—Pietro —o al menos el soldado se parecía a Pietro, jefe de camareros del Club Universitario—, Pietro, el soldado, examinó el salvoconducto de Krug y dijo, con cultivado acento:

—No comprendo, profesor, cómo pudo cruzar el puente. En todo caso, no podía usted hacerlo, ya que el salvoconducto no ha sido firmado por mis colegas de la guardia del lado norte. Temo que tendrá usted que volver atrás y hacer que se lo firmen, de acuerdo con las normas de emergencia. Si no lo hace, no podré dejarle entrar en el sector sur de la ciudad. Je regrette, pero la ley es la ley. —Es cierto —dijo Krug—. Desgraciadamente, ellos no saben leer y, mucho menos, escribir.

—Esto no es de nuestra incumbencia —respondió, con fría gravedad, el apuesto Pietro, y sus compañeros movieron gravemente la cabeza en señal de asentimiento—. No; no puedo dejarle pasar, a menos que, repito, su identidad y su inocencia estén garantizados por la firma de la guardia del otro extremo.

—Pero, ¿no podríamos darle la vuelta al puente, si puedo expresarme así? —dijo Krug, pacientemente—. Quiero decir, darle una vuelta completa. Usted firma los salvoconductos de los que cruzan desde el sector sur al sector norte, ¿no es cierto? Pues bien, invirtamos la posición. Firme este valioso documento y permita que me vaya a dormir en la calle de Peregolm.

Pietro meneó la cabeza.

—No le comprendo, profesor. Hemos exterminado al enemigo; sí, lo hemos aplastado con nuestras botas. Pero una o dos cabezas de hidra viven todavía, y no podemos correr riesgos. Puedo asegurarle, profesor, que dentro de una semana la ciudad recobrará sus condiciones normales. ¿No es así, muchachos? —añadió Pietro, volviéndose a los otros soldados, los cuales asintieron vivamente, iluminadas sus caras honradas e inteligentes por ese ardor cívico que transfigura incluso al hombre más vulgar.

—Apelo a su imaginación —dijo Krug—. Imagínese que yo fuese en la otra dirección. En realidad tomé la otra dirección esta mañana, cuando el puente no estaba vigilado. Poner centinelas sólo cuando cierra la noche es un procedimiento muy convencional..., pero, dejémoslo pasar.

Y déjeme pasar a mí.

—No, a menos que traiga firmado este papel —dijo Pietro, dando media vuelta y alejándose.

—¿No está usted rebajando mucho el patrón por el que debe juzgarse, si es que existe, el cerebro humano?

—farfulló Krug.

—Silencio, silencio —dijo otro soldado, llevándose un dedo a los apretados labios y señalando después, rápidamente, la ancha espalda de Pietro—. Silencio. Pietro tiene toda la razón. Andando.

—Sí, andando —dijo Pietro, que había oído las últimas palabras—. Y, cuando vuelva con su salvoconducto firmado y todo en orden, piense en la satisfacción interior que sentirá cuando nosotros lo firmemos también. Para nosotros, será también un placer. La noche es todavía joven, y, de todos modos, no debemos rehusar un poco de ejercicio físico, si queremos ser dignos de nuestro Jefe. Andando, profesor.

Pietro miró a los dos viejos barbudos, pacientemente agarrados a los manillares de sus bicicletas, blancos los nudillos a la luz del farol, mirándole fijamente con sus perdidos ojos perrunos.

—También ustedes pueden ir —dijo el generoso camarada.

Con una presteza que contrastaba extrañamente con su avanzada edad y sus entecas piernas, los barbudos saltaron sobre sus monturas y se alejaron pedaleando, oscilando en su prisa por largarse de allí y cambiando rápidas observaciones guturales. ¿Qué estarían discutiendo? ¿El pedigree de sus bicicletas? ¿El precio de algún producto especial? ¿El estado de la calzada? ¿Eran sus gritos exclamaciones de ánimo? ¿Bromas amistosas? ¿Se echaban la pelota de un chiste leído años atrás en Simplizissimus o en Strekoza? Uno siempre desea averiguar lo que dicen las personas que pasan por su lado.

Krug caminaba lo más de prisa que podía. Las nubes habían cubierto nuestro silíceo satélite. Cerca de la mitad del puente, alcanzó a aquellos ciclistas que parecían osos pardos. Ambos estaban inspeccionando el rubí trasero de una de las bicicletas. La otra yacía de costado, como un caballo caído, levantada a medias la triste cabeza. Krug siguió andando de prisa, apretando el salvoconducto en la mano. ¿Qué pasaría si lo arrojase al Kur? Me vería condenado a andar arriba y abajo por un puente que ha dejado de ser tal, puesto que ambas orillas son inalcanzables. No es un puente, sino un reloj de arena que alguien vuelve una y otra vez, conmigo en su interior a modo de fina arena. O una brizna de hierba por la que sube una hormiga y que uno pone boca abajo cuando la hormiga llega a la punta, que entonces se convierte en el fondo, obligando a la pobrecilla a repetir su operación. Los viejos le alcanzaron a su vez, repicando a gran velocidad entre la niebla, galopando con gallardía, aguijoneando a sus viejos y negros caballos con espuelas de un rojo de sangre.

—Aquí estoy otra vez —dijo Krug, mientras sus desaliñados amigos se agrupaban a su alrededor—. Se olvidaron de firmar mi salvoconducto. Aquí lo tienen. Y dense prisa. Pinten una cruz, o un cordón enroscado de teléfono, o un garabato, cualquier cosa. No me atrevo a esperar que tengan uno de esos trastos de sellar a mano.

Mientras estaba aún hablando, se dio cuenta de que no le reconocían en absoluto. Miraron el salvoconducto. Se encogieron de hombros, como para sacudirse la carga del conocimiento. Incluso se rascaron la cabeza, curioso método empleado en aquel país con el presunto propósito de aumentar el riego sanguíneo de las células del pensamiento.

—¿Vive usted en el puente? —preguntó el soldado gordo.

—No —dijo Krug—. Traten de comprender. C'est simple comme bonjour, como diría Pietro. Me han hecho volver aquí porque no tenían pruebas de que ustedes me habían dejado pasar. Desde un punto de vista formal, no estoy siquiera en el puente.

—Puede haberse encaramado desde una barcaza —dijo una voz recelosa.

—No, no —contestó Krug—. No soy ningún barquero. Veo que no me comprenden. Se lo expondré de la manera más sencilla posible. Los del lado solar vieron heliocéntricamente lo que ustedes, telúricos, vieron geocéntricamente, y, a menos de que puedan combinarse de algún modo estos dos aspectos, yo, que soy el objeto observado, seguiré haciendo la lanzadera de la noche universal.

—Es el hombre que conoce al primo de Gurk —gritó uno de los soldados, en un súbito chispazo de reconocimiento.

—Oh, magnífico —dijo Krug, muy aliviado—. Me había olvidado del amable jardinero. Un punto ha quedado establecido. Ahora, por favor, hagan algo.

El pálido abacero dio un paso al frente y dijo:

—Voy a hacerles una sugerencia. Yo firmo su salvoconducto, él firma el mío, y ambos cruzamos el puente.

Alguien se disponía a darle un revés, cuando el soldado gordo, que parecía ser él jefe del grupo, intervino y declaró que era una idea sensata.

—Présteme su espalda —dijo el abacero a Krug, y, desenroscando apresuradamente su estilográfica, apoyó el papel sobre el omóplato izquierdo de Krug—. ¿Qué nombre he de poner, hermanos? —preguntó a los soldados.