—Y repelente —añadió Krug.

Untó un bollo con mantequilla y procedió a contar los detalles de la reunión en la casa del presidente. Maximov permaneció también sentado, reflexionó un momento y, después, se inclinó sobre la mesa para asir una cesta de knakerbrod, la dejó junto al plato de Krug, y dijo:

—Quiero decirle algo. Cuando lo oiga, tal vez se enfadará y me llamará entremetido, pero me expondré a incurrir en sus reproches, porque el asunto es demasiado serio y no me importa que gruña o deje de gruñir. La, sobstvenno, uzhe vchera khotel(hubiese debido abordar el tema ayer), pero Anna pensó que estaba usted demasiado cansado. Sería una estupidez demorar más esta charla.

—Adelante —dijo Krug, dando un bocado y adelantando la cabeza al ver que iba a escurrirse la compota.

—Comprendo perfectamente su negativa a tener tratos con esa gente. Creo que yo habría actuado igual que usted. Ellos intentarán de nuevo hacerle firmar cosas, y usted volverá a negarse. Este punto ha quedado aclarado.

—Definitivamente —dijo Krug.

—Bien. Entonces, aclarado este punto, podemos deducir que otra cosa ha quedado clara. A saber: su posición bajo el nuevo régimen. Ésta adquiere un aspecto peculiar, y lo que yo deseo observar es que no parece usted darse cuenta del peligro de este aspecto. Dicho en otras palabras, en cuanto los ekwilistas pierdan toda esperanza de conseguir su colaboración, le detendrán.

—Tonterías —dijo Krug.

—Precisamente. Digamos que este hipotético suceso sea una perfecta tontería. Pero lo perfectamente tonto es parte natural y lógica del régimen de Paduk. Tiene usted que tomar esto en consideración, amigo mío: tiene que preparar alguna clase de defensa, por muy inverosímil que le parezca el peligro.

— Yer un dah(monsergas y tontería) —dijo Krug—. Seguirá lamiendo mi mano en la oscuridad. Soy invulnerable. Invulnerable: la rugiente ola ( volna) que hace rodar chinas y cascajos en su resaca. Nada puede pasarle a Krug la Roca. Las dos o tres grandes naciones (la pintada de azul en el mapa y la de color leonado) de las que mi Sapo espera el reconocimiento, créditos y todo lo que un país desgarrado por las balas puede esperar de un vecino zalamero..., estas naciones, digo, prescindirán simplemente de él, si me... molesta. ¿Es éste un buen gruñido?

—No lo es. Su concepto de la política práctica es romántico e infantil, y completamente falso. Podemos imaginar que le perdone a usted las ideas que expuso en sus anteriores obras. Podemos imaginar también que él tolere que una mentalidad sobresaliente exista en medio de una nación que, por su propia ley, debe ser tan vulgar como el más vulgar de sus ciudadanos. Mas, para imaginarnos estas cosas, tenemos que contar con un intento por su parte de sacar de usted alguna utilidad. Si nada resulta de esto, él dejará de preocuparse de la opinión en el extranjero, y, por otra parte, ningún Estado se preocupará por usted, si cree beneficioso tratar con este país.

—Las academias extranjeras protestarán. Ofrecerán sumas fabulosas, mi peso en Ra, para comprar mi libertad.

—Puede chancearse cuanto quiera, pero permítame que insistan, Adam: ¿qué piensa usted hacer? Porque supongo que no creerá que le permitirán dar conferencias o publicar sus obras o mantenerse en contacto con eruditos y editores extranjeros, ¿no es cierto?

—No lo creo. Je resterai coi.

—Mi francés es limitado —dijo secamente Maximov.

—Permaneceré doggo—dijo Krug (empezando a sentirse muy aburrido)—. A su debido tiempo, lo que pueda dejar de inteligente será ensamblado en algún libro. Francamente, no tengo preferencias por ninguna Universidad concreta. ¿Está David fuera de casa?

—Pero, mi querido amigo, ¡ellos no le dejarán tranquilo! Éste es el quid de la cuestión. Yo o cualquier otro ciudadano corriente podemos permanecer sentados tranquilamente; pero usted, no. Usted es una de las pocas celebridades que ha producido nuestro país en los tiempos modernos, y...

—¿Quiénes son los otros astros de esta misteriosa constelación? —preguntó Krug, cruzando las piernas e insertando cómodamente una mano entre el muslo y la rodilla.

—De acuerdo, es usted el único. Y por esta razón querrán que se muestre lo más activo posible. Harán cuanto puedan para que sea usted el pregonero de su manera de pensar. El estilo, la begonia (brillantez), serán de usted, naturalmente. Paduk se contentará con disponer el programa.

—Y yo permaneceré sordo y mudo. Realmente, mi querido amigo, todo esto es puro periodismo por su parte. Quiero que me dejen solo.

—¡Solo es la palabra que no debe pronunciar! —gritó Maximov, acalorándose—. ¡Usted no está solo! Tiene un hijo.

—Vamos, vamos —dijo Krug—, dejemos, por favor...

—No dejaremos nada. Ya le advertí que no haría caso de su irritación.

—Bueno, ¿qué quiere usted que haga? —preguntó Krug, suspirando y sirviéndose otra taza de café templado.

—Salga inmediatamente del país.

La estufa crepitó alegremente, y un reloj cuadrado, con dos azulejos pintados en su blanca cara de madera y sin cristal, desgranó los segundos con letras negritas. La ventana esbozó una sonrisa. Una débil infusión de sol se derramó sobre la colina lejana e hizo que se destacasen, con una especie de inútil distinción, la casita de campo y sus tres pinos en la vertiente de enfrente, que pareció acercarse y retroceder después, al extinguirse el pálido sol.

—No veo la necesidad de marcharme ahora mismo —dijo Krug—. Probablemente lo haré, si me fastidian demasiado; pero, de momento, el único movimiento que pienso hacer es un enroque largo con mi rey.

Maximov se levantó y, después, se sentó en otra silla.

—Ya veo que será muy difícil hacerle comprender su posición. Por favor, Adam, aguce su ingenio: ni hoy, ni mañana, ni en momento alguno, le permitirá Paduk marcharse al extranjero. Pero hoy puede escapar, como escaparon Berenz y Marbel y otros; mañana será imposible; las fronteras se están cerrando cada vez más herméticamente; cuando se decida usted, no quedará un solo intersticio.

—Entonces, ¿por qué no huye usted también? —gruñó Krug.

—Mi posición es algo diferente —respondió con calma Maximov—. Y, lo que es más, usted lo sabe. Anna y yo somos demasiado viejos... y, además, yo soy el tipo perfecto de hombre corriente y no constituyo ningún peligro para el Gobierno. Usted está sano como un toro, y todo lo suyo es delictivo.

—Aunque creyese prudente abandonar el país, no tengo la menor idea de cómo podría hacerlo.

—Vaya a ver a Turok... Él sabe, él le pondrá en contacto con las personas adecuadas. Le costará mucho dinero, pero puede pagarlo. Tampoco yo sé cómo se hace, pero sé que puede hacerse y que se ha hecho. Piense en la paz de un país civilizado, en las oportunidades de trabajo, de una buena enseñanza para su hijo. En sus actuales circunstancias...