El presidente del tribunal era un hombre culto, humano, de espíritu abierto a las ideas más modernas. Toda su ambición se cifraba en que se le considerase como progresista. Estaba bien relacionado y era hombre rico. Pronto se advirtió que el caso Karamazov le interesaba vivamente, pero en líneas generales. Lo miraba como un fenómeno de nuestro régimen social, como una característica de la mentalidad rusa... El carácter particular del asunto, la personalidad de sus protagonistas, empezando por la del acusado, tenían para él un interés vago, abstracto..., cosa que, bien, mirado, tal vez convenía.

Desde mucho antes de comenzar la vista, la sala estaba repleta de público. Esta sala es la mejor de la localidad: la más espaciosa y bella, la de techo más alto y mejores condiciones acústicas. A la derecha de la plataforma del tribunal se habían colocado una mesa y dos hileras de sillas para el jurado. A la izquierda estaban los asientos del acusado y del defensor. En el centro, ante los jueces, había una mesa, en la que se exhibían los cuerpos del delito: la bata Blanca de seda, manchada de sangre, de Fiodor Pavlovitch; la mano de mortero de cobre, presunto instrumento del crimen; la camisa y la levita de Mitia, también manchadas de sangre, sobre todo la levita, en las proximidades del bolsillo en que Dmitri había guardado el pañuelo; este pañuelo, empapado de sangre que se había secado formando una costra; la pistola cargada por Mitia en casa de Perkhotine para suicidarse y que Trifón Borisytch le había quitado, sin que él se diera cuenta, en Mokroie; el sobre que había contenido los tres mil rublos destinados a Gruchegnka; la cinta rosa con que el sobre estuvo atado, y otros objetos que no puedo recordar. Más lejos, en el fondo de la sala, se habían colocado sillones para los testigos que debían quedarse después de declarar.

A las diez entró en la sala el tribunal, compuesto del presidente, un asesor y un juez de paz honorario. El fiscal, que no era sino nuestro procurador, llegó inmediatamente. El presidente era un hombre robusto, aunque de baja estatura. Tenía unos cincuenta años, congestionado el rostro y gris el cabello. Lucía varias condecoraciones. A todos les sorprendió la palidez del fiscal. Su cara era verdosa. A mí me pareció que había adelgazado súbitamente, pues lo había visto el día anterior.

El presidente preguntó al ujier si estaban presentes todos los jurados... Pero me es imposible continuar esta exposición minuciosa de los hechos, no sólo porque no recuerdo todos los detalles, sino también y principalmente porque no tengo tiempo ni espacio para hacer un relato detallado e integro. Diré solamente que la defensa y la acusación admitieron a casi todos los jurados. Éstos eran cuatro funcionarios, dos comerciantes y seis hombres más, entre campesinos y pequeños burgueses de nuestra localidad. Recuerdo que mucho tiempo antes de que se celebrase la vista, la formación del jurado se comentaba en las reuniones de sociedad y que, sobre todo las damas, decían: «Es inexplicable que un asunto de tanta complicación psicológica se someta a la resolución de simples funcionarios y personas de baja condición. ¿Qué criterio pueden tener?» Ciertamente, los cuatro funcionarios eran personas sin categoría y de edad madura —excepto uno—, poco conocidas en nuestra sociedad y que habían vegetado con un sueldo mezquino. Sin duda, tenían esposas viejas que no gustaban de exhibir y un enjambre de hijos que tal vez fueran descalzos. Su pasatiempo preferido eran los naipes, y jamás habían leído nada. Los dos comerciantes tenían aspecto de hombres sosegados, pero siempre estaban inmóviles y pensativos. Uno iba rasurado y vestido a la europea; el otro ostentaba una barba gris, y de su cuello pendía una medalla. Y no hablemos de los pequeños burgueses y campesinos de Skotoprigonievsk. Los primeros se parecían a los segundos y trabajaban tan rudamente como ellos. Dos de estos seis jurados iban vestidos a la europea, con lo que parecían más sucios y descuidados que los otros. De aquí que, al verlos, uno no pudiera menos de preguntarse: «¿Cómo pueden comprender esos hombres un asunto como éste?» Sin embargo, sus rígidos y huraños rostros tenían una expresión imponente.

Al fin, el presidente anunció el comienzo de la vista y ordenó que se introdujera en la sala al acusado. Se hizo un silencio tan profundo, que se habría podido oír el vuelo de una mosca. Mitia me produjo una impresión sumamente desfavorable. Se presentó como un dandy. Llevaba un traje nuevo, una camisa finísima y unos guantes flamantes. Después supe que, expresamente para esta ocasión, había encargado una levita nueva a un sastre de Moscú, a su sastre de siempre, que tenía sus medidas. Avanzó a largos pasos, el cuerpo rígido, mirando hacia enfrente, se sentó y permaneció inmóvil. Acto seguido apareció el defensor, el famoso Fetiukovitch. Un discreto murmullo recorrió la sala. Era un hombre alto y seco, de piernas delgadas, dedos largos y finos, cabello corto, cara lampiña, cuyos labios se torcían a veces en una sonrisa sarcástica. Aparentaba unos cuarenta años. Su rostro habría sido agradable si no lo hubieran afeado sus ojos, inexpresivos y demasiado juntos sobre la nariz, larga y delgada. En una palabra, una cara de pájaro. Iba de levita y corbata blanca. Recuerdo perfectamente el interrogatorio de identificación. Mitia contestó en voz tan alta, que sorprendió al presidente. Después se dio lectura a la lista de testigos y peritos. Faltaban cuatro: Miusov, que había regresado a Paris, pero cuya declaración figuraba en el expediente; la señora de Khokhlakov y el terrateniente Maximov, que estaban enfermos, y Smerdiakov, fallecido repentinamente, según informe de la policía. La noticia de la muerte de Smerdiakov produjo sensación, pues muchos ignoraban aún que se había suicidado. Lo que más sorprendió a todos fue la exclamación de Mitia cuando se reveló el fallecimiento del sirviente:

—¡Los perros mueren como perros!

El defensor lo hizo callar. El presidente le amenazó con tomar las más severas medidas si persistía en su actitud irrespetuosa. Mitia dijo varias veces a su abogado, aunque sin mostrar el menor arrepentimiento:

—No lo volveré a hacer. No he podido contenerme. Le aseguro que no lo volveré a hacer.

Este incidente no le favoreció a los ojos del público ni de los jurados. Era una muestra de su carácter. En este ambiente, el secretario empezó a leer el acta de acusación. Era muy concisa y se limitaba a exponer los principales cargos que pesaban sobre Dmitri. Sin embargo, a mí me impresionó profundamente. El secretario leyó con voz clara y sonora. A través del acta, la tragedia aparecía con todo su relieve, como si se proyectara sobre ella una luz implacable. Después el presidente preguntó a Mitia:

—¿Reconoce el acusado que es culpable?

Mitia se puso en pie.

—Reconozco que soy culpable de embriaguez, de disipación, de holgazanería —repuso, exaltado—. En el momento en que la adversidad se ensañó en mí estaba decidido a corregirme para siempre. Pero soy inocente de la muerte de ese viejo que era mi padre y mi enemigo. Tampoco le robé: soy incapaz de un acto semejante. Dmitri Fiodorovitch puede ser un libertino, pero no un ladrón.

Se sentó temblando. El presidente le dijo que debía limitarse a responder a las preguntas. Acto seguido se llamó a los testigos para que prestaran juramento, formalidad de la que se dispensó a los hermanos del acusado. Tras las exhortaciones del sacerdote y el presidente se hizo salir a los testigos. Ya se les iría llamando por turno.