—Buenos días, señores ¿Qué ocurre? —preguntó el secretario extrañado.

El grupo se dispersó en silencio y Korotkov se dirigió hacia el trozo de papel. Leyó las primeras líneas con claridad y nitidez; las últimas se le velaron con una neblina de lágrimas y aturdimiento.

Disposición Nº. 1

1.— Debido a una negligencia inadmisible en el cumplimiento de sus obligaciones, que ha dado lugar a una lamentable confusión en importantes documentos de servicio, así como por haberse personado en su trabajo en un estado deplorable, con la cara magullada, sin duda a consecuencia de una pelea, el camarada Korotkov cesa en sus funciones a partir del día de hoy, 26 del mes en curso, con derecho a la indemnización del tranvía hasta el día 25, inclusive.

El apartado «uno» era también el último, y debajo aparecía la firma con grandes caracteres:

El Director: Calzonov

Un silencio impenetrable reinó durante veinte segundos en la polvorienta sala de cristal de «La Rosa de los Alpes». Y era Korotkov, que se había puesto verde, el que más callado estaba: su silencio era más profundo, más letal. Al vigésimo primer segundo se rompió el silencio.

—¿Cómo? ¿Cómo? —repitió Korotkov con una voz sonora que vibró como si alguien hubiera pisado una copa de champán en «La Rosa de los Alpes»—. ¿Se llama Calzo—nov...?

Al oír tan temible palabra, los empleados salieron pitando en todas direcciones, y, en un abrir y cerrar de ojos, ocuparon de nuevo sus puestos en las mesas, como cuervos en un hilo telegráfico. El rostro de Korotkov pasó del verde pútrido del moho a un moteado púrpura.

—¡Vaya, vaya! —murmuró Létourneau asomando tras su enorme libro de registro—. ¿Qué metedura de pata ha cometido, mi querido amigo, eh?

—Yo... creí, creí... —dijo Korotkov haciendo crujir los pedazos de su voz quebrada—. En lugar de «Calzonov» leí «Calzones» ¡El escribió su nombre con minúscula!

—¡Yo jamás me pondría unos calzones! ¡De eso puede estar seguro! —dijo Lidotchka con un tintineo cristalino.

—¡Shh! —siseó Létourneau como una serpiente—. ¿Qué les pasa?

Después, hundió la cabeza en su libro de registro y se ocultó tras una página.

—En cuanto a mi cara, ¡él no tiene derecho...! —gritó a media voz Korotkov, que, después de púrpura, se había puesto más blanco que un armiño—. ¡Fue con nuestras asquerosas cerillas con las que me quemé el ojo, como la camarada de Runi!

—¡Shh! —chistó Guitis poniéndose pálido—. ¡Olvídelo! Él las probó ayer y las encontró excelentes.

D-r-r-r-r-rrr sonó de pronto el timbre eléctrico que había sobre la puerta... y, al momento, el pesado cuerpo de Pantaleón saltó de su taburete y voló por el corredor.

—¡No! ¡Voy a explicar lo sucedido! ¡Voy a explicar lo sucedido! —entonó Korotkov con voz aguda.

Y salió disparado hacia la derecha; dio diez rápidas zancadas a través de la sala, mientras los polvorientos espejos de «La Rosa de los Alpes» reflejan su imagen deformada, y desapareció en el corredor, donde se abalanzó hacia la pálida luz de la bombilla que colgaba sobre el letrero: «Gabinetes particulares». Luego se detuvo, sin aliento, ante la terrible puerta y se encontró en los brazos de Pantaleón.

—Camarada Pantaleón —dijo nerviosamente Korotkov—, ¡déjeme pasar, haga el favor! Es preciso que hable inmediatamente con el director.

—¡No, no! Tengo orden de no dejar pasar a nadie —respondió Pantaleón con voz ronca, y un horrible olor a cebolla ahogó la resolución de Korotkov—. No ¡Vamos, vamos, señor Korotkov! Hágame caso, si no quiere que tenga un percance por su culpa.

—Pantaleón, es necesario que entre —suplicó Korotkov con voz agonizante—. Resulta, querido Pantaleón, que se ha publicado una disposición... ¡Déjeme pasar, mi buen Pantaleón!

—¡Oh, Dios mío...! —murmuró Pantaleón asustado, volviéndose hacia la puerta—, le digo que no puedo. ¡No, camarada!

El timbre del teléfono retumbó tras la puerta del gabinete. Una voz lúgubre sonó como un golpe de platillo.

—¡Voy! ¡Salgo inmediatamente!

Pantaleón y Korotkov se separaron. La puerta se abrió de par en par y Calzonov, tocado con una gorra y con una cartera bajo el brazo, se precipitó por el corredor. Pantaleón le siguió al trote, y Korotkov, después de pensarlo un instante, se lanzó tras los pasos de Pantaleón, adelantó a Calzonov y se puso a correr de espaldas ante él.

—Camarada Calzonov —masculló el secretario con voz entrecortada—. Un segundo, por favor... Permítame que le diga... Se trata de la orden...

—¡Camarada! —tintineó Calzonov, que marchaba a un paso infernal y con aire preocupado, arrollando a Korotkov en su avance—. Ya ve que estoy muy ocupado. ¡Me voy! ¡Me voy!

—Se trata de la or...

—¿Es que no se da cuenta de que estoy ocupado...? ¡Diríjase al secretario, camarada!

Calzonov corrió a través del vestíbulo, donde se hallaba instalado, sobre un estrado, el inmenso órgano abandonado de «La Rosa de los Alpes».

—¡Pero si el secretario soy yo! —graznó Korotkov, bañado en un sudor frío—. ¡Escúcheme, camarada!

—¡Camarada! —aulló Calzonov como una sirena; y, volviéndose hacia Pantaleón sin detenerse, gritó—: ¡Tome las medidas necesarias para que no me hagan perder más tiempo!

—¡Camarada! —dijo Pantaleón, asustado y con voz ronca—. ¿Por qué le hace perder el tiempo a la gente?

Y, no sabiendo qué medida tomar, decidió abrazar a Korotkov por la cintura y estrecharle suavemente contra su pecho como una amada. Esta medida se reveló eficaz: Calzonov desapareció, se deslizó por la escalera como si tuviera patines y cruzó la puerta principal de un salto.

¡Ptff! ¡Ptff!, gruñó una motocicleta tras los cristales. Luego se oyeron cinco explosiones y la moto salió disparada, llenando las ventanas de humo. Sólo entonces soltó Pantaleón a Korotkov, se secó el sudor de la frente y murmuró:

—¡Desgraciado!

—Pantaleón —preguntó Korotkov con voz temblorosa—, ¿a dónde ha ido? ¡Dígamelo, rápido! Ya ve, parece que me ha tomado por otro...

—Al TSENTROSNAB (Dirección Central de Abastecimientos), me parece.

Korotkov bajó las escaleras a saltos, se metió en el guardarropa , cogió rápidamente el abrigo y la gorra inglesa y salió corriendo a la calle.

5. Una persecución diabólica

Korotkov tuvo suerte. En ese preciso momento llegaba el tranvía a la altura de «La Rosa de los Alpes». Consiguió saltar y avanzó a trompicones hacia la parte delantera, tropezando cada dos por tres con la rueda que acciona los frenos y con las bolsas que llevaban los pasajeros a la espalda. La esperanza le aceleraba el corazón. La motocicleta se había retrasado por alguna razón, y ahora petardeaba delante del tranvía. Korotkov veía aparecer y desaparecer aquella espalda cuadrada en medio de una nube de humo azulado.