-¡Oh!

-¿Qué pasa?

-¿Qué pasa?

-¡La carta!

-¡La carta de Burgess! Su lenguaje, ahora me doy cuenta, era sarcástico.

Y citó una frase:… En el fondo, usted no puede respetarme, rabien ;,l' do, como sabe, ese ayunto, del que se me acusa. Y Richards añadió:

-¡Oh, todo está muy claro!

-¡Dios mío!

-¡Burgess sabe que yo sé! Ya ves la ingeniosidad de la frase.

Era una trampa… y yo caí en ella como un tonto. Y además, Mary…

-Ah… -¡Es espantoso!

-¡Sé que vas a decir…! Burgess no nos ha devuelto el sobre con la famosa frase.

-No la conserva para destruirnos. Mary, ya ha revelado nuestro secreto a algunos. Lo sé… Lo sé muy bien.

-¡Lo he visto en una docena de rostros ala salida de la iglesia!

-¡Ah! ¡Burgess no quiso contestar a nuestro saludo! -¡Él sabía qué había estado haciendo!

De noche llamaron al médico. Por la mañana se difundió la noticia de que la anciana pareja estaba enferma de cierta gravedad, postrada en cama debido ala agotadora excitación provocada por su golpe de suerte y por las repetidas felicitaciones, en opinión del médico. La ciudad estaba sinceramente acongojada, porque ahora la anciana pareja era casi lo único de lo que podía enorgullecerse.

A los dos días las noticias fueron peores aún. La` pareja deliraba y hacía cosas extrañas. Las enfermeras testimoniaron que Richards había exhibido cheques, por valor de ¿ocho mil quinientos dólares?

No…, por una suma sorprendente… -¡treinta y ocho mil quinientos dólares!

-¿Cuál podría ser la explicación de aquella suerte gigantesca?

Al día siguiente las enfermeras ofrecieron noticias más extravagantes. Habían decidido esconder los cheques por temor a que sufrieran algún daño, pero, cuando los buscaron, habían desaparecido de debajo de la almohada de Richards. El anciano dijo:

-Dejen en paz la almohada.

-¿Qué quieren?

-Creímos preferible que los cheques…

-Ustedes nunca volverán a verlos… Han sido destruidos. Provenían de Satanás. Vi sobre ellos el sello del infierno y comprendí que me habían sido enviados para entregarme al pecado.

Luego Richards se puso a parlotear diciendo cosas extrañas y terribles que no podían comprenderse claramente y que el médico ordenó a las enfermeras no divulgaran.

Richards había dicho la verdad: los cheques no volvieron a aparecer.

Una de las enfermeras debió de hablar soñando, porque a los dos días la ciudad conocía las palabras prohibidas; y éstas eran de un carácter sorprendente.

Parecían indicar que también Richards había sido uno de los pretendientes al talego y que Burgess había ocultado el hecho, pero, más tarde, con maldad, le había traicionado.

Burgess fue acusado por esto y lo negó con mucha decisión. Y dijo que no era bueno dar peso a los delirios de un viejo enfermo, que no estaba en sus cabales. A pesar de todo, la sospecha se notaba en el ambiente y corrían muchas habladurías.

Después de un par de días se informó de que las delirantes expresiones de la señora Richards se estafan convirtiendo en copias exactas de las palabras de su marido. La sospecha se acentuó, convirtiéndose en convicción, y el orgullo de la ciudad ante la honradez de su único ciudadano importante no desacreditado comenzó a empañarse y a menguar hasta extinguirse.

Pasaron seis días y hubo nuevas noticias. La anciano pareja estaba moribunda. El espíritu de Richards se despejó en sus últimos momentos y envió a buscar a Burgess. Éste dijo:

-Que nos dejen solos. Richards quiere decirme algo en privado.

-¡No! dijo Richards. Quiero testigos. Quiero que todos escuchen mi confesión, para poder morir ''como un hombre y no como un perro. Yo era honrado, artificialmente como los demás, y como los demás he caído nada más que se presentó la tentación. Firmé una declaración mentirosa y reclamé ese miserable talego. El señor Burgess recordó que yo le hahía hecho un favor, y por gratitud (e ignorancia) suprimió mi sobre y me salvó. Ya recordaréis aquel asunto en el que se le acusó a Burgess hace años.

Mi testimonio, y sólo mi testimonio, pudo haberlo liberado de culpa y cargo; y fui un cobarde y permití que quedase deshonrado.

-No… no, señor Richards… Usted…

-Mi criada le contó mi secreto…

-Nadie me denunció nada Y, entonces, Burgess hizo algo natural y justificable; arrepentido de la cortesía que bahía tenido conmigo, con la que me bahía salvado, me dejó al descubrir. Yo… como merecía…

-¿Jamás! Yo juré…

-Le perdono de corazón.

Las apasionadas protestas de Burgess chocaron ron oídos sordos; el moribundo pasó a mejor vida sin saber que, una vez más, había sido injusto con Burgess. Su vieja esposa murió por la noche.

El último de los sagrados diecinueve había sido víctima del diabólico talego. La ciudad quedaba despojada del último jirón de su antigua gloria. Su duelo no fue llamativo, pero sí profundo.

Por un decreto de ley, accediendo a un ruego, se le permitid a Hadleyburg que cambiara su nombre por el do… no se preocupen, no diré cuál es… y que cambiara dos palabras del lema que durante muchas generaciones adornara el sello oficial de la ciudad.

Ahora ha vuelto a ser una ciudad honrada y tendrá que madrugar el que quiera sorprenderla mientras duerme indefensa.

El robo del elefante blanco

The Stolen White Elephant

I

Una persona con la cual trabé amistad circunstancialmente en el tren, me contó la extraña historia que relataré a continuación. Quien la contaba era un caballero de más de setenta años de edad y su rostro bondadoso y amable y aire grave y sincero, ponían la inconfundible marca de la verdad sobre cada manifestación que salía de sus labios. Dijo…

Usted sabe cómo reverencia el pueblo de ese país al real elefante blanco de Siam. Como sabrá, está consagrado a los reyes, sólo los reyes pueden poseerlo y, de alguna manera, hasta es superior a los reyes, ya que no sólo es objeto de honores, sino también de adoración. Pues bien…

Hace cinco años, cuando hubo tropiezos con relación a la línea demarcatoria entre Gran Bretaña y Siam, fue evidente que Siam había cometido un error. Por ello se dieron precipitadamente toda clase de satisfacciones y el representante inglés declaró que se daba por conforme y que se debía olvidar el pasado. Esto fue de gran alivio para el rey de Siam y en parte como prueba de gratitud y en parte también, quizá, para eliminar todo residuo de sentimiento desagradable en Inglaterra, quiso hacerle a la reina un regalo, única manera segura de granjearse la buena voluntad de un enemigo, según las ideas orientales. Este regalo no sólo debía ser real, sino magníficamente real. Siendo así… ¿qué presente más adecuado que un elefante blanco? Mi situación en la administración pública hindú era tal que se me consideró especialmente digno del honor de entregarle el obsequio a Su Majestad. Se equipó un barco para mí y mi servidumbre y los oficiales y subalternos encargados del elefante y llegué al puerto de Nueva York y alojé mi regia carga en unos soberbios aposentos de Jersey. Era imprescindible estar algún tiempo allí para que la salud del animal se restableciera antes de seguir de viaje.