«Paisajes todavía no contaminados por la poesía convencional, y darle una palmada en la espalda a la vida, esa concienzuda desconocida, y decirle que descanse.» Él había escrito esto al regresar, y Olga, con maliciosa satisfacción, había pegado en un álbum de tafilete las alusiones indígenas al pensador más original de nuestros tiempos. Ember evocó su amplio ser (de Olga), sus treinta y siete espléndidos años, los brillantes cabellos, los gordezuelos labios, el firme mentón que tan bien se avenía con los tonos bajos y airulladores de su voz —tenía ella algo de ventrílocuo, un continuo soliloquio que seguía, bajo una sombra de saucedal, los meandros de su verdadero discurso. Veía a Krug, el grave y casposo maestro, sentado allí, con una sonrisa satisfecha y taimada en su rostro grande y moreno (que recordaba el de Beethoven en la correlación general de sus ásperas facciones) —sí, recostado en el viejo sillón de color de rosa, mientras Olga hacía alegremente el gasto de la conversación—, y con qué viveza recordaba la manera que tenía ella de hacer que la frase saltase u ondulase entre los tres rápidos bocados propinados al pastel de pasas que tenía en la mano, y la viva y triple pasada de su mano gordezuela sobre la de pronto estirada falda, para sacudir las migas, mientras continuaba su relato. Casi extravagantemente sana, una verdadera radabarbara (guapa moza): los ojos grandes y radiantes, la encendida mejilla, sobre la que apoyaba el fresco dorso de su mano, la frente blanca y brillante, con una blanca cicatriz —consecuencia de un accidente de automóvil en las sombrías montañas de Lagodan, de legendaria memoria. Ember no veía cómo podría uno librarse del recuerdo de aquella vida, de la insurrección de una viudez semejante. Con sus pies menudos y sus amplias caderas, con su habla infantil y su pecho de matrona, con su brillante ingenio y los torrentes de lágrimas que vertió aquella noche por la destrozada y gimiente cierva que se arrojó contra los cegadores faros del coche, mientras ella sangraba también; con todas estas y otras muchas cosas que Ember sabía que no podía saber, yacería ahora —un puñado de polvo azul— en su frío columbario.

Había sentido por ella un enorme cariño, y quería a Krug con la misma pasión que siente el grande, zalamero y boquihendido sabueso por el cazador de botas altas que ahuma la marisma mientras él se inclina sobre la roja fogata. Krug sabía apuntar a la bandada de los más populares y sublimes pensamientos humanos y derribar cada vez un pato salvaje. Pero no podía matar a la muerte.

Ember vaciló; después, marcó rápidamente el número. La línea estaba ocupada. Aquella serie de pequeños zumbidos en forma de palo parecía la larga hilera de superpuestas en un índice de las primeras líneas de una antología de versos. Yo soy un lago. Yo soy una lengua. Yo soy un espíritu. Yo tengo fiebre. Yo no soy codicioso. Yo soy el Caballero Negro. Yo soy la antorcha. Yo me levanto. Yo pregunto. Yo subo a la colina. Yo vengo. Yo sueño. Yo envidio. Yo encuentro. Yo oigo. Yo quise escribir una oda. Yo sé. Yo amo. Yo no debo afligirme, mi amor. Yo nunca. Yo jadeo. Yo recuerdo. Yo te vi una vez. Yo viajé. Yo rondé. Yo quiero. Yo quiero. Yo quiero. Yo quiero.

Pensó en salir a echar su carta al correo, cosa que no debe hacer un solterón a las once de la noche. Confió en haber tomado la tableta de aspirina a tiempo de cortar de raíz su resfriado. La inacabada traducción de sus versos predilectos en la obra más importante de Shakespeare:

follow the perttaunt jauncing 'neath the rock with her pale skeins-mate

acudió tentadora a su mente; pero las sílabas no podían cuadrar, porque, en su lengua natal, la palabra «rack» era anapéstica. Como hacer pasar un piano grande por una puerta. Había que desmontarla. O doblar la esquina del verso siguiente. Pero la litera estaba tomada, la mesa estaba reservada, la línea estaba ocupada.

Ahora ya no lo estaba.

—Pensé que tal vez te gustaría que fuese a tu casa. Podríamos jugar al ajedrez o algo por el estilo. Bueno, dime francamente si...

—Me gustaría —dijo Krug—. Pero he recibido una llamada inesperada de... bueno, una llamada inesperada. Quieren que vaya inmediatamente. Dicen que es una sesión urgente..., yo no sé..., importante, dicen. Una lata, desde luego; pero, como no puedo trabajar ni dormir, pensé que podría ir.

—¿Tuviste alguna dificultad para llegar a casa esta noche?

—Temo que estaba borracho. Rompí mis gafas. Van a mandar...

—¿Se trata de aquello a que aludiste el otro día?

—No. Sí. No... No me acuerdo. Ce sont mes collegues et le vieux et tout le trimbala. Van a mandar un coche a buscarme dentro de unos minutos.

—Comprendo. ¿Crees que...?

—Irás al hospital lo más pronto posible, ¿verdad? A las nueve, a las ocho, incluso antes...

—Sí, desde luego.

—Le he dicho a la doncella..., tal vez tú podrías cuidar del asunto..., le he dicho que...

Krug jadeaba terriblemente, no pudo terminar, colgó de golpe el receptor. Reinaba en su estudio un frío desacostumbrado. Todos tan ciegos y llenos de polvo, y colgados tan altos sobre las estanterías, que apenas si podía distinguir la agrietada tez de una cara vuelta hacia arriba bajo un halo rudimentario o los dientes de sierra de una túnica de mártir que parecía de pergamino y se disolvía en una triste negrura. Sobre una mesa de juego de un rincón, había montones de volúmenes sin encuadernar de la Revue de Psychologie, comprados de segunda mano, pasando del avinagrado 1879 al rollizo 1880, con sus cubiertas como hojas muertas, gastadas o arrugadas en los bordes y casi cortadas por el cruzado cordel que, abriéndose camino, roía el cuerpo polvoriento. Resultados del pacto de no sacudir jamás el polvo, de no deshacer la estancia. Una cómoda y horrenda lámpara de pie, de bronce, con una pantalla de grueso cristal de un granate granujiento, con porciones de amatista espaciadas asimétricamente entre venas de bronce, había crecido hasta gran altura, como un enorme hierbajo, surgiendo de la vieja alfombra azul, junto al sofá rayado donde dormiría Krug esta noche. Una generación espontánea de cartas sin contestar, de reimpresiones, de boletines universitarios, de sobres destripados, de recortes de papel, de lápices en diversos grados de desarrollo, llenaba la mesa escritorio. Gregoire, un enorme ciervo volante de hierro forjado que había empleado su padre para quitarse, tirando del tacón (apresado ávidamente por las bruñidas mandíbulas), primero una de sus botas de montar, y después la otra, atisbaba, aborrecido, desde debajo del fleco de cuero de un sillón de cuero. La única cosa pura de la habitación era una copia de la Casa de Naipes, de Chardin, que ella había colocado un día sobre la repisa de la chimenea (para ozonizar tu horrible cubil, había dicho ella) —las conspicuas cartas, las caras coloradas, el adorable fondo castaño.

Recorrió el pasillo en sentido contrario, escuchó el rítmico silencio del cuarto del niño... Y Claudina salió una vez más de la habitación contigua. Él le dijo que iba a salir y le pidió que le hiciese la cama en el diván del estudio. Después, recogió el sombrero del suelo y bajó la escalera, para esperar el coche.