En ese momento la lluvia empezó a caer más fuerte que nunca, y Oin y Gloin iniciaron una pelea.

Esto puso las cosas en su sitio: —Al fin y al cabo, tenemos un saqueador entre nosotros —dijeron; y así echaron a andar, guiando a los poneys (con toda la precaución debida y apropiada) hacia la luz. Llegaron a la colina y pronto estuvieron en el bosque. Subieron la pendiente, pero no se veía ningún sendero adecuado que pudiera llevar a una casa o una granja. Continuaron como pudieron, entre chasquidos, crujidos y susurros (y una buena cantidad de maldiciones y refunfuños) mientras avanzaban por la oscuridad cerrada del bosque.

De súbito la luz roja brilló muy clara entre los árboles no mucho más allá. —Ahora le toca al saqueador —dijeron refiriéndose a Bilbo—. Tienes que ir y averiguarlo todo de esa luz, para qué es, y si las cosas parecen normales y en orden —dijo Thorin al hobbit—. Ahora corre, y vuelve rápido si todo está bien. Si no, ¡vuelve como puedas! Si no puedes, grita dos veces como lechuza de granero y una como lechuza de campo, y haremos lo que podamos.

Y allá tuvo que partir Bilbo, antes de poder explicarles que era tan incapaz de gritar como una lechuza como de volar igual que un murciélago.

Pero, de todos modos, los hobbits saben moverse en silencio por el bosque, en completo silencio. Era una habilidad de la que se sentían orgullosos, y Bilbo más de una vez había torcido la cara mientras cabalgaban, criticando ese «estrépito propio de enanos»; pero me imagino que ni vosotros ni yo hubiéramos advertido nada en una noche de ventisca, aunque la cabalgata hubiese pasado casi rozándonos. En cuanto a la sigilosa marcha de Bilbo hacia la luz roja, creo que no hubiera perturbado ni el bigote de una comadreja, de modo que llegó directamente al fuego —pues era un fuego— sin alarmar a nadie. Y esto fue lo que vio.

Había tres criaturas muy grandes sentadas alrededor de una hoguera de troncos de haya, y estaban asando un carnero espetado en largos asadores de madera y chupándose la salsa de los dedos. Había un olor delicioso en el aire. También había un barril de buena bebida a mano, y bebían de unas jarras. Pero eran trolls. Trolls sin ninguna duda. Aun Bilbo, a pesar de su vida retirada, podía darse cuenta: las grandes caras toscas, la estatura, el perfil de las piernas, por no hablar del lenguaje, que no era precisamente el que se oye en un salón de invitados.

—Carnerro ayer, carnerro hoy y maldición si no carnerro mañana —dijo uno de los trolls.

—Ni una mala pizca de carne humana probamos desde hace mucho, mucho tiempo —dijo otro troll—. Por qué demonios Guille nos habrá traído aquí; además la bebida está escaseando —añadió, tocando el codo de Guille, que en ese momento bebía un sorbo.

Guille se atragantó: —¡Cierra la boca! —dijo tan pronto como pudo—. No puedes esperar que la gente se quede por aquí sólo para que tú y Berto se la zampen. Habéis comido un pueblo y medio entre los dos desde que bajamos de las montañas. ¿Qué más queréis? Y esos tiempos han pasado. Y tendrías que haber dicho «Grracias, Guille», por este buen bocado de carnerro gordo del valle. —Arrancó un pedazo de la pierna del carnero que estaba asando y se limpió la boca con la manga.

En efecto, me temo que los trolls se comportan siempre así, aun aquellos que sólo tienen una cabeza. Luego de haber oído todo esto, Bilbo tendría que haber hecho algo sin demora. O bien haber regresado en silencio. Y avisar a los demás que había tres trolls de buena talla y malhumorados, bastante grandes como para comerse un enano asado o aun un poney, como novedad; o bien tendría que haber hecho una buena y rápida demostración de merodeo nocturno. Un saqueador legendario y realmente de primera clase en esta situación habría metido mano a los bolsillos de los trolls (algo que casi siempre vale la pena, si consigues hacerlo), habría sacado el carnero de los espetones, habría arrebatado la cerveza y se habría ido sin que nadie se enterase. Otros más prácticos, pero con menos orgullo profesional, quizás habrían clavado una daga a cada uno de ellos antes de que se dieran cuenta. Luego él y los enanos habrían podido tener una noche feliz.

Bilbo lo sabía. Había leído muchas buenas cosas que nunca había visto o había hecho. Estaba muy asustado, y disgustado también; hubiera querido encontrarse a cien millas de distancia, y sin embargo... sin embargo no podía volver a donde estaban Thorin y Compañía con las manos vacías. Así que se quedó, titubeando en las sombras. De los muchos procedimientos de saqueo de que había oído, hurgonear en los bolsillos de los trolls le pareció el menos difícil, así que se arrastró hasta un árbol, justo detrás de Guille.

Berto y Tom iban ahora hacia el barril. Guille estaba echando otro trago. Bilbo se armó de coraje e introdujo la manita en el enorme bolsillo de Guille. Había un saquito dentro, para Bilbo tan grande como un zurrón. «¡Ja!», pensó, entusiasmándose con el nuevo trabajo, mientras extraía la mano poco a poco, «¡y esto es sólo un principio!».

¡Fue un principio! Los sacos de los trolls son engañosos, y éste no era una excepción. —¡Eh!, ¿quién eres tú? —chilló el saco en el momento en que dejaba el bolsillo, y Guille dio una rápida vuelta y tomó a Bilbo por el cuello antes de que el hobbit pudiera refugiarse detrás del árbol.

—¡Maldizón, Berto, mira lo que he cazado!

—¿Qué es? —dijeron los otros acercándose.

—¡Que un rayo me parta si lo sé! Tú ¿qué eres?

—Bilbo Bolsón, un saque... un hobbit —dijo el pobre Bilbo temblando de pies a cabeza, y preguntándose cómo podría gritar como una lechuza antes de que lo degollasen.

—¿Un saquehobbit? —dijeron los otros un poco alarmados. Los trolls son cortos de entendimiento, y bastante suspicaces con cualquier cosa que les parezca una novedad.

—De todos modos, ¿qué tiene que hacer un saquehobbit en mis bolsillos? —dijo Guille.

—Y ¿podremos cocinarlo? —dijo Tom.

—Se puede intentar —propuso Berto blandiendo un asador.

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—No alcanzaría más que para un bocado —dijo Guille, que había cenado bien—, una vez que le saquemos la piel y los huesos.

—Quizás haya otros como él alrededor y podamos hacer un pastel —dijo Berto—. Eh, tú, ¿hay otros ladronzuelos por estos bosques, pequeño conejo asqueroso? —preguntó, mirando las extremidades peludas del hobbit; y tomándolo por los dedos de los pies lo levantó y sacudió.

—Sí, muchos —contestó Bilbo antes de darse cuenta de que traicionaba a sus compañeros—. No, ninguno —dijo inmediatamente después.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Berto, levantándolo en vilo, esta vez por el pelo.

—Lo que digo —respondió Bilbo jadeando—. Y por favor, ¡no me cocinen, amables señores! Yo mismo cocino bien, y soy mejor cocinero que cocinado, si entienden lo que quiero decir. Les prepararé un hermoso desayuno, un desayuno perfecto si no me comen en la cena.

—Pobrecito bribón —dijo Guille. Había comido ya hasta hartarse, y también había bebido mucha cerveza—. Pobrecito bribón. ¡Dejadlo ir!

—No hasta que diga qué quiso decir con muchosy ninguno—replicó Berto—, no quiero que me rebanen el cuello mientras duermo.

—¡Ponedle los pies al fuego hasta que hable!

—No lo haré —dijo Guille—, al fin y al cabo yo lo he atrapado.

—Eres un gordo estúpido, Guille —dijo Berto—, ya te lo dije antes, por la tarde.

—Y tú, un patán.

—Y yo no lo permitiré, Guille Estrujónez —dijo Berto, y descargó el puño contra el ojo de Guille.

La pelea que siguió fue espléndida. Bilbo no perdió del todo el juicio, y cuando Berto lo dejó caer, gateó apartándose antes de que los trolls estuviesen peleando como perros y llamándose a grandes voces con distintos apelativos, verdaderos y perfectamente adecuados. Pronto estuvieron enredados en un abrazo feroz, casi rodando hasta el fuego, dándose puntapiés y aporreándose, mientras Tom los golpeaba con una rama para que recobraran el juicio, y por supuesto enfureciéndolos todavía más.