MULROONEY, detective.
No recibimos más noticias que las enviadas por los diligentes y confiados detectives diseminados por Nueva Jersey, Pensilvania, Delaware y Virginia-que seguían nuevas y estimulantes pistas- hasta que, poco después de las 2 de la tarde, llegó este telegrama…
“Baxter Centre 2.15
El elefante estuvo aquí, cubierto cartelones circo y disolvió reunión religiosa, derribando y dañando a muchos que se disponían a pasar mejor vida. Los pobladores lo cercaron y establecieron guardia. Cuando llegamos Brown yo, penetramos cerco y procedimos identificar elefante por fotografía y señas. Todas coincidían excepto una, que no pudimos ver: cicatriz forúnculo bajo axila. Por cierto que Brown se arrastró debajo de él para mirar y elefante le aplastó cráneo…, mejor dicho, le aplastó y destruyó la cabeza, aunque nada salió del interior. Todos escaparon; lo mismo elefante, golpeando a diestra y siniestra con gran efecto. Animal escapó, pero dejó grandes rastros sangre a causa heridas causadas por balas cañón. El redescubrimiento seguro. Se dirigió al Sur, a través denso bosque.”
BRENT, detective.
Éste fue el último telegrama Al llegar la noche descendió una niebla tan espesa, que no podían verse las cosas que estaban a un metro de distancia. Esto duró toda la noche. Los ferryboatsy hasta los autobuses tuvieron que dejar de circular.
III
Al otro día, los periódicos estaban llenos de teorías detectivescas como antes, También aparecieron con lujo de detalles todos nuestros trágicos acontecimientos y muchas cosas más que los periódicos recibieron de sus corresponsales por telégrafo. Dedicaban al hecho columnas y más columnas, con destacados titulares, a tal punto, que me causaba angustia leer aquello. Su tono general era el siguiente:
“¡El elefante blanco en libertad! ¡Arremete en su marcha fatal.! ¡Pueblos enteros abandonados por sus pobladores, poseídos por el pánico! ¡El pálido terror lo precede, la muerte y la devastación lo signen! ¡Lo persiguen los detectives! ¡Graneros destruidos, fábricas desventradas, cosechas devoradas, reuniones públicas dispersadas, acompañadas por escenas de carnicería imposible de describir! ¡Las teorías de los treinta y cuatro detectives de la policía! ¡La teoría del jefe Blunt!”
-¡Eso es!- gritó el inspector, traicionando casi su excitación-¡Esto es formidable! Es la ganga más grande que haya tenido nunca una institución detectivesca. Su fama llegará hasta los confines de la tierra y perdurará hasta el fin de los tiempos, y mi nombre con él.
Pero para mí no había alegría. Me parecía que había sido yo quien había cometido todos aquellos sangrientos crímenes y que el elefante sólo era mi irresponsable agente. ¡Y cómo había aumentado la lista! En cierto sitio el elefante se había entrometido en una elección y matado a cinco electores que votaran por partida triple. A esto había seguido la muerte de dos inocentes señores llamados O'Do-nohue y McFlannigan, que “acababan de hallar cobijo en el país de los oprimidos del mundo entero el día anterior, y se disponían a ejercitar el noble derecho de los ciudadanos norteamericanos en las urnas, momento en que fueron desintegrados por la despiadada mano del Azote de Siam”. En otro lugar el elefante había dado con un extravagante predicador sensacionalista que preparaba sus heroicos ataques de la temporada por venir contra el baile, el teatro y otras cosas que no podían devolver el golpe, y lo había aplastado. Y en un tercer lugar había “matado a un corredor de pararrayos”. Y así aumentaba la lista, cada vez más roja y cada vez más desalentadora. Ya eran sesenta los muertos y doscientos cuarenta los heridos. Todos los informes testimoniaban la actividad y devoción de los detectives y terminaban con la observación de que “trescientos mil ciudadanos y cuatro detectives vieron al horrible animal y éste aniquiló a dos de estos últimos”.
Yo temía oír nuevamente, el martillear del telégrafo. Poco a poco, empezaron a llegar torrencialmente los mensajes, pero su carácter me causó una agradable decepción. Pronto fue evidente que se había perdido toda pista del elefante. La niebla le había permitido buscar un buen escondite sin ser visto. Telegramas recibidos de los puntos más ridículamente lejanos, daban cuenta de que se había vislumbrado una vaga y enorme mole a través de la niebla a tal y cual hora, y que “se trataba indudablemente del elefante”. La vaga mole había sido entrevista en New Haven, New Jersey, Pensilvania, en el interior del estado de Nueva York, en Brooklyn… ¡y hasta en la propia ciudad de Nueva York! Pero, en todos los casos, la enorme y vaga mole había desaparecido velozmente y sin dejar huellas. Todos los detectives del gran contingente policial disperso sobre aquella vasta extensión del país, despachaban informes hora tras hora y cada uno de ellos tenía una pista y seguía a algo y le estaba pisando los talones.
Pero el día transcurrió sin más novedades.
Al día siguiente, lo mismo.
Al otro día, lo mismo.
Las informaciones periodísticas comenzaron a resultar monótonas, con sus hechos que nada decían, con sus pistas que a nada conducían, y con sus teorías que habían agotado casi los elementos que asombran y deleitan y deslumbran.
Por consejo del inspector, dupliqué la recompensa ofrecida.
Transcurrieron otros cuatro días sombríos. Después, los pobres y diligentes detectives sufrieron un duro golpe; los periodistas se negaron a publicar sus teorías, y dijeron con indiferencia:
-Denos un descanso.
Dos semanas después de la desaparición del elefante, obediente al consejo del inspector, aumenté la recompensa a 75.000 dólares. La cantidad era grande, pero decidí sacrificar mi fortuna personal antes que perder mi reputación ante el gobierno. Ahora que la adversidad se ensañaba con los detectives, los periódicos se volvieron contra ellos y se dedicaron a herirlos con los más punzantes sarcasmos. Esto les sugerió una idea a los cantores cómicos del teatro, que se disfrazaron de detectives y dieron caza al elefante a través del escenario, en la forma más extravagante. Los caricaturistas dibujaron a los detectives registrando el país con prismáticos, mientras el elefante desde atrás de ellos, les robaba manzanas de los bolsillos. Y bosquejaron toda clase de ridículos dibujos de la medalla detectivesca; sin duda, ustedes habrán visto estampada en oro esa medalla en la contratapa de las novelas policiales. Se trata de un ojo desmesuradamente abierto, con la leyenda: “ Nosotros nunca dormimos”. Cuando los detectives pedían una copa, el tabernero, con ínfulas de chistoso, resucitaba una vieja forma de expresión y decía: “¿Quiere usted un trago de esos que hace abrir los ojos?”. La atmósfera estaba cargada de sarcasmos.
Pero había un hombre que se movía con calma, sin darse por afectado ni rozado por las pullas. Era aquel ser de corazón de roble que se llamaba el inspector Blunt. Su valiente ojo nunca cedía en su vigilancia, su serena confianza jamás flaqueaba. Siempre decía:
-Que sigan con sus burlas; el que ríe último, ríe mejor.