que no me iban a creer, y que aunque me creyeran mis excusas no servirían de nada.

Tuvo razón.

En la parada del colectivo le comenté que estaba sorprendido de que sacara fotos y

tocara el chelo y yo no lo supiera.

—Uno nunca termina de conocer del todo a las personas —me dijo—, ni aún a las más

cercanas, padre, madre, hermanos, hermanas, marido, mujer. Siempre hay una zona de

cada uno que permanece a oscuras, alejada por completo de los demás. Una zona de

pensamientos, de sentimientos, de actividades, de cualquier cosa. Pero siempre hay un

lugar de nosotros en el que no dejamos que entre nadie más. Yo creo que eso es lo que

hace a las relaciones con los demás tan interesantes, esa certeza que, aunque nos lo

propongamos, nunca los vamos a conocer del todo.

XXVIII

Cuando llegué a casa, me recibieron con un sermón de órdago. Que quién me creía yo

para ir a la casa de desconocidos sin permiso, que en qué cabeza cabe, y otras

expresiones de las que caben en cualquier repertorio paternal.

Era la primera vez que me retaban y no me importaba mayormente, tal vez estaba

creciendo, tal vez me estaba haciendo inmune a los retos, no sé. Lo único seguro es que

estaba disfrutando a mi hermano y esta vez no pensaba dejar que me quitaran ese placer.

Estaba dispuesto a mentir, a planificar mis actividades, para verlo contra viento y marea.

Creo que esa fue la única, auténtica rebeldía que me permití en mi vida.

* * *

Me sumergí en la lectura de El señor de los anillos, que a pesar de tener alrededor de

500 páginas, leí en una semana. Era el primer libro largo que leía, después me prestó el

tomo II y el III. Los leí con igual voracidad.

Ezequiel era un gran lector, y me recomendaba libros con gran tino.

—No importa si los entendés, o no; si te gustan déjate llevar por las palabras, que sean

como música en tus oídos —me decía.

En todos los libros que me prestaba yo trataba de encontrar sus rastros, el por qué le

habían gustado. Tantas veces me desilusioné con gente que me prestaba o recomendaba

libros que no me gustaban. Siempre, lo primero que busco en los libros son las huellas

del otro, del que me los alcanza.

Los libros habían sido importantes en mi vida, y el poder compartirlos con él le daba un

nuevo significado a nuestra relación.

* * *

Un sábado a la tarde estaba en mi cuarto leyendo Un mago de Terramar, uno de los

tantos libros que me prestaba Ezequiel. Lo recuerdo porque estaba anotando una frase,

en ese época tomé la costumbre de anotar las frases de los libros que me gustan en una

libreta, una frase que decía: "Para oír, hay que callar". No sé por qué me gustó tanto.

Aún hoy, que conservo la libreta, puedo leerla con mi letra temblorosa de entonces.

A pesar de que tenía la puerta cerrada mi padre entró en la habitación.

—Últimamente estás muy lector, y hace mucho que no jugamos al ajedrez —no había

ningún reproche en su voz, era su forma de invitarme, yo lo sabía, él no podía de otra

manera.

Bajamos la escalera hasta su estudio. Cuando estaba sacando el tablero le pregunté:

—¿Tenés la Suite No. 1 de chelo, de Bach?

Me miró de arriba abajo sorprendido.

—Yo sabía que iba a lograr que te guste la buena música —y remarcó la palabra buena.

Me explicó orgulloso que tenía varias versiones, que podía elegir cuál quería escuchar y

que si yo tenía ganas podía explicar, mientras las escuchábamos las diferencias entre

ellas. Me propuso un montón de cosas más. Rezumaba erudición.

—Elegí la que más te guste a vos, y no digas nada —le dije. —Para oír, hay que callar.

XXIX

En noviembre Ezequiel vino a buscarme por última vez. Ya terminaba el curso del

instituto, lo que significaba el fin de nuestras caminatas.

Caminábamos hablando de libros y de autores, me sentía definitivamente importante,

teniendo un tema en común con él.

Clara, la librera, me había recomendado un par de libros para Ezequiel y logré

sorprenderlo (una cosa más para incluir en mi lista de agradecimientos para ella).

Ezequiel me recomendó que mirara Blade Runner, yo me ufanaba de haberle regalado

libros de autores que él no había leído, Sacha corría alrededor nuestro. De repente se

levantó una tormenta. Era una con todas las de la ley, corrimos para guarecernos. No

podíamos entrar a un bar a esperar que pasara, no nos dejarían con el perro, y nos costó

bastante trabajo encontrar un techo que nos protegiera.

Cuando lo encontramos estábamos empapados.

—Me parece que ya no tiene sentido protegernos —dijo Ezequiel.

Yo estaba asombrado por lo violento de la tormenta, lo rápido que se había desatado y

porque en calles que antes estaban llenas de gente, en ese momento no se veía un alma.

Las ventanas de las casas estaban cerradas. Se lo comenté.

Él se quedó serio un rato y luego dijo:

—El SIDA es como una tormenta, nadie quiere sacar la cabeza para ver qué hay afuera.

XXX

Ese fin de año lo pasamos en casa. Mamá había preparado el menú, desde principios de

mes. Una semana antes ya estaba cocinando (evitó el pollo con hierbas). Uno de los

motivos de celebración era mi ingreso al Nacional Buenos Aires.

Cuando llegó el 31 de diciembre todo parecía estar en orden, mi madre no había dejado

ningún detalle librado al azar. Todo estaba planificado.

Al llegar Ezequiel, sólo con verlo, me di cuenta de que hay cosas que no se pueden

prever. Había adelgazado mucho desde la última vez que estuvimos juntos, poco más

que un mes atrás, su mirada no tenía brillo, se lo veía débil. Y él lo sabía.

Mis padres, como siempre, se empeñaron en hacer de cuenta que nada sucedía. Pero la

verdad era tan evidente, que por primera vez les agradecí sus esfuerzos vanos.

Comimos en silencio. Cada vez que alguien intentaba entablar una conversación, se

interrumpía a sí mismo, aun dejando la frase por la mitad.

Esta vez no era yo solo el que veía la sombra del ave de rapiña volando en círculos

sobre la mesa familiar.

Terminamos de comer pasadas las once. El tiempo que pasó hasta el momento del

brindis fue eterno.

Fue la segunda vez que tomé champagne. En el momento de las doce campanadas, toda

la familia levantó sus copas. Pero, ¿cómo desearle feliz año a alguien que

probablemente no lo termine?

Me acerqué a Ezequiel y le dije un "te quiero" apenas susurrado. Él me abrazó y me

dijo: "Yo también".

Era todo lo que necesitaba oír.

XXXI

Pasó el verano, no nos fuimos de vacaciones, sólo unos días al campo de la abuela, unos

pocos días debería decir, no llegaron a ser diez. Y no vi a Ezequiel hasta marzo.

Hablábamos por teléfono casi a diario, ya no ocultaba mi interés por él. Mis padres lo

tomaron con resignación, pero tampoco estaban dispuestos a dejarme ir a verlo.

En marzo, con el comienzo de clases, volvía a gozar de una pequeña libertad. En el

colegio me anoté en varias actividades extra curriculares, que me permitían estar más

tiempo en la Capital. Mi idea era que cuanto más tiempo estuviera alejado de San Isidro,

más posibilidades tendría de ver a Ezequiel.

A mediados de marzo volví a su casa. Llegué sin avisar. Ezequiel estaba trabajando.

Desde que lo habían echado del estudio hacía pequeños trabajos como freelance, y

sospecho que la abuela lo ayudaba económicamente. Jamás se lo pregunté a ninguno de