“Es lo más triste que he visto jamás en ellos -pensó-. El muchacho había sentido también tristeza, y le pedimos perdón a la hembra y le abrimos el vientre prontamente.”

- Ojalá estuviera aquí el muchacho -dijo en voz alta y se acomodó contra las redondeadas tablas de la proa y sintió la fuerza del gran pez en el sedal que sujetaba contra sus hombros, moviéndose sin cesar hacia no sabía dónde: adonde el pez hubiese elegido.

“Por mi tracción ha tenido que tomar una decisión”, pensó el viejo.

“Su decisión había sido permanecer en aguas profundas y tenebrosas, lejos de todas las trampas y cebos y traiciones. Mi decisión fue ir allá a buscarlo, más allá de toda gente. Más allá de toda gente en el mundo. Ahora estamos solos uno para el otro y así ha sido desde mediodía. Y nadie que venga a valernos, ni a él ni a mí.”

“Tal vez yo no debiera ser pescador -pensó-. Pero para eso he nacido. Tengo que recordar sin falta comerme el bonito tan pronto como sea de día.”

Algo antes del amanecer cogió uno de los sedales que tenía detrás. Sintió que el palito se rompía y que el sedal empezaba a correr precipitadamente sobre la regala del bote. En la oscuridad sacó el cuchillo de la funda y, echando toda la presión del pez sobre el hombro izquierdo, se inclinó hacia atrás y cortó el sedal contra la madera de la regala. Luego cortó el otro sedal más próximo y en la oscuridad sujetó los extremos sueltos de los rollos de reserva. Trabajó diestramente con una sola mano y puso su pie sobre los rollos para sujetarlos mientras apretaba los nudos. Ahora tenía seis rollos de reserva. Había dos de cada carnada, que había cortado, y los dos del cebo que había cogido el pez. Y todos estaban enlazados.

“Tan pronto como sea de día -pensó-, me llegaré hasta el cebo de cuarenta brazas y lo cortaré también y enlazaré los rollos de reserva. Habré perdido doscientas brazas del buen cordel Catalán y los anzuelos y alambres. Eso puede ser reemplazado. Pero este pez, ¿quién lo reemplaza? Si engancho otros peces, pudiera soltarse. Me pregunto qué peces habrán sido los que acaban de picar. Pudiera ser una aguja, o un emperador, o un tiburón. No llegué a tomarle el peso. Tuve que deshacerme de él demasiado pronto.”

En voz alta dijo:

- Me gustaría que el muchacho estuviera aquí.

“Pero el muchacho no está contigo”, pensó. “No cuentas más que contigo mismo, y harías bien en llegarte hasta el último sedal, aunque sea en la oscuridad, y empalmar los dos rollos de reserva.”

Fue lo que hizo. Fue difícil en la oscuridad y una vez el pez dio un tirón que lo lanzó de bruces y le causó una herida bajo el ojo. La sangre le corrió un poco por la mejilla. Pero se coaguló y secó antes de llegar a su barbilla y el hombre volvió a la proa y se apoyo contra la madera. Ajustó el saco y manipuló cuidadosamente el sedal de modo que pasara por otra parte de sus hombros y, sujetándolo en estos, tanteo con cuidado la tracción del pez y luego metió la mano en el agua para sentir la velocidad del bote.

“Me pregunto por qué habrá dado ese nuevo impulso -pensó-. El alambre debe de haber resbalado sobre la comba de su lomo. Con seguridad, su lomo no puede dolerle tanto como me duele el mío. Pero no puede seguir tirando eternamente de este bote, por grande que sea. Ahora todo lo que pudiera estorbar está despejado y tengo una gran reserva de sedal: no hay más que pedir.”

- Pez -dijo dulcemente en voz alta-, seguiré hasta la muerte.

“Y él seguirá también conmigo, me figuro”, pensó el viejo, y se puso a esperar a que fuera de día. Ahora, a esta hora próxima al amanecer, hacía frío y se apretó contra la madera en busca de calor. “Voy a aguantar tanto como él”, pensó. Y con la primera luz el sedal se extendió a lo lejos y hacia abajo en el agua. El bote se movía sin cesar y cuando se levantó el primer filo de sol fue a posarse sobre el hombro derecho del viejo.

- Se ha dirigido hacia el norte -dijo el viejo. “La corriente nos habrá desviado mucho al este -pensó-. Ojalá virara con la corriente. Eso indicaría que se estaba cansando.”

Cuando el sol se hubo levantado más el viejo se dio cuenta de que el pez no se estaba cansando. Solo había una señal favorable. El sesgo del sedal indicaba que nadaba a menos profundidad. Eso no significaba, necesariamente, que fuera a brincar a la superficie. Pero pudiera hacerlo.

- Dios quiera que suba -dijo el viejo-. Tengo suficiente sedal para manejarlo.

“Puede que si aumento un poquito la tensión le duela y surja a la superficie -

pensó-. Ahora que es de día, conviene que salga para que llene de aire los sacos a lo largo de su espinazo y no pueda luego descender a morir a las profundidades.”

Trató de aumentar la tensión, pero el sedal había sido estirado ya todo lo que daba desde que había enganchado el pez y, al inclinarse hacia atrás, sintió la dura tensión de la cuerda y se dio cuenta de que no podía aumentarla. “Tengo que tener cuidado de no sacudirlo -pensó-. Cada sacudida ensancha la herida que hace el anzuelo y, si brinca, pudiera soltarlo. De todos modos me siento mejor al venir el sol y por esta vez no tengo que mirarlo de frente.”

Había algas amarillas en el sedal pero el viejo sabía que eso no hacía más que aumentar la resistencia del bote, y el viejo se alegró. Eran las algas amarillas del Golfo -el sargazo- las que habían producido tanta fosforescencia de noche.

- Pez -dijo-, yo te quiero y te respeto muchísimo. Pero acabaré con tu vida antes de que termine este día.

“Ojalá”, pensó.

Un pajarito vino volando hacia el bote, procedente del norte. Era una especie de curruca que volaba muy bajo sobre el agua. El viejo se dio cuenta de que estaba muy cansado.

El pájaro llegó hasta la popa del bote y descanso allí. Luego voló en torno a la cabeza del viejo y fue a posarse en el sedal, donde estaba más cómodo.

- ¿Qué edad tienes? -preguntó el viejo al pájaro-. ¿Es este tu primer viaje?

El pájaro lo miro al oírlo hablar. Estaba demasiado cansado siquiera para examinar el sedal y se balanceó asiéndose fuertemente a él con sus delicadas patas.

- Estás firme -le dijo el viejo-. Demasiado firme. Después de una noche sin viento no debieras estar tan cansado. ¿A que vienen los pájaros?

“Los gavilanes -pensó- salen al mar a esperarlos.” Pero no le dijo nada de esto al pajarito que de todos modos no podía entenderlo y que ya tendría tiempo de conocer a los gavilanes.

- Descansa, pajarito, descansa -dijo-. Luego ve a correr fortuna como cualquier hombre o pájaro o pez.

Lo estimulaba a hablar porque su espalda se había endurecido de noche y ahora le dolía realmente.

- Quédate en mi casa si quieres, pajarito -dijo-. Siento que no pueda izar la vela y llevarte a tierra, con la suave brisa que se está levantando. Pero estás con un amigo.