Todo fue bien durante quince días; después empezaron mis tribulaciones. ¡Robaron el elefante blanco! Fui despertado en plena noche, para comunicarme la horrorosa desgracia. Por algunos instantes, fui presa del terror y la ansiedad; me sentí impotente. Después me tranquilicé y recobré mis facultades. Pronto vi qué camino debía seguir; porque, a decir verdad, sólo había un camino posible para un hombre inteligente. No obstante lo tardío de la hora, corrí a Nueva York y logré que un agente de policía me guiara hasta la central de detectives. Por fortuna llegué a tiempo, aunque el jefe, el famoso inspector Blunt, se disponía ya a marcharse a su casa. Blunt era una persona de estatura media y físico compacto y cuando estaba abismado en sus pensamientos, tenía una manera singular de enarcar el ceño y de golpearse reflexivamente la frente con el dedo, que lo convencía a uno en seguida de que estaba ante un ser extraordinario. El solo verlo me infundió confianza y me hizo alentar esperanzas. Expuse el motivo de mi visita. Esto, no le causó la menor agitación: su efecto aparente sobre su férreo dominio de sí mismo fue tan escaso como si yo le hubiese dicho que me habían escamoteado mi perro. Me invitó a sentarme con un gesto, y dijo tranquilamente:

-Permítame que lo piense un poco, por favor.

Después de pronunciar estas palabras, se sentó al escritorio y apoyó la cabeza en la mano. En el otro extremo de la habitación, trabajaban varios empleados; el rasgueo de sus plumas fue el único ruido que oí durante los seis o siete minutos siguientes. Entre tanto, el inspector seguía sumido en sus pensamientos. Por fin alzó la cabeza y algo me reveló, en las firmes líneas de su rostro, que su mente había realizado su tarea y que tenía decidido su plan. Y Blunt dijo… Y su voz era grave y solemne:

-No es éste un caso ordinario. Todos los pasos deben ser dados con precaución; hay que asegurarse de cada paso antes de dar el siguiente. Y debe conservarse el secreto; un secreto hondo y absoluto. No le hable a nadie del asunto, ni siquiera a los reporteros. Yo me haré cargo de ellos; cuidaré de que sepan sólo aquello que pueda convenirme dejarles saber.

Blunt apretó un timbre y apareció un joven.

-Alarico- dijo Blunt-, dígales a los periodistas que aguarden un poco.

El joven se retiró.

-Ahora, hablemos de negocios… y procedamos con método. En esta profesión mía nada puede hacerse sin un método rígido y minucioso.

El jefe de detectives tomó papel y una lapicera.

-¿Cómo se llama el elefante?

-Hassan Ben Ali Ben Selim Abdallah Mohamed Moisé AIhammal Jamsetjeejebhoy Dhuiep Sultan Ebu Bhudpoor.

-Muy bien. ¿El nombre de bautismo?

-Jumbo.

-Perfectamente. ¿Dónde nació?

-La capital de Siam.

-¿Sus padres viven?

-No. Fallecieron.

-¿Tuvieron otros hijos además de éste?

-No. Es hijo único.

-Perfectamente. Esto basta por ahora. Tenga la amabilidad de describirme al elefante y no deje de mencionar un solo detalle, por desdeñable que le parezca…, esto es, insignificante desde su punto de vista. Para los hombres de mi profesión, no hay detalles insignificantes: no existe tal cosa.

Hice la descripción; él tomó nota. Cuando hube terminado, dijo:

-Ahora, escúcheme. Si he cometido algún error corríjame.

Y leyó lo siguiente: -Estatura, seis metros, longitud, desde el ápice de la frente hasta la inserción de la cola, 8 metros; longitud del tronco, cinco metros; longitud de la cola, dos metros; longitud total, comprendidos el tronco y la cola, 15 metros, longitud de los colmillos, 3 metros; orejas, en proporción con esas dimensiones; su pisada recuerda la marca que hace un barril cuando se lo pone de punta en la nieve; color del elefante, blanco opaco; en cada oreja tiene un agujero del porte de un plato destinado a calzar joyas y tiene en alto grado el hábito de mortificar con su trompa no sólo a las personas que conoce, sino también a perfectos desconocidos; renguea ligeramente con la pata trasera derecha y ostenta en la axila izquierda una pequeña cicatriz causada otrora por un forúnculo. Al ser robado, tenía sobre su lomo un castillo con plazas para quince personas y una manta de montar de paño de oro del tamaño de una alfombra corriente.

No había error alguno. El inspector apretó el timbre, y le dio la descripción a Alarico y dijo:

-Haga imprimir cincuenta mil ejemplares de estos datos y que los envíen por correo en seguida a las oficinas de todos los detectives y de todos los prestamistas del continente.

Alarico se fue.

-Bueno. Hasta aquí vamos bien. Ahora, quiero una fotografía de la cosa robada.

Le di una. La examinó con aire crítico y expresó:

-Deberá bastarnos, ya que no disponemos de otra cosa; pero en esta foto el elefante tiene arrollada la trompa y se la ha metido en la boca. Éste es un detalle lamentable y encaminado a confundir, ya que, naturalmente, no la tiene, por lo general, en esa posición.

Y tocó el timbre.

-Alarico, haga imprimir cincuenta mil ejemplares de esta fotografía a primera hora de la mañana y despáchelos por correo con las circulares descriptivas.

Alarico se retiró para cumplir con las órdenes. El inspector dijo:

-Por descontado que será necesario ofrecer una recompensa. ¿Cuál será la cantidad?

-¿Qué cantidad le parece bien?

-Para empezar, yo diría… pongamos, veinticinco mil dólares. El asunto es complejo y difícil; hay mil caminos de escape y posibilidades de ocultamiento. Esos ladrones tienen amigos y cómplices en todas partes…

-¡Dios mío! ¿Sabe usted quiénes son?

El astuto rostro, experto en el arte de disimular los pensamientos y las emociones, no me permitió que adivinara lo más mínimo, ni tampoco me lo permitieron las palabras de réplica, tan plácidamente pronunciadas…

-No le importe eso. Puede ser que sí y puede ser que no. Por regla general, nosotros barruntamos en forma bastante aproximada quién es nuestro hombre por el tipo de trabajo y la magnitud del juego en que se embarca. Aquí, no tenemos que vérnoslas con un carterista ni con un ratero de salón, vea bien. Este objeto no ha sido “escamoteado” por un principiante. Pero, como le estaba diciendo, si se toma en cuenta el cúmulo de viajes que deberán hacerse y la diligencia con que los ladrones eliminarán sus huellas a medida que avancen, veinticinco mil dólares serán quizá una suma harto pequeña, aunque me parece que vale la pena comenzar con eso.

De manera que nos atuvimos a esta cifra, para empezar. Luego, aquel hombre, a quien no se le pasaba detalle alguno que pudiera servir como pista, dijo: