Se contuvo. Después de una cena sumamente difícil la noche pasada, se había prometido no volver a tocar un tema que el extraño viudo parecía evitar estoicamente.
—No —dijo Krug—. No. No voy a hacerlo ( ne do tovo) de momento. Es usted muy amable al preocuparse por mí ( obo mne) de esta manera; pero, realmente ( pravo), exagera el peligro. Desde luego ( koneshno), recordaré su sugerencia. No se hable más de esto ( bol'she). ¿Qué está haciendo David?
—Bueno, al menos, ya sabe lo que pienso ( po kralnet mere) —dijo Maximov, cogiendo la novela histórica que estaba leyendo al entrar Krug—. Pero todavía no hemos acabado con usted. Haré que Anna le hable también, tanto si le gusta como si no. Así, ella se sentirá mejor. Creo que David está con ella en el jardín de la cocina. Comeremos a la una.
La noche había sido tormentosa, palpitante y jadeante, con brutales torrentes de lluvia, y, en la rigidez de la fría y tranquila mañana, los empapados ásteres castaños aparecían en desorden, y gotas de azogue salpicaban las hojas de las coles purpúreas de penetrante olor, entre cuyas toscas nervaduras las larvas habían practicado feos agujeros. David, con aire soñador, estaba sentado en una carretilla que la menuda y anciana señora trataba de empujar sobre la fangosa arcilla del sendero.
— Ne mogoo!(no puedo) —exclamó, riendo y apartando de su sien un mechón de finos cabellos plateados.
Krug, sin mirarla, preguntó si no hacía demasiado frío para que el chico anduviese sin abrigo, y Anna Petrovna le contestó que el suéter blanco que llevaba era lo bastante grueso y confortable. Por alguna razón, Olga no había sentido nunca mucha simpatía por Anna Petrovna y su dulzura santurrona.
—Voy a llevarlo a dar un largo paseo —dijo Krug—. Ya debe estar usted harta de él. La comida es a la una, ¿no?
No importaba lo que dijese, ni las palabras que emplease; seguía eludiendo su noble y amable mirada, que sentía que no podría resistir, y escuchaba su propia voz emitiendo sonidos triviales en el silencio de un mundo encogido.
Ella se los quedó mirando, mientras padre e hijo se dirigían al camino cogidos de la mano. Silenciosa, jugueteando con las llaves y un dedal en los tirantes bolsillos de su negra blusa.
Racimos rotos de corales cenicientos de la montaña yacían aquí y allá en el camino de color de chocolate. Las bayas estaban arrugadas y sucias, pero aunque hubiesen estado limpias y jugosas, ciertamente no las habrían comido. La compota es otra cosa. No, dije yo: No. Probar es lo mismo que comer. Algunos de los arces del húmedo y silencioso bosque a través del cual serpenteaba el camino conservaban sus hojas pintadas, pero los abedules estaban completamente desnudos. David resbaló y, con gran presencia de ánimo, prolongó el resbalón para tener el placer de sentarse» en la pegajosa tierra. Levántate, levántate. Pero él siguió sentado allí otro momento, mirando hacia arriba con fingida estupefacción y ojos reidores. Tenía los cabellos húmedos y calientes. Levántate. Seguramente, todo esto es un sueño, pensó Krug: este silencio, la profunda ridículez de finales de otoño, a muchos kilómetros de casa. ¿Por qué estamos precisamente aquí? Un sol enfermizo trataba de nuevo de animar el blanco cielo: durante un segundo o dos, un par de sombras oscilantes, el fantasma K y el fantasma D, imitaron, caminando sobre sombríos zancos, la andadura humana, y después, se desvanecieron. Una botella vacía. Si quieres, dijo él, puedes coger esta botella skotónica y arrojarla con fuerza contra el tronco de un árbol. Estallará, con un bello ruido. Pero cayó intacta sobre las oxidadas olas de helechos, las cuales tuvo que vadear a fin de cuentas, porque aquello estaba demasiado húmedo para los inadecuados zapatos que llevaba David. Prueba otra vez. Tampoco se rompió. Está bien, lo haré yo. Había un poste con un rótulo: Vedado de Caza. Lanzó violentamente contra él la verde botella de vodka. Era un hombre corpulento. David se echó atrás. La botella estalló como una estrella.
Ahora salieron a campo abierto. ¿Quién era aquel haragán sentado en una valla? Llevaba botas altas y gorro en punta, pero no parecía un campesino. Sonrió y dijo: «Buenos días, profesor.» «Buenos días», le respondió Krug, sin detenerse. Posiblemente era uno de los hombres que suministraba bayas y piezas de caza a los Maximov.
Las dachas a la derecha del camino estaban casi todas abandonadas. Sin embargo, aquí y allá, persistían algunos restos de la vida en tiempo de vacaciones. Delante de uno de los portales, se hallaban o yacían un baúl negro con asas de metal, un par de fardos y una bicicleta de desolado aspecto y con correas en los pedales, esperando algún medio de transporte, mientras un niño vestido con ropas de ciudad se mecía por última vez en un triste columpio instalado entre los troncos de dos pinos que habían visto tiempos mejores. Un poco más lejos, dos mujeres de edad y de cara llorosa estaban enterrando un perro, misericordiosamente muerto, junto con una vieja bola de croquet que mostraba las señales de sus alegres y jóvenes dientes. En otro jardín, un hombre a lo Walt Withman, de barba blanca y traje de cazador, estaba sentado ante un caballete, y, aunque eran las once menos cuarto de una mañana como otra cualquiera, una cenicienta puesta de sol manchada de rojo se extendía sobre la tela, mientras el hombre añadía unos árboles y otros varios detalles que el crepúsculo del día anterior le había impedido completar. En un banco de un bosquecillo de pinos, a la izquierda, una muchacha de erguida espalda hablaba apresuradamente (represalia... bombas... cobardes... oh, Phokus si yo fuese hombre...) con ademanes nerviosos y rostro perplejo y desalentado a un estudiante de gorro azul que permanecía sentado y cabizbajo, hurgando trozos de papel, billetes de autobús, hojas de pino, un ojo de muñeca o de pescado, y el blando suelo, con la punta del fino y perfectamente enrollado paraguas de su pálida compañera. Pero, aparte de esto, el ayer alegre lugar de vacaciones aparecía abandonado, las ventanas estaban cerradas, un maltrecho cochecillo de niño yacía volcado en una zanja, y los palos del telégrafo, esos haraganes mancos, zumbaban tristemente y al unísono con la sangre que latía en la cabeza de uno.
El camino descendió ligeramente, y apareció el pueblo, con un bosque neblinoso a un lado y el Lago Malheur al otro. Los carteles de que había hablado el lechero daban un toque delicioso de civilización y de madurez cívica al humilde caserío acurrucado debajo de sus musgosos y bajos tejados. Varias lugareñas flacas y huesudas, y sus panzudos hijos, se habían reunido frente al Ayuntamiento, que estaba siendo lindamente adornado para las próximas festividades; y, desde las ventanas de la oficina de Correos, a la izquierda, y del cuartelillo de Policía, a la derecha, los uniformados funcionarios seguían los progresos de aquel trabajo con ojos entendidos y llenos de dichosa anticipación. De pronto, con un ruido parecido al llanto de un recién nacido, sonó un altavoz de radio que acababan de instalar y que, bruscamente, enmudeció de nuevo.
—Allí hay juguetes —observó David, señalando, al otro lado del camino, una tienda pequeña pero ecléctica, donde había de todo, desde golosinas hasta botas rusas de fieltro.
—Está bien —dijo Krug—. Vamos a ver lo que hay.
Pero, en el momento en que el impaciente niño empezaba a cruzar solo la carretera, apareció un automóvil negro que venía a toda velocidad, de la dirección de la carretera principal del distrito, y Krug, lanzándose hacia delante, agarró a David y le hizo retroceder, mientras el coche negro pasaba rugiendo y dejando en su ruidosa estela el cuerpo aplastado de una gallina.