tiene alguna importancia? Lo único que realmente tiene importancia, es que me voy a

morir, que no sé cuánto tiempo de vida tengo. Y que por más que viva eternamente

nunca voy a poder tener una vida normal.

"Estás siendo injusto conmigo", pensé, "me escapé de casa para venir a verte, vos sabés

muy bien qué me puede pasar si papá se entera que estoy acá. Soy tu hermano, no tenés

derecho a hablarme así. No te quería ofender, en serio, no sabía que hablar de esto te

molestaba. Discúlpame. ¿Homosexual, drogadicto? ¿De qué estás hablando? No te

quería molestar".

Pero dije: —Mejor me voy.

Y me fui.

IX

—Anoche no cenaste —dijo mi madre cuando bajé a desayunar.

—No me sentía bien, no es nada, ya pasó.

—¿Nada? Para que vos no cenes...Si querés podés faltar al colegio.

—En serio mamá, no es nada —y la abracé, la abracé muy fuerte. Nosotros no somos de

esas familias que se la pasan besándose y abrazándose. Por eso ella me miró extrañada.

—¿Y eso? ¿Te agarró un ataque de cariño? ¿Seguro que querés ir al colegio?

—Sí, mamá —le dije con mi mejor expresión de fastidio. Realmente prefería ir al

colegio a quedarme en casa. Quería tener la cabeza ocupada en algo, aunque ese algo

fuera la profesora de matemáticas.

En el colegio estuve insoportable. Tenía miedo de que Mariano se diera cuenta de que

estaba preocupado y comenzara con uno de sus interrogatorios, en los que siempre

lograba ganarme por cansancio.

Necesitaba tranquilidad para pensar algo que me estaba dando vueltas en la cabeza

desde la noche. Si a Ezequiel no le importaba lo que a mí me pasara, a mí no tenía que

importarme él. Después de todo yo nunca había tenido un hermano, nunca había

contado con él. Había vivido la mitad de mi vida sin él y podía seguir así

tranquilamente. No me importaba que tuviera SIDA o lo que fuera. Si era por mí,

Ezequiel se podía ir a la mismísima mierda.

X

—¿Una partida?

Así era desde hace años. Mi padre se acercaba y decía "¿una partida?", en un tono que

se asemejaba más a una orden que a una pregunta. Yo contestaba: "si, papá". Aunque

estuviera haciendo la tarea, jugando o mirando la tele, me levantaba, caminaba hasta su

estudio y me disponía a aceptar otra sesión de ajedrez.

"Mens sana in corpore sano". Este era el axioma de mi padre. Me obligaba a hacer

deportes, a jugar al ajedrez (al menos una vez a la semana) y me sometía a largas

sesiones de música clásica. Mi padre amaba esa música, en especial a Wagner, y quería

trasmitirme ese amor.

No lo logró. Salvo Bach o Mozart, o las sonatas de Beethoven, esas horas que dedicaba

a hacerme escuchar música se parecían más a una tortura que a un placer.

—Jaque mate. Hacía mucho que no te ganaba tan rápido. Estás desconocido.

—Es que...jugaste muy bien papá.

—No me mientas, yo te enseñé a jugar, sé que no estás concentrado —y frunció el ceño.

Esos son los momentos en la vida en los que parece que los segundos duran años, y en

los que me odiaba por no tener una imaginación frondosa.

—Es que...estoy pensando en mi cumpleaños.

—¿Tu cumpleaños? Pero si faltan como veinte días —y se rió—. ¿No tendrás algún

problema en la escuela?

Lo negué. No recuerdo cómo continuó la conversación, pero habíamos entrado en un

terreno que me favorecía. Siempre fui un buen estudiante, la escuela era uno de los

pocos lugares donde me sentía seguro de salir bien parado. Insisto, no recuerdo cómo

terminó la conversación. Pero conociendo a mi padre estoy seguro de que fue

comprometiéndome a otra partida al día siguiente.

XI

En esos días comencé a tener una pesadilla que me persiguió por años.

Un viajero sediento camina por el desierto, ve la sombra de un ave de rapiña, pero no al

ave. Si mira hacia el cielo el sol lo ciega. Sólo ve la sombra amenazante haciendo

círculos cada vez más cerrados, cada vez más cerca.

XII

El domingo de esa semana vino a visitarnos la abuela, lo recuerdo bien.

Ella vivía en el campo, y tenía un departamento en Barrio Norte, que utilizaba cuando

venía a la ciudad por algún motivo. Nosotros la visitábamos al menos una vez por mes,

y pasábamos el fin de semana en su casa.

Yo amaba esos días. Días de levantarse temprano para ayudar en el ordeñe. Días de

andar a caballo y comer manzanas que arrancaba del árbol.

Era muy raro que mi abuela dejara su casa un fin de semana, sólo lo hacía de lunes a

viernes y trataba de volver al campo en el día.

Era común sí, encontrármela un miércoles a la salida de la escuela y almorzar juntos,

ella se apuraba en regresar temprano.

—Ya estoy vieja para manejar con tanto tránsito —decía y se reía—, mejor temprano a

casa que mañana hay que madrugar.

Ese domingo, ni bien llegó a casa, mi padre la sometió a un interrogatorio

preguntándole por qué había venido, si se sentía bien, si tenía algún problema, etc. Mi

abuela lo toleró un buen rato hasta que le contestó algo así como que estaba bastante

grande para responder esas cosas y que creía que podía venir a nuestra casa cuando

quisiera. Mi padre se quedó mudo, y mi madre y yo también, era la primera vez que yo

veía a alguien contestarle así a mi padre y dejarlo sin palabras. En ese momento sentí

que quería a mi abuela un poquito más que antes.

* * *

Almorzamos pollo con hierbas, frutas y alguna cosa más. El almuerzo transcurrió como

transcurren habitualmente este tipo de encuentros, charlas sobre el tiempo, el colegio,

las vacaciones pasadas, las que vendrán.

Estuve todo el tiempo divertido contemplando a mi abuela, me duraba el asombro por la

forma en que había tratado a mi padre. Después del café, continuamos nuestra

conversación en la sala, hasta que mi abuela se levantó para ir a sentarse al jardín.Durante un rato la observé desde la ventana de mi habitación, sentada sobre el banco de

piedra a la sombra de los pinos, después me decidí a acompañarla.

—Tu padre se asombra de que venga a almorzar un domingo con ustedes, pero siempre

que vengo me hacen lo mismo de comer: ¡pollo con hierbas!

Nos reímos, era cierto. Desde hacía años cuando alguien venía a comer mi madre

cocinaba lo mismo. Variaba los acompañamientos y las entradas pero no el plato

principal. Era algo muy extraño. Rara vez mi madre repetía un menú durante el mes

cuando cocinaba para nosotros, es más, es una excelente cocinera. Nunca un plato tuvo

dos veces el mismo sabor, siempre modifica algo, siempre encuentra algún ingrediente

que modificar, aun en cantidades ínfimas, "tal vez media cucharadita más de paprika", o

cosas por el estilo.

De ahí que resulte más ridícula su obsesión por el pollo con hierbas; aunque para hacer

honor a la verdad, siempre estaba exquisito.

Cuando paramos de reír, hablamos de lo que siempre hablábamos entre nosotros: el

campo.

Me contó acerca de Noche, una yegua que a mí particularmente me gustaba. Siempre en

mis visitas, hiciera frío o calor, con lluvia o con sol, iba hasta el corral, me acercaba

despacio, le daba terrones de azúcar, la acariciaba y recién después la montaba. Era una

suerte de ritual que compartíamos, Noche me miraba llegar y seguía en lo suyo, no

levantaba las orejas, no hacía ningún gesto. Esperaba. Yo sabía que ella disfrutaba de