Skotoma se había recreado en su tiempo en el aspecto económico de Etermon; Paduk copió deliberadamente la imagen de Etermon en su aspecto sartórico. Llevaba el mismo cuello alto de celuloide, los famosos brazales en las mangas de la camisa y el caro calzado..., pues los únicos lujos que se permitía el Señor Etermon se referían a partes lo más alejadas posible del centro anatómico de su ser: resplandecientes zapatos, lustrosos cabellos. Con el renuente consentimiento de su padre, Paduk pudo hacer que la cima azulada de su cráneo luciese el cabello suficiente para darle cierto parecido a la atildada testa de Etermon, y los puños lavables de Etermon, con gemelos como estrellas, fueron adaptados a las débiles muñecas de Paduk. Aunque, en años sucesivos, no se continuó, deliberadamente, esta adaptación mimética (aunque, por otra parte, este estilo Etermon se interrumpiese en definitiva, y pareció después completamente atípico, al ser considerado en un período distinto de la moda), Paduk no logró nunca librarse de esta pulcritud rígida y superficial; se sabía que compartía las opiniones de un médico, perteneciente al partido ekwilista, que afirmaba que el hombre que mantenía escrupulosamente limpia su ropa podía, y debía, limitar sus abluciones diarias a lavarse la cara, las orejas y las manos. A lo largo de todas sus recientes aventuras, en todos los lugares y en todas las circunstancias, en los sombríos cuartos reservados de los cafés suburbanos, en las míseras oficinas donde se confeccionaba alguno de sus obstinados periódicos, en cuarteles, en salones públicos, en los bosques y los montes donde se escondía con un puñado de soldados descalzos y ojos enrojecidos, y en el palacio, donde, por un inverosímil antojo de la historia local, se halló investido de un poder mayor que el ejercido jamás por cualquier caudillo nacional, Paduk conservó siempre algo del difunto Señor Etermon, una especie de perfil de historieta, un aspecto de envoltura de celofán resquebrajada y sucia, a través de la cual podía advertirse, empero, un tornillo recién salido de la fábrica, un pedazo de cuerda, un cuchillo oxidado y una muestra del más sensible de los órganos humanos, ligados con sus raíces llenas de sangre cuajada.

En el aula donde se celebraban los exámenes finales, el joven Paduk, con sus relucientes cabellos parecidos a una peluca demasiado pequeña para su cráneo afeitado, se sentaba entre Brun el Mono y un engomado muñeco que representaba al ausente. Adam Krug, envuelto en una bata de color castaño, estaba sentado inmediatamente detrás. Alguien, situado a su izquierda, le pidió que pasase un libro a la familia de su vecino de la derecha, y así lo hizo. Entonces advirtió que el libro era en realidad una cajita de palisandro modelada y pintada de manera que parecía un libro de versos, y Krug comprendió que contenía algunos comentarios secretos que servirían de ayuda a la mente de un estudiante mal preparado y presa de pánico. Krug lamentó no haber abierto la caja o libro al pasar por sus manos. El tema a tratar era una tarde con Mallarmé, un tío de su madre, pero la única parte que podía recordar parecía ser le sanglot dont j'étais encore ivre.

Todo el mundo estaba escribiendo con gran aplicación, y una mosca muy negra, preparada especialmente por Schimpffer para la ocasión, sumergiéndola en tinta china, se paseaba por la parte afeitada de la cabeza de Paduk, inclinada sobre su labor. Dejó una mancha cerca de su rosada oreja y una coma negra sobre el brillante y blanco cuello de su camisa. Un par de maestros —el cuñado de ella y el profesor de Matemáticas— estaban muy ocupados disponiendo tras cortina algo que sería una demostración del próximo tema a comentar. Tenían algo de mozos de escenario o de empresarios de pompas fúnebres, pero Krug no podía verles bien por culpa de la cabeza de el Sapo. Paduk y todos los demás escribían sin parar, pero el fracaso de Krug fue completo, un tremendo y odioso desastre, porque se había convertido en un anciano, en vez de aprender los sencillos pero ahora inalcanzables pasajes que ellos, simples muchachos, se habían aprendido de memoria. Afectadamente, sin ruido, Paduk abandonó su asiento para llevar su escrito al examinador, tropezó con un pie que estiró Schimpffer y, a través del hueco que dejó, Krug pudo ver claramente el croquis del tema siguiente. Éste estaba a punto para su exposición, pero las cortinas seguían corridas. Krug encontró un pedazo de papel en blanco y se dispuso a escribir sus impresiones. Los dos profesores descorrieron las cortinas, y apareció Olga, sentada ante el espejo y quitándose las joyas después del baile. Todavía envuelta en terciopelo rojo de cereza, echados hacia atrás y levantados como alas sus firmes y brillantes codos, había empezado a desabrochar, sobre la nuca, su resplandeciente collar de perro. Él sabía que se soltaría junto con sus vértebras —que, en realidad, era el cristal de sus vértebras— y experimentó una angustiosa sensación de incongruencia, al pensar que todos los que se hallaban en la estancia observarían y consignarían por escrito su inevitable, lastimosa e inocente desintegración. Hubo un destello, un chasquido: ella se quitó con ambas manos la hermosa cabeza y, sin mirarla, cuidadosamente, con mucho cuidado, esbozando una débil sonrisa de divertida recordación (¿quién habría dicho en el baile que las verdaderas joyas habían sido empeñadas?), colocó la hermosa imitación sobre el estante de mármol de su tocador. Entonces, comprendió él que todo lo demás se desprendería también: los anillos junto con los dedos, las zapatillas de bronce junto con los dedos de los pies, los senos con la blonda que los envolvía... Su compasión y su vergüenza alcanzaron el punto culminante, y, con el último movimiento de la alta y fría stripteaser, que recorría el escenario con pasos de felino, Krug se despertó con un terrible sobresalto.

CAPITULO VI

«Nos conocimos ayer —dijo la habitación—. Soy el dormitorio de los huéspedes en la dacha (casa de campo, cottage) de Maximov. Hay molinos de viento en el papel de las paredes.» «Es verdad», respondió Krug. En algún lugar de aquella casa de delgadas paredes y olor a pino, crepitaba agradablemente una estufa y David hablaba con voz cantarína, probablemente respondiendo a Ana Petrovna, sin duda desayunando con ella en la habitación contigua.

Teóricamente, no hay ninguna prueba absoluta de que el hecho de despertarse por la mañana (de encontrarse uno mismo montado de nuevo sobre la silla de su propia personalidad) no sea, en verdad, un acontecimiento sin precedentes, un nacimiento perfectamente original. Un día, Ember y él habían discutido la posibilidad de haber inventado in toto las obras de William Shakespeare, gastando millones y millones en el engaño, sobornando a innumerables editores y libreros y a los habitantes de Strat-ford-on-Avon, ya que, para explicar todas las referencias al poeta durante tres siglos de civilización, había que presumir que estas referencias eran espurias interpolaciones hechas por los inventores en obras reales que habían reeditado; cierto que persistía aquí una dificultad, una enojosa pega, pero tal vez podría eliminarse también, de la misma manera que un problema de ajedrez preparado puede resolverse con la adición de un peón pasivo.

Lo mismo podía decirse de la propia existencia personal, vista retrospectivamente al despertar: el propio efecto retrospectivo es una ilusión bastante simple, no muy diferente de los valores pictóricos de profundidad y lejanía producidos por un pincel sobre una superficie plana; pero se necesita algo más que un pincel para crear la impresión de realidad compacta apoyada en un pasado plausible, de continuidad lógica, de recogida del hilo de la vida en el punto exacto en el que fue soltado. La sutileza del truco raya en lo maravilloso, considerando el inmenso número de detalles que hay que tener en cuenta, ordenados de manera que sugieran la acción de la memoria. Krug supo en seguida que su mujer había muerto; que él se había batido presurosamente en retirada hacia el campo, con su hijito, y que el paisaje encerrado en el marco de la ventana (árboles húmedos y desnudos, tierra parda, un cielo blanco, una colina con una granja en la lejanía) no era un simple cuadro de aquella región particular, sino que estaba también allí para decirle que David había levantado la persiana y salido de la habitación sin despertarle; para lo cual, casi con obsequiosa solicitud, una litera situada en el otro extremo del cuarto le mostraba con mudos ademanes —mira esto, y esto— todo lo necesario para convencerle de que un niño había dormido allí.