—No nos queda más remedio que quedarnos en la plataforma, capitán. Tenemos que permanecer aquí quiérase o no. El gobernador quiere viajar solo, se ha empeñado en ello. Así que él tiene que ganar la partida.
Y seguidamente añadió:
—Y, ¿lo comprende usted?, estamos envenenados. Este es nuestroúltimo viaje, podéis estar completamente seguro de ello. Una fiebre tifoidea, he aquí lo que saldrá de todo esto. Por mi parte empiezo a sentir que me viene encima, ahora, ahora mismo. Sí, señor; hemos sido predestinados, tan cierto como que ha nacido usted.
Una hora después fuimos retirados de la plataforma, completamente helados e insensibles, en la estación siguiente, y yo caí inmediatamente en una fiebre virulenta, sin recobrar el conocimiento por espacio de tres semanas. Supe más tarde que pasé aquella terrible noche con una caja de inofensivos fusiles y un queso magníficamente inocente; pero cuando esto me comunicaron era ya demasiado tarde para salvarme: la imaginación había hecho su recorrido, y mi salud quedó alterada para siempre. Ni las Bermudas ni otra tierra alguna me la puede devolver jamás. Este es mi último viaje, y me voy derechito hacia casa, a morir.
El entierro de Buck Fanshaw
Buck Fanshaw's Funeral'
Alguien ha dicho que para conocer a fondo a una comunidad debe observarse el estilo de sus entierros y saber a qué clase de hombres se dedican los más lujosos.
No se podría determinar cuál era la clase de hombres que se enterraban con mayor pompa en aquella época heroica, si al distinguido flántropo o al conocido matón; posiblemente estas dos grandes capas de la sociedad honraban por igual a sus ilustres fallecidos. Por tanto, el filósofo a quien he citado habría tenido que ver dos entierros representativos en Virginia City antes de formar una idea sobre la ciudad.
Cuando Buck Fanshaw dio su último suspiro, el sentimiento de tristeza fue general. Estaba considerado como uno de nuestros más prominentes ciudadanos; tenía un lujoso saloony además «había matado a su hombre», y no por motivos particulares, sino por defender a un desconocido que se veía abrumado por el número de sus contrincantes. Estaba casado con una moza casquivana de la que hubiera podido separarse sin las formalidades de un divorcio. Tenía un alto cargo en el cuerpo de bomberos y era un verdadero Warivick en la política. Cuando falleció, un profundo dolor conmovió a toda la ciudad, pero en especial a sus más bajos estratos.
La investigación dio como resultado que Buck Fanshaw, en una crisis de delirio a causa de un pernicioso tifus, había tomado arsénico, se había disparado un tiro en el pecho, rebanado la garganta y luego se había arrojado a la calle desde la ventana del cuarto piso, rompiéndose el cuello. Después de arduas deliberaciones, el jurado, entristecido y apenado, pero sin permitir que el dolor les nublara la mente, dio el veredicto de que la muerte de Fanshaw había sido natural y «por voluntad divina». ¿Qué haría el mundo sin jurados?
Se iniciaron grandes preparativos para el entierro y los funerales. Todos los vehículos de la ciudad fueron requisados, los saloonsguardaron un respetuoso luto, la bandera de la ciudad y la del cuerpo de bomberos fueron izadas a media asta, mientras que sus miembros en pleno, luciendo uniforme de gala y con las bombas cubiertas por negros crespones, debían acompañar a la fúnebre comitiva.
Debo hacer observar que en el país de la plata todos los pueblos de la tierra estaban representados por alguno de sus aventureros, y cada uno de ellos había traído consigo la jerga especial de su país. Por consiguiente, no había idioma en el mundo más rico, enérgico y con más diversos y encontrados modos de expresión que el que se hablaba en Nevada, excepto quizás el de California en los primeros tiempos de la fiebre minera. Hasta los oradores sagrados debían decidirse a emplear jeringonza en sus sermones si querían que sus fieles les entendieran frases como «seguro que sí», «no, apuesto a que no», «los irlandeses quedan excluidos» y otras parecidas estaban siempre en labios de todos, salían a relucir inesperadamente y sin guardar la menor relación con el tema que se debatía en aquel instante.
Una vez concluida la investigación por la muerte de Buck Fanshaw, los hombres de pelo en pecho celebraron una asamblea pública; pues en esta costa del Océano Pacífico no había acontecimiento que no diera lugar a una reunión pública, con objeto de que la voz popular pudiera manifestarse. Se tomaron varios acuerdos relacionados con el entierro y quedaron nombradas varias comisiones, entre ellas una, compuesta por un solo hombre, que recibió el encargo de buscar un cura para la oración fúnebre.
Scotty Briggs, el único componente de esta comisión, fue a visitar al eclesiástico. Este era un amable y delicado mozo del este que acababa de salir del seminario y que desconocía completamente los usos y costumbres de la población minera. Cuando, años más tarde, refería las incidencias de su conversación con Scotty valía la pena escucharlo.
Scotty Briggs era un valentón de carácter resuelto y decidido, cuya indumentaria en las grandes solemnidades, como ahora que actuaba en nombre del Comité, consistía en un casco de bombero y una camisa de franela rojo escarlata; el revólver pendía de un ancho cinturón de cuero; llevaba echada al brazo su chaqueta y los bajos de sus pantalones se escondían dentro de unas altas botas de montar. No es, pues, de extrañar que su aspecto contrastara de un modo extraordinario con el del pálido y desmedrado joven teólogo. Podemos decir, de paso, que Scotty era hombre de ardiente corazón y capaz de todo con tal de ayudar a un amigo. Jamás tomó parte en una pelea si razonablemente podía mantenerse al margen y todas en las que intervenía eran motivadas por asuntos en los que él, personalmente, no tenía nada que ver, y en las que se mezclaba tan sólo para prestar mano fuerte al más débil. Hacía ya años que Buck Fanshaw y Scotty eran amigos inseparables, habiéndose ayudado lealmente en muchas peleas y aventuras. Por ejemplo, se contaba de ellos que en cierta ocasión, al ver a varios mozos forasteros enzarzados en descomunal pelea, se quitaron rápidamente la chaqueta y se lanzaron al combate poniéndose al lado de la parte más débil. Cuando después de una victoria conseguida no sin esfuerzo y desperfectos miraron a su alrededor para ver lo qué había sido de sus protegidos, se encontraron con que éstos se habían retirado bonitamente por el foro llevándose como recuerdo las chaquetas de sus protectores.
Pero volvamos a la visita de Scotty al predicador. El semblante de Scotty reflejaba profunda tristeza, a tono con las circunstancias de su fúnebre encargo. Sin más ceremonia, tomó asiento frente al reverendo, depositó su casco de bombero bajo las narices del párroco, precisamente encima del borrador de un sermón que éste estaba concluyendo de escribir, se secó el sudor de la frente con un enorme pañuelo de roja seda y lanzó un profundo suspiro a guisa de introducción apropiada al triste asunto que se le había encomendado. Se atragantó y los ojos se le humedecieron; sin embargo, se dominó con un poderoso esfuerzo de voluntad y dijo con una voz verdaderamente sepulcral: