—¡Que se vaya al diablo! —rugió el rubio—. ¡Al diablo! ¡Eh, las mecanógrafas!

Hizo una señal con su enorme mano y la pared se desplomó ante los ojos de Korotkov; treinta máquinas de escribir, colocadas en sus respectivas mesas, hicieron sonar los timbres y se pusieron a tocar un foxtrot. Una treintena de mujeres, meneando el trasero, balanceando voluptuosamente los hombros y lanzando oleadas de espuma blanca con sus piernas color crema, se pusieron en movimiento e iniciaron el desfile inaugural, después de dar la vuelta a las mesas.

Serpientes de papel blanco surgieron de las fauces de las máquinas de escribir y empezaron a enrollarse, cortarse y unirse. Entonces apareció un pantalón blanco con tiras violetas. «El portador de la presente es realmente un portador y no un golfo.»

—¡Póntelo! —tronó el rubio en medio de la niebla.

—¡Brrr! —lloriqueó Korotkov con voz agridulce, y se golpeó la cabeza con la esquina de la mesa del rubio. Por un momento sintió cierto alivio en la cabeza y poco después vio una cara bañada en lágrimas que se agitaba ante él.

—¡Valeriana! —gritó alguien desde el techo.

El halcón peregrino, como un pájaro negro, oscureció la luz y el viejecillo murmuró con ansiedad:

—Ahora sólo hay una posibilidad de salvación: hay que ir a buscar a Dyrkine a la sección quinta. ¡Fuera todo el mundo! ¡Rápido!

Se difundió un olor a éter y unas manos llevaron a Korotkov con mucha delicadeza hasta el oscuro corredor. El halcón le abrazó y le arrastró, mientras le susurraba con voz burlona:

—¡Vaya, vaya! Parece que se han tragado el anzuelo: con lo que les he dejado sobre la mesa, ninguno de ellos tardará menos de cinco años en encontrarle, a pesar de la retirada de las tropas del campo de batalla. ¡Largo de aquí! ¡Rápido!

El halcón se alejó con un batir de alas. Un viento húmedo sopló a través de la rejilla del ascensor que se hundía en el abismo.

10. El terrible Dyrkine

La cabina de hielo empezó a descender y dos Korotkov se fueron hasta el fondo. El Korotkov principal, el número uno, olvidó al Korotkov número dos en el hielo de la cabina y salió solo al fresco hall. Un hombre muy gordo y colorado, que llevaba sombrero de copa, recibió a Korotkov con estas palabras:

—Vaya, esto sí que es bueno. ¡Muy bien, queda detenido!

—No me pueden detener —respondió Korotkov estallando en una risa satánica—, porque nadie sabe quién soy yo. ¡Así es! No pueden detenerme ni casarme. Y no pienso ir a Poltava.

El hombre gordo tembló de miedo, miró a los ojos a Korotkov y retrocedió.

—¡Intente detenerme! —chilló Korotkov, sacándole al gordo la lengua blanca que olía a valeriana—. ¿Cómo vas a detenerme, si en lugar de papeles tengo... nada? A lo mejor soy Hohenzollen 2.

—¡Dios mío! —murmuró el gordo santiguándose con mano temblorosa y pasando del colorado al amarillo.

—¿No habrá visto por casualidad a Calzonov? —preguntó Korotkov con voz nerviosa, mientras miraba a su alrededor—. ¡Contesta, gordo repleto de sopa!

—En absoluto —respondió el gordo, alterando su tono colorado por el gris.

—Entonces ¿qué puedo hacer, eh?

—Debe hablar con Dyrkine, está claro —dijo rápidamente el gordo—. Eso es: hay que ver a Dyrkine, es lo mejor. Aunque es un hombre terrible y nadie tiene el menor interés en toparse con él. Ya ha despedido a dos peces gordos. Hace un momento acaba de destrozar el teléfono.

—¡No importa! —respondió Korotkov, y escupió con energía—. Ahora ya todo nos da igual. ¡Vamos arriba!

—Tenga cuidado, no vaya a golpearse la pierna, camarada plenipotenciario —dijo amablemente el gordo, haciendo subir a Korotkov al ascensor.

En el piso superior se tropezaron con un muchacho de dieciséis años que gritó con una horrible voz:

—¿Adónde vas? ¡Detente!

—No me fastidies, niño: ¡di «señor»! —dijo el gordo, encogiéndose y cubriéndose la cabeza con las manos—. Desea ver a Dyrkine en persona.

—¡Adelante! —voceó el muchacho.

Y el gordo murmuró:

—Entre, su excelencia. Yo le esperaré aquí, en el banco. Tengo un extraño temor...

Korotkov penetró en un oscuro vestíbulo, y después en una sala vacía cubierta con una alfombra azul claro muy gastada. Se detuvo ante una puerta que tenía inscrito el nombre de Dyrkine y vaciló un instante; pero enseguida la abrió y se encontró en un gabinete agradablemente amueblado, con un inmenso escritorio color frambuesa y un reloj de péndulo en la pared. Dyrkine, un hombre pequeño y rechoncho, saltó como un resorte tras su escritorio y vociferó alzando el mostacho: «¡Silencio!», aunque Korotkov aún no había pronunciado una sola palabra.

En ese instante apareció en el gabinete un adolescente pálido con una cartera en la mano. El rostro de Dyrkine se llenó al momento de pequeñas arrugas sonrientes.

—¡Ah! —exclamó con voz empalagosa—. Arthur Arthur’itch. ¡A sus órdenes!

—Escucha, Dyrkine —dijo el adolescente con voz metálica—. ¿Eres tú quien ha escrito a Pozyriov que al parecer yo había establecido mi dictadura personal en la caja de pensiones y que me había quedado con el dinero de las pensiones del mes de mayo? ¿Has sido tú? ¡Responde, canalla innoble!

—¿Yo...? —farfulló Dyrkine; y el terrible Dyrkine se transformó por arte de magia en el buenazo de Dyrkine—. Yo, Arthur Dictadur’itch... Puede estar seguro de que yo... Está en un error...

—¡Ah, canalla, canalla! —dijo el adolescente recalcando las palabras.

El recién llegado sacudió la cabeza, levantó la cartera y le propinó a Dyrkine un golpe en la oreja, como quien pone una torta en un plato.

Korotkov soltó un «¡ay!» maquinal y se quedó petrificado.

—Tú también tendrás tu merecido, como todos los granujas que se atreven a meter las narices en mis asuntos —dijo el adolescente con una voz terrorífica.

Después, abandonó el gabinete, tras amenazar a Korotkov con un puño rojo, a modo de adiós.

Durante dos minutos reinó el más absoluto silencio en el despacho— Sólo se oía el tintinear de los colgantes de los candelabros al paso de algún camión.

—Ya ve, joven —dijo el bueno de Dyrkine, humillado y con una amarga sonrisa—, ya ve cómo le agradecen a uno sus sacrificios. Uno no duerme de noche, no come cuando tiene hambre ni bebe cuando tiene sed, y el resultado siempre es el mismo: a uno le acaban pillando por irse de la lengua: ¿Es ése también el motivo de su visita? ¡Muy bien! ¡Péguele a Dyrkine, péguele! Debe haber un chivo expiatorio. A lo mejor se hace daño con la mano. ¡Coja mejor un candelabro!