Los soldados le cachearon. Encontraron un frasco vacío que, muy recientemente, había contenido un cuartillo de coñac. Aunque era un hombre corpulento, Krug tenía cosquillas, y se revolvió un poco al hurgarle ellos rudamente en las costillas. Algo saltó y cayó al suelo con el ruido de un saltamontes. Habían localizado las gafas.

—Está bien —dijo el soldado gordo—. Recógelas, viejo imbécil.

Krug se agachó, buscó a tientas, dio un paso a un lado... y sonó un horrible chasquido bajo el tacón de su pesado zapato.

—Vaya, vaya; he aquí una curiosa posición —dijo—. En este momento, es difícil elegir entre mi analfabetismo físico y el suyo mental.

—Vamos a detenerle —dijo el soldado gordo—. Así acabaremos con sus payasadas, viejo borracho. Y cuando nos hartemos de tenerle vigilado, lo echaremos al agua y le mandaremos unas balas mientras se ahoga.

Otro soldado se acercó perezosamente, jugando con una linterna, y de nuevo tuvo Krug la visión fugaz de un pálido hombrecillo que se mantenía apartado y sonreía.

—Yo también quiero divertirme un poco —dijo el tercer soldado.

—Bien, bien —dijo Krug—. No esperaba verle aquí. ¿Cómo está su primo, el jardinero?

El recién llegado, un joven campesino, feo y de mejillas coloradas, miró inexpresivamente a Krug y señaló al soldado gordo.

—Es primo de él, no mío. —Sí, claro —exclamó Krug, rápidamente—. Es exactamente lo que quise decir. ¿Cómo está el amable jardinero? ¿Ha recobrado el uso de su pierna izquierda?

—No nos hemos visto desde hace tiempo —respondió, pensativamente, el soldado gordo—. Vive en Bervok.

—Un buen muchacho —dijo Krug—. Cuando se cayó en aquel hoyo de grava todos lo sentimos mucho. Dígale, ya que está vivo, que el profesor Krug recuerda a menudo las charlas que sostuvimos delante de un vaso de sidra. Cualquiera puede crear el futuro, pero sólo los sabios pueden crear el pasado. Magníficas manzanas las de Bervok.

—Éste es su salvoconducto —dijo el soldado gordo y reflexivo al rústico y colorado, el cual tomó cuidadosamente el documento y se lo devolvió al punto.

—Será mejor que llames a ese ved' min syn(hijo de perra) —dijo.

Entonces hicieron avanzar al hombrecillo. Éste parecía estar de parto, bajo la impresión de que Krug era alguien superior en relación con los soldados, pues empezó a lamentarse con una vocecita casi femenina, diciendo que él y su hermano tenían una abacería al otro lado del río y que ambos veneraban al Jefe desde el bendito día diecisiete de aquel mes. Los rebeldes habían sido aplastados, a Dios gracias, y su único deseo era reunirse con su hermano, a fin de que el Pueblo Victorioso pudiese gozar de los delicados comestibles que él y su hermano sordo vendían.

—Calla la boca —dijo el soldado gordo— y lee esto.

El pálido abacero obedeció. El profesor Krug estaba plenamente autorizado por el Comité de Salud Pública para cuidar después de anochecido. Para pasar de la ciudad sur a la ciudad norte. Y viceversa. El lector deseaba saber si podía acompañar al profesor hasta el otro lado del puente. Vivamente y a patadas, volvieron a sumirle en la oscuridad. Krug inició el cruce del negro río.

Este interludio había desviado el torrente: ahora discurría invisible detrás de un muro de sombra. Recordó a otros imbéciles que él y ella habían estudiado, un estudio realizado con una especie de deleitosa y entusiasta repugnancia. Hombres que se emborrachaban de cerveza en cenagosos bares, sustituido satisfactoriamente el proceso de las ideas por una música de radio de tonos porcinos. Asesinos. El respeto que suscita un magnate de los negocios en su pueblo natal. Críticos literarios encomiando los libros de sus amigos o partidarios. Farceursflaubertianos. Hermandades, órdenes místicas. Gente a la que divierten los animales amaestrados. Miembros de clubs de lectores. Todos los que existen porque no piensan, refutando así el cartesianismo. El próspero campesino. El político floreciente. Los parientes de ella —su horrible familia carente de humor. De pronto, con la intensidad de una de esas visiones que preceden al sueño o de la imagen de una dama vestida de blanco sobre un cristal opaco, ella cruzó por su retina, en silueta, llevando algo —un libro, un bebé, o simplemente dejando secar la pintura cereza de sus uñas—, y el muro se disolvió, y volvió a fluir el torrente. Krug se detuvo, tratando de dominarse, con la palma de su mano desnuda apoyada en el parapeto, como antaño solían hacerse retratar los hombres de levita distinguidos, imitando los retratos de los viejos maestros —con un libro en la mano, o con ésta apoyada en el respaldo de una silla o en una esfera—; pero, en cuanto sonó el chasquido de la cámara, todo empezó a moverse de nuevo, a bullir, y él siguió andando, a sacudidas, porque los sollozos agitaban su alma desnuda. Las luces del otro lado se iban acercando en un estremecimiento de círculos concéntricos, iridiscentes y punzantes, encogiéndose de nuevo en un borroso resplandor cuando uno pestañeaba y dilatándose de un modo extraño inmediatamente después. Él era un hombre alto y pesado. Sentía una íntima conexión con la negra agua de laca, que subía y bajaba y lamía los arcos de piedra del puente.

Ahora, se detuvo de nuevo. Toquemos esto y miremos aquello. A la pálida luz (¿de la luna?, ¿de sus lágrimas?, ¿de los pocos faroles que los padres de la ciudad habían encendido por un mecánico sentimiento del deber?), su mano encontró cierto dibujo tosco: un surco en la piedra del parapeto y un nudo y un agujero con alguna humedad en su interior —todo ello enormemente ampliado, como lo están los 30.000 pozos de la corteza de la plástica luna en las grandes y brillantes fotos que el orgulloso selenó-grafo muestra a su joven esposa. En esta noche particular, precisamente después de que hubiesen intentado entregarme el bolso de ella, su peine, su boquilla, encontraba yo y tocaba esto —una combinación selecta, detalles del bajorrelieve. Nunca había tocado este nudo particular antes de ahora, y nunca volvería a encontrarlo. Este momento de contacto consciente contiene una gota de consuelo. El freno de emergencia del tiempo. Sea cual fuere el momento presente, yo lo he detenido. Demasiado tarde. En el curso dé nuestros, veamos, doce años y tres meses de vida en común, habría tenido que inmovilizar, por este sencillo método, millones de momentos, pagando quizá terribles multas, pero deteniendo el tren. Bueno, ¿por qué lo hiciste?, podría haber preguntado el boquiabierto maquinista. Porque me gustaba el panorama. Porque quería esos veloces árboles y el camino que serpentea entre ellos. Pisándole su cola fugaz. Lo que le había ocurrido a ella tal vez no habría pasado, si yo hubiese estado acostumbrado a parar este o aquel trozo de nuestra vida común, profilácticamente, proféticamente, dejando que este o aquel momento descansasen y respirasen en paz. Domeñando el tiempo. Dando una tregua a su pulso. Bombeando vida, vida —nuestro paciente.

Krug —pues todavía era él— siguió caminando, con la impresión del tosco dibujo hormigueando aún y pegándose al pulpejo de su dedo pulgar. Este extremo del puente estaba más iluminado. Los soldados que le dieron el alto parecían más animados, mejor afeitados, y llevaban uniformes más limpios. También estaban allí en mayor número, y habían dado el alto a más transeúntes nocturnos: dos viejos con sus bicicletas y uno al que habría podido llamarse un caballero (levantado el cuello de terciopelo del gabán y metidas las manos en los bolsillos) con su chica, una desaliñada ave del paraíso.