Al recordar aquella cabeza ovoide, le vino de pronto a la mente el rostro afeitado y el rostro barbudo; entonces se detuvo.

—¡Un momento! ¿Cómo puede ser esto? —murmuró restregándose los ojos—. ¿Qué significa esto? ¿Qué estoy haciendo aquí, cruzado de brazos y perdiendo el tiempo con tonterías, si todo esto es un asunto macabro? ¿No será, en realidad, un doble?

El miedo se asomó a la habitación a través de las negras ventanas. Korotkov hizo lo posible por no mirarlas y bajó las persianas para ocultar su visión. Pero todo fue inútil. El doble rostro, que tan pronto se cubría con una barba como la perdía de repente, aparecía una y otra vez en los rincones de la habitación, con una luz verdosa brillando en sus ojos. Finalmente, no pudiendo soportarlo más y sintiendo que su cerebro iba a estallar por culpa de la tensión, Korotkov se echó a llorar débilmente.

Cuando ya hubo llorado lo suficiente y consiguió desahogarse, se comió unas patatas rancias que le habían sobrado del día anterior; después, recordando de nuevo el maldito enigma, lloró un poco más.

—¡Pero bueno! —murmuró—. ¿Se puede saber qué hago llorando si tengo vino?

Cogió una botella y se bebió la mitad de un trago. El suave líquido le hizo efecto en cinco minutos. Empezó a sentir un dolor agudo en la sien izquierda además de una sed ardiente y nauseabunda. Korotkov bebió tres vasos de agua. El dolor en la sien le hizo olvidarse por completo de Calzonov. Se quitó la ropa, puso los ojos en blanco con gesto abatido y se dejó caer en la cama. «Una aspirina...», murmuró una y otra vez durante un buen rato, antes de que un turbulento sueño se apoderase de él sin piedad.

7. El órgano y el gato

A las diez de la mañana del día siguiente. Korotkov hirvió el té a toda prisa, bebió sin ganas un cuarto de vaso y abandonó su habitación con la sensación de que le esperaba una jornada difícil y llena de tensiones. Cruzó a la carrera, en medio de la niebla, el patio asfaltado y húmedo. La inscripción «Vigilante» se destacaba en la puerta de una de las alas del edificio. Korotkov había alargado ya la mano para tocar el timbre cuando descubrió el siguiente aviso:

« Por defunción, no se expenden más certificados.»

—¡Oh, Dios mío! —exclamó contrariado—. ¿Cómo pueden ocurrirme tantas desgracias a cada paso? —Y añadió—: ¡Bueno! Me encargaré de los papeles más tarde; ahora, al SPIMAT. Habrá que ir a informarse de las novedades para ver qué me deparan. Quizá haya vuelto ya Tchékouchine.

Como le habían robado todo el dinero, Korotkov tuvo que ir andando hasta el SPIMAT. Tras atravesar el hall, dirigió sus pasos directamente hacia la secretaría. Se detuvo un instante en el umbral y se quedó con la boca abierta: no había una sola cara conocida en toda la sala de cristal. Ni Lemerle, ni Anna Evgrafovna; en una palabra; nadie. Había tres rubios rigurosamente idénticos, con el mentón afeitado y trajes a rombos gris claro, sentados tras las mesas. Aquellos ya no parecían cuervos sobre un cable eléctrico, sino tres halcones de Alexis Mikhailovitch. Había también una joven de ojos soñadores que llevaba pendientes de diamante. Los jóvenes no le prestaron la menor atención y continuaron cotorreando desde sus mesas. La mujer, sin embargo, le guiñó un ojo, y, ante la tímida sonrisa de Korotkov, le sonrió con aire altanero y volvió la cabeza. «Extraño», pensó el secretario, y abandonó la secretaría, dando un traspié en el umbral. Cuando llegó frente a su despacho, Korotkov tuvo un momento de vacilación y suspiró al contemplar la vieja y querida inscripción «Secretario». Después, abrió la puerta y entró. Los ojos de Korotkov se nublaron por un instante y el suelo osciló ligeramente bajo sus pies. Era Calzonov en persona quien estaba instalado en su mesa, con los codos sobre el tablero y raspando frenéticamente un papel. Unos mechones de pelo rizado y brillante ocultaban su pecho. A Korotkov se le cortó la respiración al contemplar aquel cráneo calvo inclinado sobre el tapete verde. Fue Calzonov el primero en romper el silencio.

—¿Qué tal le va por su sección, camarada? —musitó cortésmente, poniendo la voz en falsete. Korotkov se humedeció convulsivamente los labios, hinchó su estrecho pecho con un buen metro cúbico de aire y dijo con voz apenas perceptible:

—¡Ejem! Yo soy, camarada, el secretario de la casa... Es decir... Sí, claro, si recuerda la ordenanza.

La sorpresa transfiguró la mitad superior del rostro de Calzonov: sus claras cejas se elevaron y su frente se convirtió en un acordeón.

—Perdone —respondió con educación—, pero el secretario soy yo.

Un mutismo pasajero paralizó a Korotkov, que, poco después, se atrevió a pronunciar las siguientes palabras:

—Pero ¿cómo es posible? ¿Entonces, ayer...? ¡Ah, claro! Perdóneme, se lo ruego. Creo que he cometido un pequeño error. Disculpe.

Korotkov retrocedió unos pasos y salió del despacho.

Ya en el corredor, se dijo con voz ronca:

—¡Vamos a ver Korotkov, trata de recordar a qué día estamos hoy!

A lo que él mismo contestó:

—A martes; es decir, viernes. Mil novecientos. Entonces se volvió y descubrió que las dos bombillas del corredor proyectaban sus haces luminosos sobre una bola de marfil humana. La cara afeitada de Calzonov llenó todo su campo de visión.

—¡Vaya! —rugió el cubilete.

Korotkov sufrió un sobresalto.

—Al fin le encuentro. Menos mal. Encantado de conocerle.

Y, tras pronunciar estas palabras, el hombre se acercó a Korotkov y le estrechó la mano con tal fuerza que el secretario se puso de puntillas sobre un pie, como una cigüeña posada sobre un tejado.

—Ya he distribuido las tareas entre los miembros del personal —dijo Calzonov dándose importancia, y con palabras rápidas y entrecortadas—. He destinado a tres hombres ahí dentro —y añadió señalando la puerta de la secretaría—; y, por supuesto, a Marion. Usted será mi adjunto. A Calzonov le he nombrado secretario; y a todo el personal que había antes lo he mandado a paseo. Al estúpido de Pantaleón también. Dispongo de informaciones según las cuales era camarero de «La Rosa de los Alpes». Voy a acercarme al departamento. Entretanto, redacte con Calzonov un informe sobre toda esa buena gente, y en particular sobre ese, ¿cómo se llama ...? , sobre Korotkov. A propósito: usted tiene cierto parecido con ese canalla; aunque él tenía un ojo a la virulé.

—¿Yo? No es cierto —dijo Korotkov vacilante y con la mandíbula inferior colgando—. Yo no soy un canalla. Lo que ocurre es que me han robado los papeles. Todos sin excepción.

—¿Todos? —se sorprendió Calzonov—. No tiene importancia. Tanto mejor.

Después, cogió de la mano a Korotkov, que respiraba con dificultad, y tras recorrer a buen paso el corredor, le introdujo en el gabinete sagrado, le sentó en una silla de cuero con relleno y se sentó tras el escritorio. A Korotkov le parecía que el suelo seguía vacilando bajo sus pies. Entonces inclinó la cabeza y murmuró cerrando los ojos: