—¿Será esto de alguna utilidad? —preguntó Bilbo cuando ya se estaban cansando y enfadando—. Lo encontré en el suelo donde los trolls tuvieron la discusión. —Y extrajo una llave bastante grande, aunque Guille la hubiese considerado pequeña y secreta. Por fortuna se le había caído del bolsillo antes de quedar convertido en piedra.

—Pero ¿por qué no lo dijiste antes? —le gritaron. Gandalf arrebató la llave y la introdujo en la cerradura. Entonces la puerta se abrió hacia atrás con un solo empellón, y todos entraron. Había huesos esparcidos por el suelo, y un olor nauseabundo en el aire, pero había también una buena cantidad de comida mezclada al descuido en unos estantes y sobre el suelo, entre un cúmulo de cosas tiradas en desorden, producto de muchos saqueos, desde botones de estaño a ollas colmadas de monedas de oro apiladas en un rincón. Había también montones de vestidos que colgaban de las paredes —demasiado pequeños para los trolls; me temo que pertenecían a las víctimas—, y entre ellos muchas espadas de diversa factura, forma y tamaño. Dos les llamaron particularmente la atención, por sus hermosas vainas y empuñaduras enjoyadas. Gandalf y Thorin tomaron una cada uno, y Bilbo un cuchillo con vaina de cuero. Para un troll no habría sido más que un pequeño cortaplumas, pero al hobbit le servía como espada corta.

—Las hojas parecen buenas —dijo el mago desenvainando una a medias y observándola con curiosidad—. No han sido forjadas por ningún troll ni herrero humano de estos lugares y días, pero cuando podamos leer las runas que hay en ellas, sabremos más.

—Salgamos de este hedor horrible —dijo Fili. Y así sacaron las ollas de monedas y todos los alimentos que parecían limpios y adecuados para comer, así como un barril de cerveza del país todavía lleno. Sintieron ganas de desayunar, y hambrientos como estaban no hicieron ascos a lo que habían sacado de las despensas de los trolls. De las provisiones que habían traído quedaba ya poco, pero ahora tenían pan, queso, gran cantidad de cerveza y panceta para asar a las brasas.

Luego se durmieron, pues la noche no había sido tranquila, y no hicieron nada hasta la tarde. Entonces trajeron los poneys y se llevaron las ollas del oro y las enterraron con mucho secreto no lejos del sendero que bordea el río, echándoles numerosos encantamientos, por si alguna vez tenían oportunidad de regresar y recobrarlas. En seguida, volvieron a montar, y trotaron otra vez por el camino hacia el Este.

—¿Dónde has ido, si puedo preguntártelo? —dijo Thorin a Gandalf mientras cabalgaban.

—A mirar adelante —respondió Gandalf.

—¿Y qué te hizo volver en el momento preciso?

—Mirar hacia atrás.

—De acuerdo, pero ¿no podrías ser más explícito?

—Me adelanté a explorar el camino. Pronto se hará peligroso y difícil. Deseaba también acrecentar nuestras reservas de alimentos. Sin embargo, no había ido muy lejos cuando me encontré con un par de amigos de Rivendel.

—¿Dónde queda eso? —preguntó Bilbo.

—No interrumpas —dijo Gandalf—. Llegarás allí en pocos días, si tenemos suerte, y lo sabrás todo. Como estaba diciendo, encontré dos de los hombres de Elrond. Huían asustados de los trolls. Por ellos supe que tres trolls habían bajado de las montañas y se habían asentado en el bosque, no lejos del camino. Habían espantado a toda la gente del distrito y tendían celadas a los extraños. En seguida tuve el presentimiento de que yo hacía falta. Mirando atrás, vi fuego a lo lejos y me vine. Así que ya lo sabes ahora. Por favor, ten más cuidado la próxima vez; ¡o no llegaremos a ninguna parte!

—¡Gracias! —dijo Thorin.

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CAPÍTULO III

Un breve descanso

NO CANTARON NI CONTARON historias aquel día, aunque el tiempo mejoró; ni al día siguiente, ni al otro. Habían empezado a sentir que el peligro estaba bastante cerca y a ambos lados. Acamparon bajo las estrellas, y los caballos comieron mejor que ellos mismos, pues la hierba abundaba, pero no quedaba mucho en los zurrones, aun contando con lo que habían sacado a los trolls. Una mañana vadearon un río por un lugar ancho y poco profundo, resonante de piedras y espuma. La orilla opuesta era escarpada y resbaladiza. Cuando llegaron a la cresta, guiando los poneys, vieron que las grandes montañas descendían ya muy cerca hacia ellos. Parecían alzarse a sólo un día de cómodo viaje desde la falda más cercana. Tenían un aspecto tenebroso y lóbrego, aunque había manchas de sol en las laderas oscuras, y más allá centelleaban las cumbres nevadas.

—¿Es aquélla laMontaña? —preguntó Bilbo con voz solemne, mirándola con asombro. Nunca había visto antes algo que pareciese tan enorme.

—¡Desde luego que no! —dijo Balin—. Esto es sólo el principio de las Montañas Nubladas, tenemos que cruzarlas de algún modo, por encima o por debajo, antes de que podamos internarnos en las Tierras Ásperas de más allá. Y aún queda un largo camino desde el otro lado hasta la Montaña Solitaria de Oriente, en la que Smaug yace tendido sobre el tesoro.

—¡Oh! —dijo Bilbo, y en aquel mismo instante se sintió cansado como nunca hasta entonces. Añoraba una vez más la silla confortable delante del fuego y la salita preferida en el agujero-hobbit, y el canto de la marmita. ¡No por última vez!

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Gandalf encabezaba ahora la marcha. —No nos salgamos del camino, o ya nada podrá salvarnos —dijo—. Necesitamos comida, en primer lugar, y descanso con una seguridad razonable; además es muy importante internarse en las Montañas Nubladas por el sendero apropiado, o de lo contrario os perderéis y tendréis que volver y empezar de nuevo por el principio (si llegáis a volver).

Le preguntaron hacia dónde estaba conduciéndolos, y él respondió: —Habéis llegado a los límites mismos de las tierras salvajes, como algunos sabéis sin duda. Oculto en algún lugar delante de nosotros está el hermoso valle de Rivendel, donde vive Elrond en la Última Morada. Le envié un mensaje por mis amigos y nos está esperando.

Aquello sonaba agradable y reconfortante pero no habían llegado aún, y no era tan fácil como parecía encontrar la Última Morada al oeste de las Montañas. No había árboles, valles o colinas que quebrasen el terreno delante de ellos: la vasta pendiente ascendía poco a poco hasta el pie de la montaña más próxima, una ancha tierra descolorida de brezo y piedra rota, con manchas de latigazos de verde de hierbas y verde de musgos que señalaban dónde podía haber agua.

Pasó la mañana, llegó la tarde; pero no había señales de que alguien habitara en ese yermo silencioso. La inquietud de todos iba en aumento, pues veían ahora que la casa podía estar oculta casi en cualquier lugar entre ellos y las montañas. Se encontraban de pronto con valles inesperados, estrechos, de paredes escarpadas, que se abrían de súbito, y ellos miraban hacia abajo y se sorprendían, pues había árboles y una corriente de agua en el fondo. Algunos desfiladeros casi hubieran podido cruzarlos de un salto, pero eran en cambio muy profundos, y el agua corría por ellos en cascadas. Había gargantas oscuras que no podían cruzarse sin trepar. Había ciénagas; algunas eran lugares verdes de aspecto agradable, donde crecían flores altas y luminosas; pero un poney que caminase por allí llevando una carga nunca volvería a salir.

Por cierto, era una tierra que se extendía desde el vado a las montañas, de una vastedad que nunca hubieseis llegado a imaginar. Bilbo estaba asombrado. Unas piedras blancas, algunas pequeñas y otras medio cubiertas de musgo o brezo, señalaban el único sendero. En verdad era una tarea muy lenta la de seguir el rastro, aun guiados por Gandalf, que parecía conocer bastante bien el camino.