—No sé, señorito, no sé, compadre. Pero no es por aquí, encanto. De todas formas, no la vas a encontrar. ¡Ni lo sueñes! Esto tiene nueve pisos.

—¡Vaya hombre! ¡La muy idiota...! —rugió Korotkov apretando los dientes, y salió rápidamente por la puerta.’

La mujer de la limpieza chasqueó la lengua tras él y el secretario se encontró en un callejón sin salida sumido en la penumbra. Korotkov se lanzó contra las paredes, arañándolas como si estuviera atrapado en una mina, y acabó por caer sobre una superficie blanca que le hizo desembocar un una escalera. La bajó brincando sobre los escalones con cierto ritmo. Un ruido de pasos subía hacia él. Un oscuro temor le encogió el corazón y, un segundo después, Korotkov vio aparecer el casquete brillante, la guerrera gris, y la larga barba. Sus miradas se encontraron y, traspasados de miedo y dolor, ambos lanzaron un grito agudo. Korotkov se batió en retirada y retrocedió, subiendo la escalera, mientras Calzonov, presa de pánico, se precipitaba escaleras abajo.

—¡Espere...! —gritó roncamente Korotkov—. Un segundo... Sólo quiero que me explique...

—¡Socorro! —chilló Calzonov, abandonando su voz aguda y recuperando la de bajo metálico.

Al girarse, calló de espaldas con gran estrépito. El golpe le salió caro, pues se transformó en un gato negro de ojos fosforescentes, que volvió sobre sus pasos a toda velocidad; atravesó el descansillo con paso sigiloso, continuó avanzando, se hizo una bola, saltó hacia el alféizar de una ventana y desapareció a través de un hueco sin cristal, traspasando una tela de araña. Un velo blanco envolvió durante un segundo el cerebro de Korotkov, pero enseguida desapareció dando paso a una extraordinaria iluminación:

—Ahora todo está claro —murmuró Korotkov y se echó a reír entre dientes—. ¡Eso es! ¡Ahora comprendo! ¡Así que era eso! ¡Los gatos! Ahora se explica todo. ¡Los gatos!

Korotkov se echó a reír a carcajadas, cada vez más frenéticas, hasta que sus sonoras risotadas retumbaron por toda la escalera.

8. Segunda noche

Al atardecer, el camarada Korotkov, sentado sobre el edredón de la cama, se bebió tres botellas de vino deseoso de olvidar todo y recobrar la calma. Esta vez el dolor se le extendió por toda la cabeza: le dolía la sien derecha y la izquierda, la nuca y hasta los párpados. Una ligera náusea le subió desde el fondo del estómago, revolviéndole las tripas en dos ocasiones. Korotkov vomitó en una palangana.

—Ya sé lo que haré —murmuró débilmente, con la cabeza inclinada—. Mañana trataré de no tropezarme con él. Y, como siempre está yendo de un sitio a otro, esperaré a que pase, escondido en una bocacalle o en un callejón. Calzonov pasará tranquilamente a mi lado. Si me ve y viene hacia mí, saldré corriendo. Al final, desistirá. «Sigue tranquilamente tu camino —le diré— que yo, por mí parte, no pienso volver al SPIMAT. No tengo el menor interés. Puedes ser director y secretario si lo deseas; no quiero ni la indemnización del tranvía. Ya me las arreglaré. Lo único que te pido es que me dejes en paz. Sé un gato o no lo seas, lleva barba o quítatela, pero ¡ocúpate de tus asuntos, que yo me ocuparé de los míos! Ya me buscaré otro enchufe y trabajaré tranquila y honradamente. Yo no me meto con nadie y que nadie se meta conmigo. No presentaré ninguna reclamación contra ti. Lo único que haré será ir mañana a solicitar mis nuevos papeles. Ya está bien.»

A lo lejos se oyeron sordamente las campanadas de un reloj. Pam... Pam...

«Es en casa de los Pestroukhine», pensó Korotkov, y contó: «Diez... once... doce, trece, catorce, quince... cuarenta...»

—El reloj ha dado cuarenta campanadas —murmuró Korotkov sonriendo con amargura, y se echó a llorar otra vez.

Más tarde, el vino de mesa volvió a producirle náuseas, violentas y convulsivas.

—Es fuerte, Ya lo creo que es fuerte este vino —musitó.

Después se dio la vuelta en la cama y empezó a gemir con la cara contra la almohada.

Pasaron dos horas. La lámpara, que se había quedado encendida, iluminaba el pálido rostro de Korotkov hundido en la almohada y su pelo despeinado.

9. Angustia maquinista

Una luz otoñal despertó al camarada Korotkov tamizada por un velo nebuloso y extraño. El secretario subió la escalera, mirando temeroso a su alrededor, hasta llegar al séptimo piso. Luego dobló al azar hacia la derecha y lanzó un suspiro de alegría: una mano dibujada le señalaba un letrero: «Despachos 302-349» Siguiendo el dedo de la mano salvadora, Korotkov se deslizó hasta la puerta que exhibía el letrero: «Nº. 302. Oficina de reclamaciones». Antes de entrar, echó un vistazo circunspecto a la sala con el fin de evitar un encuentro que en esos momentos no deseaba. Después entró y se encontró ante siete mujeres sentadas ante sendas máquinas de escribir. Tras un leve titubeo, se acercó a la última, que tenía la tez mate y morena, se inclinó y, antes de que pudiera decirle nada, la morena le interrumpió súbitamente. Todas las mujeres dirigieron sus miradas hacia Korotkov.

—Salgamos al corredor —dijo brutalmente la mujer mate, retocando convulsivamente su peinado.

«¡Dios mío, otra vez! ¡Otra vez va a ocurrir algo...!», fue el oscuro pensamiento que le pasó por la mente a Korotkov. Lanzó un profundo suspiro y obedeció. Las seis mujeres que quedaron en la sala se pusieron a cotorrear con excitación en cuanto el secretario les dio la espalda.

La morena hizo salir a Korotkov y, en medio de la penumbra del desierto corredor, le dijo:

—Es usted terrible... Por su culpa no he podido pegar ojo en toda la noche. Al final me he decidido. ¡Haré lo que usted quiera! Soy toda suya.

Korotkov miró aquel rostro moreno de grandes ojos, que olía a lirios, emitió un sonido gutural y no dijo una palabra. La morena volvió a echar la cabeza hacia atrás y enseñó los dientes con aire de mártir; luego, cogió las manos de Korotkov, le atrajo hacia sí y le susurró:

—¿Por qué te quedas mudo, seductor? Me has subyugado con tu bravura, serpiente mía. ¡Bésame, bésame enseguida, antes de que aparezca alguien de la comisión de control!

Un extraño sonido volvió a salir de la boca de Korotkov. El secretario se tambaleó, sintió cierto sabor agradable y dulce en los labios, y vio aparecer unas enormes pupilas antes sus ojos.

—Seré tuya... —oyó murmurar muy cerca de su boca.

—No es eso lo que necesito —respondió con voz ronca—. Me han robado los papeles.

—¡Vaya, vaya! —oyó de pronto a su espalda. Korotkov se volvió y descubrió al viejecito del traje de lustrina.

—¡Oh! —exclamó la morena, y corrió hacia la puerta tapándose la cara con las manos.