Y Dyrkine le ofreció desde el escritorio sus carnosas y tentadoras mejillas. Sin comprender muy bien lo que estaba sucediendo, Korotkov sonrió a través con aire enojado, cogió un candelabro por el pie y le asestó a Dyrkine un golpe en la cabeza con las velas. Se produjo un chasquido, y un hilo de sangre brotó de la nariz de Dyrkine y goteó sobre la mesa. El hombrecillo gritó: «¡Socorro!» y huyó por una puerta interior.

«¡Cu-cu!», cantó jubiloso el cuco de los bosques saliendo de un salto de su chalet policromado de Nuremberg, adosado a la pared.

—¡Ku klus klan! —volvió a cantar, transformándose en una cabeza calva—. ¡Tomaremos nota de cómo trata a los funcionarios!

A Korotkov le cegó la rabia, blandió el candelabro y descargó un golpe sobre el reloj de pared. El reloj respondió lanzando un gruñido seguido de un chorro de agujas de oro. Calzonov saltó fuera del reloj y se transformó en un gallo blanco que llevaba un letrero al cuello: «Documentos clasificados». Bajo esta forma abandonó la habitación. Los aullidos de Dyrkine pronto retumbaron tras la puerta interior.

—¡Atrapen a ese bandido!

Enseguida empezó a oírse por todas partes un rumor de pasos que se acercaban. Korotkov se dio media vuelta y salió disparado.

11. Cine de acción y el abismo

El gordo saltó a la cabina del ascensor, se protegió tras la puerta enrejada y desapareció en el abismo, mientras por la espaciosa y roída escalera se precipitaba un extraño desfile: en cabeza, la chistera negra del gordo; tras ella, el gallo blanco, seguido de un candelabro que pasó a un dedo de su blanca cabecita puntiaguda; y a continuación, Korotkov, el adolescente de dieciséis años con un revólver en la mano y algunas personas más, que golpeaban los peldaños con sus botas de hierro. La escalera gimió, retumbando con un tintinea de bronce, en media de los angustiados portazos que se producían en los rellanos.

Alguien se asomó desde el piso superior y gritó con un megáfono:

—¿Qué sección se está mudando? ¡Se han dejado una caja fuerte!

Una voz de mujer respondió desde abajo:

—¡Los ladrones!

Korotkov fue el primero en cruzar la inmensa puerta que conducía al exterior, después de adelantar a la chistera y al candelabro. Una vez fuera, aspiró una enorme bocanada de aire caliente y se lanzó a la calle. El gallo blanco desapareció bajo tierra dejando tras de sí un intenso olor a azufre. El halcón negro se tejió con hilos de aire y se puso a revolotear alrededor de Korotkov al tiempo que lanzaba un grito penetrante:

—¡Han agredido a los miembros de la corporación, camaradas!

Los transeúntes se apartaban al paso de Korotkov y se escondían en los portales. Las batas cortas brillaban al sol y desaparecían. Alguien azuzó frenéticamente a la gente contra él, gritando: «¡A por él, a por él!» Enseguida se multiplicaron los gritos roncos y angustiados: «¡Detenedle!» Los cierres metálicos cayeron con estrepitosa cadencia y un cojo, que estaba sentado en la vía del tranvía, chilló:

—¡Se ha escapado!

En ese momento, Korotkov empezó a escuchar detonaciones de armas de fuego tras él, rápidas y alegres, como petardos navideños, y las balas pasaron silbando a su lado y por encima de él. Resoplando como el fuelle de una fragua, Korotkov corrió hacia un edificio gigantesco de diez pisos, cuyo lateral daba a la calle y la fachada a un estrecho callejón. En la esquina había un letrero de cristal con la inscripción «Restaurant and Beer» que saltó hecho pedazos, y un cochero de cierta edad que pasaba por allí se apeó de la silla y se sentó en la calzada, mientras decía con voz desmayada:

—¡No está mal! ¿Qué pasa, muchachos? ¿Estáis tirando a lo loco?

Un hombre que salía del callejón intentó agarrar a Korotkov por el faldón del abrigo y se quedó con el faldón en las manos. Korotkov dobló la esquina de la calle, batió varias marcas con su carrera y desapareció en el espacio helado del hall. Un chico con galones y botones dorados salió rápidamente del ascensor y se puso a llorar.

—¡Suba, señor, suba! —dijo gimoteando—. ¡Pero no le haga nada a un pobre huérfano!

Korotkov se metió en la caja del ascensor, se sentó en el canapé verde, frente al otro Korotkov, y empezó a respirar como un pez en la arena. El chico entró hipando tras él, cerró la puerta, accionó el tirador y el ascensor se elevó. Enseguida empezaron a retumbar disparos abajo, en el hall, y las puertas giratorias se pusieron a dar vueltas sin cesar.

El ascensor subía con una lentitud exasperante. El muchacho, ya más tranquilo, se limpió la nariz con una mano y accionó el tirador con la otra.

—¿Te has llevado los cuartos, señor? —preguntó el chico con curiosidad, mirando fijamente a Korotkov, que estaba destrozado.

—He atacado... a Calzonov... —respondió Korotkov jadeante—, pero él acaba de pasar a la ofensiva...

—Lo mejor que puedes hacer, señor, es ir arriba del todo, donde están las salas de billar —le aconsejó el muchacho—. Allí te harás fuerte en el tejado y podrás resistir si consigues un máuser.

—¡Muy bien! ¡Arriba...! —aceptó Korotkov. Al cabo de un minuto, el ascensor se detuvo sin sacudidas. El chico abrió las enormes puertas y dijo, tras aspirar con la nariz:

—¡Baja, señor! ¡Píratelas al tejado!

Korotkov saltó al descansillo, miró a su alrededor y aguzó el oído. Se oía un zumbido que venía de abajo, que ascendía y subía de tono; a un lado, a través de una mampara de cristal, se escuchaba el entrechocar de bolas de marfil. Tras la mampara, aparecieron furtivamente unos rostros asustados. El muchacho corrió entonces hacia el ascensor, cerró la puerta y empezó a bajar.

Después de estudiar la situación con ojo de águila, Korotkov vaciló un segundo y, al grito marcial de «¡Adelante!», irrumpió en la sala de billar. Vio pasar velozmente a su lado los tapetes verdes con sus bolas blancas y brillantes y algunos rostros pálidos. Abajo se oyó un disparo, que retumbó junto a él produciendo un eco ensordecedor. En alguna parte se rompieron unos cristales con gran estruendo. Como sí obedecieran a una señal determinada, los jugadores tiraron desordenadamente sus tacos y se precipitaron en tromba sobre la puerta lateral, por donde salieron en fila india. Korotkov se puso nervioso: cerró la puerta tras ellos, echó el pestillo, atrancó ruidosamente la puerta de cristal de la entrada, que conducía de la escalera a la sala de billar, y, en un abrir y cerrar de ojos, se armó de bolas. Al cabo de unos segundos apareció una primera cabeza tras la cristalera, del lado del ascensor. Una bola salió disparada de la mano de Korotkov, atravesó silbando la cristalera y, al instante, la cabeza desapareció. Surgió un pálido resplandor y una segunda cabeza apareció en su lugar, y después una tercera. Las bolas volaron una tras otra y los cristales de la mampara estallaron sucesivamente. Un redoble seco retumbó por toda la escalera. Era una ametralladora, cuyo rugido venía a responderle con un estruendo tan ensordecedor como el de una máquina de coser Singer, haciendo estremecerse a todo el edificio. Los cristales y sus bastidores quedaron segados como con un cuchillo en la parte superior y la escayola se dispersó en forma de nube de polvo por toda la sala de billar.