Historia del invalido

The Invalid's Story

Aunque mi aspecto es el de un hombre de sesenta años, y casado, no es verdad; débese ello a mi condición y sufrimientos, pues soy soltero y sólo tengo cuarenta y un años. En el estado en que me veis, difícilmente creeréis que ahora sea más que una sombra de lo que fui, ya que apenas hace dos años era yo un hombre fuerte y rebosante de salud (un hombre de hierro, ¡un verdadero atleta!); y, sin embargo, ésta es la cruda realidad. Pero más extraño que este hecho es todavía el modo como perdí mi salud. La perdí una noche de invierno, vigilando una caja de fusiles en un viaje de 200 millas en ferrocarril. Es la pura verdad, y voy a contaros cómo sucedió.

Resido en Cleveland (Ohio). Hace dos años, una noche de invierno, llegaba a casa, poco después de extinguida la luz del día, en medio de una furiosa tempestad de nieve; y lo primero que me dijeron al entrar fue que mi mejor compañero de escuela y amigo de mi infancia, John Hackett, había muerto el día anterior, y que en sus últimas palabras había manifestado el deseo de que yo llevase sus restos mortales a sus pobres padres ancianos, que vivían en Wisconsin. Sentíme sobremanera sorprendido y afligido, pero no había tiempo que perder en emociones: era preciso partir inmediatamente. Tomé la tarjeta que decía: "Diaca Leví Hackett, Bethlehem. Wisconsin", y eché a correr precipitadamente, a través de la horrible tempestad, hacia la estación del ferrocarril. Llegado allí, encontré la larga caja de pino blanco que me había sido descrita: clavé en ella la tarjeta con algunas tachuelas, la dejé facturada con garantías de seguridad en el furgón del tren expreso, y marché prestamente al restaurante a buscar un sándwich y algunos cigarros. Cuando, al poco rato, volví, mi ataúd estaba otra vez en el suelo, aparentemente; y un muchacho lo miraba por todos lados, con una tarjeta en la mano, unas tachuelas y un martillo. Quédeme sorprendido e intrigado. Empezó o clavar su tarjeta, y yo eché a correr hacia el furgón del expreso, en gran manera turbado mi espíritu, para demandar una explicación. Pero no; mi caja estaba allí, como la había dejado yo, en el interior del furgón expreso; no había contratiempo alguno que lamentar. (Pero, en realidad, sin haberlo sospechado yo, habíase producido una prodigiosa equivocación: yo me llevaba una caja de fusiles que aquel muchacho había ido a facturar a la estación, y que iba destinada a una asociación de cazadores de Peoria (Illinois), y él se llevaba ¡mi cadáver!). Precisamente entonces un mozo de estación empezó a gritar: "—¡Señores viajeros, al tren!" Y yo me metí en el furgón del tren expreso, y conseguí un asiento confortable sobre una bala de cangilones. Allí se encontraba el conductor, hombre incansable, de unos cincuenta años, de aspecto sencillo, honrado y de buen talante, que hablaba con positiva cordialidad. Al arrancar el convoy, una persona extraña pegó un salto dentro del furgón, y dejó un paquete, con un queso de Limburg, singularmente grueso y tierno, a un extremo de mi caja-ataúd; es decir, de mi caja de fusiles. Mejor dicho, ahora sé que aquello era un queso de Limburg, pero por aquel entonces no había oído hablar de este artículo en toda mi vida, y, como es muy natural, ignoraba completamente su carácter. Bien, pues; el tren avanzaba rápidamente a través de la tormentosa noche. La terrible tempestad arreciaba furiosamente; sentí que se apoderaba de mí, insensiblemente, una triste desdicha, y mi corazón sintióse abatido, abatido, abatido… El viejo conductor del expreso exteriorizó una brusca consideración, o dos, sobre la tempestad y el tiempo ártico; cerró de un tirón las puertas corredizas y pasó las aldabas; cerró herméticamente su ventanilla, y luego empezó a andar bulliciosamente de una parte a otra, arreglando las cosas, canturreando durante todo este tiempo, en voz baja, y desafinando extraordinariamente, la canción Dulce inminencia. Al poco rato empecé a sentir un olor pésimo y penetrante que se deslizaba quedamente a través del aire helado. Eso abatió aún más mi valor, porque, naturalmente, la atribuí a mi amigo desaparecido. Era realmente algo infinitamente aflictivo sentir que se procuraba mi recuerdo de esta muda y patética manera; así que a duras penas pude contener mis lágrimas. Además, me preocupaba en gran manera el viejo conductor; temía que se diese cuenta de ello. Sin embargo, continuó canturreando y no demostró nada; se lo agradecí profundamente. Se lo agradecí, es verdad, pero no dejaba por eso de estar inquieto, y a cada instante que pasaba aumentaba mi inquietud, porque aquel olor, a medida que el tiempo pasaba, volvíase más insoportable. Al cabo de un rato, habiendo dejado las cosas a su entera satisfacción, el viejo conductor recogió un poco de leña y encendió un fuego tremendo en su estufa. Aumentó con ello mi pesar de forma tal, que no es posible expresarlo con palabras, porque yo no podía dejar de comprender que aquello era una equivocación. Estaba completamente seguro de que el efecto sería deletéreo para mi pobre amigo desaparecido. Thompson (así se llamaba el conductor, como descubrí en el transcurso de la noche) empezó a escudriñar todos los rincones del vagón, tapando grietas y haciendo todo lo posible para que, a pesar de la noche tormentosa que hacía en el exterior, pudiésemos pasarla nosotros de la manera más confortable posible. Nada dije, pero creí que no elegía el mejor camino. Entretanto, también la estufa empezó a calentarse hasta ponerse al rojo vivo y a viciarse el aire del vagón. Sentí que me mareaba, que palidecía, pero lo sufrí en silencio y sin decir palabra. No tardé en reparar que la Dulce inminenciase apagaba lentamente, hasta que cesó del todo y reinó un ominoso silencio. A los pocos minutos el conductor dijo:

—¡Qué asco! Seguramente no será de cinamomo la leña que he puesto en la estufa.

Gruñó una o dos veces; fue en dirección al ataúd… quiero decir la caja de fusiles; detúvose cerca de aquel queso de Limburg un momento y luego volvió y sentóse a mi lado, pareciendo como si estuviera en gran manera impresionado. Luego de una pausa contemplativa, dijo, señalando la caja con un ademán:

—¿Amigo suyo?

—Sí —respondí suspirando.

—Estará maduro, ¿verdad?

Permanecimos en silencio, casi diría por espacio de dos minutos; no nos atrevíamos a decir nada; demasiado preocupados estábamos con nuestros propios pensamientos. Luego Thompson dijo en voz baja, espantada:

—A veces no es seguro si están muertos de verdad o no lo están. Parecen muertos, ¿sabe? Tienen todavía el cuerpo caliente y flexibles las articulaciones; así que, aunque pienses que están muertos, no lo conoces de una manera cierta. Es algo verdaderamente terrible, porque ignoras si, en un momento dado, se levantarán lo más satisfechos del mundo y te mirarán fijamente.

Luego después de una pausa, y levantando ligeramente su codo hacia la caja, dijo:

—¡Pero él no está sólo dormido! No, señor, no; ¡de éste sí que lo aseguraría!

Nos sentamos algún rato, silenciosamente pensativos, escuchando atentamente el viento y el rugir del tren.

Luego Thompson dijo, con voz ternísima:

—Al fin y al cabo, todos tenemos que hacer nuestro paquetito un día u otro: nadie se escapa. Hombre nacido de mujer es cosa de pocos días, hay de él para poco rato, como dice la Sagrada Escritura. Sí, mírelo usted como quiera; es terriblemente solemne y curioso: nadiepuede regresar; todo el mundotiene que irse, todo el mundo; es la pura verdad. Se encuentra usted un día sano y fuerte —al decir esto se puso de puntillas y rompió un cristal, y sacó fuera la nariz un momento, y luego se sentó de nuevo, mientras yo, a mi vez, me esforzaba para encaramarme y sacaba mi nariz por el mismo sitio, y así continuamos moviéndonos de vez en cuando—, y al día siguiente le arrancan a usted, y aquellos lugares que le habían conocido no le conocen ya más, como dice la Sagrada Escritura. Sí, verdaderamente, es algo espantosamente solemne y curioso: todos tenemos que marcharnos un día u otro, y nadie escapa a esta fatalidad.