—Fue una broma... No sé qué interés puede tener esto... Tomé los veinticinco rublos para devolverlos después.

—O sea que usted los tomó. Tengo entendido que todavía no los ha devuelto. ¿Me equivoco?

—Eso no tiene importancia —murmuró Rakitine—. Desde luego, los devolveré.

El presidente intervino una vez más, pero el defensor dijo que ya no tenía que hacer más preguntas al señor Rakitine. Éste se retiró cabizbajo. Su prestigio había sufrido un rudo golpe. Fetiukovitch le siguió con la mirada, como diciendo al público: «Ya vea ustedes el valor que tienen las palabras de los acusadores.»

Mitia, indignado por el desprecio con que Rakitine había hablado de Gruchegnka, le gritó desde el asiento:

—¡Bernard !

Y cuando el presidente le preguntó si tenía algo que decir, exclamó:

—¡Ese hombre venía a visitarme a la cárcel para sacarme dinero! ¡Es un miserable, un ateo! ¡Engañó al padre Zósimo!

Naturalmente, Mitia fue llamado al orden. Pero Rakitine se había hundido ya. Aunque por causas distintas, la declaración del capitán Snieguiriov no tuvo más éxito. Se presentó andrajoso y sucio, y embriagado, a pesar del reconocimiento previo y de las medidas que se habían tomado para evitar que bebiera. Cuando se le habló de la ofensa que le había inferido Mitia, no quiso contestar,

—Iliucha me lo ha prohibido —declaró—. ¡Que Dios perdone a ese hombre! Ya hallaré la recompensa en el cielo.

—¿Quién dice usted que le ha prohibido hablar?

—Iliucha, mi hijito. «¡Oh papá! ¡Cómo te ha humillado!» Esto lo dijo ya al borde de la tumba. Se ha muerto.

Dicho esto, el capitán prorrumpió en sollozos y cayó de rodillas a los pies del presidente. En seguida se lo llevaron, entre las risas del público. Así, tampoco este testigo produjo el efecto que esperaba el fiscal.

El abogado defensor siguió utilizando todos sus recursos y asombrando al auditorio con su conocimiento del asunto hasta en sus menores detalles. La declaración de Trifón Borisytch produjo profunda emoción, naturalmente desfavorable al acusado. Dijo que Mitia, en su primera visita a Mokroie, despilfarró lo menos tres mil rublos.

—Sólo entre los cíngaros repartió qué sé yo cuánto dinero. Y a los mendigos no les dio unos copecs, sino lo menos veinticinco rublos. Además, sabe Dios lo que le robarían. Imposible identificar a los ladrones, que, naturalmente, no pregonaron sus hazañas. Estaba rodeado de bribones, de personas sin conciencia. Y muchachas que en su vida habían tenido un céntimo tienen ahora el bolsillo lleno.

En una palabra, que se acordaba de todo a hizo una exposición detallada de los gastos de Mitia en su primera estancia en Mokroie. Esto destruyó la hipótesis de que sólo había gastado mil quinientos rublos y se había guardado en una bolsita los mil quinientos restantes.

—Vi los tres mil rublos en sus manos, los vi con mis propios ojos. Dmitri Fiodorovitch y yo nos conocíamos bien.

Sin intentar refutar al fondista en su declaración, Fetiukovitch le recordó que el cochero Timoteo y el campesino Akim se habían encontrado en el vestíbulo de su fonda un billete de cien rublos perdido por Mitia en su primer viaje a Mokroie. Dmitri estaba ebrio, y Akim y Timoteo le habían entregado el billete a él, a Trifón Borisytch, que les dio un rublo a cada uno.

—¿Devolvió usted esos cien rublos a Dmitri Karamazov? —preguntó el abogado.

Trifón Borisytch empezó por insinuar que no sabía nada de tal pérdida, pero una vez se hubo interrogado al cochero y al campesino, afirmó que había devuelto los cien rublos a Dmitri Fiodorovitch, como es propio de un hombre honrado, pero «que era muy probable que el señor Karamazov no lo recordara, ya que en aquellos momentos estaba embriagado». No obstante, como antes había negado el hallazgo de los cien rublos, su declaración de que los había devuelto fue acogida con desconfianza. Así, pues, uno de los testigos de cargo más temidos quedó eliminado.

Lo mismo sucedió a los polacos. Se presentaron con gran desenvoltura, afirmando que «habían servido a la Corona» y que «el panMitia les había ofrecido tres mil rublos a cambio de su honor». El panMusalowicz intercalaba en sus frases términos polacos y, al advertir que con ello se atraía la consideración del presidente y del fiscal, se enardeció y empezó a hablar en polaco. Pero Fetiukovitch lo cogió en sus propias redes. Trifón Borisytch fue llamado de nuevo a declarar y, tras una serie de vacilaciones y rodeos, reconoció que el panWrublewski había cambiado la baraja de la casa por otra de su propiedad y que el panMusalowicz, que era el banquero, hacía trampas. Esto fue confirmado por Kalganov, al que se interrogó seguidamente, y los panowiese retiraron avergonzados, entre las risas del público.

La misma suerte corrieron los demás testigos importantes de la acusación: Fetiukovitch consiguió desacreditarlos a todos sacando a relucir sus faltas. Despertó la admiración tanto en los profesionales de la ciencia jurídica como en los simples aficionados, aunque unos y otros se preguntaban qué provecho podría obtener de semejante táctica, ya que la culpa del acusado aparecía con creciente evidencia. Pero el tono en que hablaba el «mago del foro» denotaba una calma y una seguridad en sí mismo que hacían esperar algo. No se concebía que hubiera hecho el viaje desde Petersburgo por nada y que se resignara a regresar sin ningún resultado positivo.

CAPÍTULO III

El peritaje médico y una libra de avellanas

El informe de los peritos médicos no fue favorable al acusado. Pero se veía claramente que Fetiukovitch no había depositado en él la menor esperanza. Este peritaje se verificó únicamente por haberlo solicitado Catalina Ivanovna, que había traído de Moscú a un médico eminente. La defensa, si bien no esperaba nada de este informe, también sabía que nada podía perder.

El desacuerdo entre los médicos motivó un incidente cómico. Los peritos eran el famoso especialista de que hemos hablado; el doctor Herzenstube, que ejercía en nuestra localidad, y el joven Varvinski. Los dos últimos estaban, además, citados como testigos por el fiscal. Primero se llamó al doctor Herzenstube, septuagenario canoso y casi calvo, de mediana estatura y robusta constitución. Era un hombre de conciencia, que gozaba de la estimación general, un corazón excelente, una especie de hermano moravo. Hacía mucho tiempo que vivía en nuestra ciudad. Era persona austera e inclinada a la filantropía. Visitaba a los pobres y a los campesinos en sus chozas, y no sólo no les cobraba nada, sino que les daba dinero para medicinas. En cambio, era testarudo como una mula: cuando se aferraba a una idea, no había medio humano de hacerle renunciar a ella. En la ciudad se sabía que el famoso especialista llegado de Moscú hacía poco se había permitido hacer observaciones francamente molestas sobre la capacidad del doctor Herzenstube. Aunque el doctor de Moscú no cobraba menos de veinticinco rublos por visita, no pocos aprovecharon su estancia en nuestra localidad para consultarlo. Los consultantes eran clientes del doctor Herzenstube, y el renombrado especialista criticó ante ellos los métodos curativos del doctor local. Llegó al extremo de preguntar a los pacientes apenas aparecía: «¿Quién lo ha engañado? ¿Herzenstube? ¡Ja, ja!» Como es natural, Herzenstube se enteró de esto.