único que tenemos en común los dos son nuestros padres, después nada más,

abuela. Nada más. Nos separa un abismo.—Tal vez lo bueno de los abismos sea —concluyó la abuela— que se pueden hacer

puentes para cruzarlos.

XIII

Después de que se fue la abuela, me quedé dando vueltas y vueltas en mi cuarto. No

sabía qué hacer, pero sí sabía lo que no quería hacer: pensar.

En mi cabeza se agolpaban Ezequiel y mi padre; puentes y abismos, y a pesar de no

haber sido mencionado en nuestra charla, el SIDA y el ave de rapiña.

En la televisión daban El Mundo de Disney. Nada lograba deprimirme más. Esos

brillos, fuegos artificiales y sonrisas de la presentación me producían dolor de

estomago.

Busqué, entonces, un libro; todos los que me interesaban ya los había leído, algunos

releído. Los que quedaban eran esos libros, típicos regalos de cumpleaños, que el abuelo

de alguien leyó a los ocho años y le gustó, entonces a los ocho años del padre de ese

alguien le regalan también ese mismo libro, y obviamente el pobre alguien a los ocho

recibe también ese mismo libro acompañado de una frase de este estilo: "Seguramente

lo disfrutarás mucho, pequeño alguien, tu abuelo y yo, (o tu padre y yo depende), lo

hemos disfrutado mucho también". A nadie le importa que hayan pasado al menos 50

años y que no todos los libros resistan el paso del tiempo.

De esa lógica, a regalarlo en el primer cumpleaños, hay un paso muy corto que se da

habitualmente.

Decidí ir a comprarme un libro a la librería del Shopping. No lo sabía en esos años y no

estoy seguro de estar en lo cierto ahora, pero sospecho que uno se hace lector para

completar lo inacabado. Para completarse.

Y así conforme van pasando los años van cambiando los gustos y nos parece mentira

que hayamos disfrutado ciertos textos, que después creemos execrables.

Seguramente no pensaba en esto cuando caminaba por San Isidro para ir a buscar un

libro que me liberase de la angustia.

Sí recuerdo mi desazón cuando llegué a la librería, pregunté por Clara y me contestaron

que tenía franco. Habitualmente las embarazadas nos inspiran dulzura, la embarazada

que me informó que Clara no estaba y agregó con su mejor sonrisa Mac Donald's: "¿Te

ayudo en algo, tesoro?", me inspiró repugnancia. Supongo, a la luz de los años, que la

buena mujer tal vez no era tan desagradable, pero yo a Clara le debía el haberme hecho

lector. Ella siempre me había recomendado buenos libros y sabía cuáles darme según mi

ánimo.Gracias a ella descubrí autores que mis amigos, aun los más lectores, ni siquiera

rozaron.

Creo que ella fue mi primer amor. Yo suponía que esos libros eran sólo para mí, que no

tendría otros clientes a quienes recomendárselos. Tal vez no fue tan bueno que yo me

hiciera lector a su imagen y semejanza, y que ella me ahorrase los dolores de cabeza.

Nunca lo sentí así. Siempre creí que tenía una especial percepción para saber lo que yo

iba a disfrutar, y estoy seguro de que ella disfrutaba recomendándome.

Ese domingo en que ella no estaba, no encontraba qué leer. Tal vez por mi estado de

ánimo, tal vez por mi dependencia.

Revisaba todos los estantes aún los de los chicos más pequeños. Me entretuve buscando

a Wally, o algo parecido, a pesar de que nunca me gustaron esos libros. Y de repente me

encontré con una pila de María Elena Walsh.

Los abrí, los hojeé. En uno de ellos, no recuerdo en cuál, me encontré leyendo o

cantando o no sé: "Mírenme soy feliz/ entre las hojas que caen/ cuando atraviesa el

jardín/el viento en monopatín". La canción del jardinero. La canción con la que me

acunaba Ezequiel.

Sentía su voz en mi cabeza. "Yo no soy un bailarín/ pero me gusta quedarme/ quieto en

la tierra y sentir/ que mis pies tienen raíz". Ezequiel.

Y otra vez la sombra del ave de rapiña, cada vez más cerca.

Creo que me mareé, o no sé bien que pasó. Lo que recuerdo es la pila de los libros en el

piso. Toda la obra de María Elena Walsh tirada. La cara de espanto de la embarazada y

yo corriendo como alma que lleva el diablo. Supongo que todos pensaron que me había

robado algo.

Sé que no paré de correr hasta el río. Lloraba. No me podía sacar de la cabeza la cara de

la gorda, el ave de rapiña, los libros en el piso.

Y la voz de Ezequiel cantando: "Aprendí que una nuez/ es arrugada y viejita/ pero que

puede ofrecer/ mucha mucha mucha miel".

XIV

Mirando a lo lejos parece que el río y el horizonte fuesen uno. No faltaba mucho para

que acabara la tarde. El gris plomizo de las nubes se fundía en el marrón claro del agua.

Todo estaba en calma.

Ni el agua se movía en la orilla, donde el río se hace barro.

Algunos años atrás, cuando las aguas no estaban tan contaminadas, a esta hora las