“Luego virara y se lo tragará” pensó. No dijo esto porque sabía que cuando uno dice una buena cosa posiblemente no sucede. Sabía que éste era un pez enorme y se lo imaginó alejándose en la tiniebla con el bonito atravesado en la boca. En ese momento sintió que había dejado de moverse, pero el peso persistía todavía. Luego el peso fue en aumento, y el viejo le dio más sedal. Acentuó la presión del índice y el pulgar por un momento y el peso fue en aumento. Y el sedal descendía verticalmente.

- Lo ha cogido -dijo-. Ahora dejaré que se lo coma a gusto.

Dejó que el sedal se deslizara entre sus dedos mientras bajaba la mano izquierda y amarraba el extremo suelto de los dos rollos de reserva al lazo de los rollos de reserva del otro sedal. Ahora estaba listo. Tenía tres rollos de cuarenta brazas de sedal en reserva, además del que estaba usando.

- Come un poquito más -dijo-. Come bien.

“Cómetelo de modo que la punta del anzuelo penetre en tu corazón y te mate -

pensó-. Sube sin cuidado y déjame clavarte el arpón. Bueno. ¿Estás listo? ¿Llevas suficiente tiempo a la mesa?”

- ¡Ahora! -dijo en voz alta y tiró fuerte con ambas manos; ganó un metro de sedal; luego tiró de nuevo, y de nuevo, balanceando cada brazo alternativamente y girando sobre sí mismo.

No sucedió nada. El pez seguía, simplemente, alejándose lentamente y el viejo no podía levantarlo una pulgada. Su sedal era fuerte, era cordel catalán y nuevo, de este año; hecho para peces pesados, y lo sujetó contra su espalda hasta que estaba tan tirante que soltaba gotas de agua. Luego empezó a hacer un lento sonido de siseo en el agua.

El viejo seguía sujetándolo, afincándose contra el banco e inclinándose hacia atrás. El bote empezó a moverse lentamente hacia el noroeste.

El pez seguía moviéndose sin cesar y viajaban ahora lentamente en el agua tranquila. Los otros cebos estaban todavía en el agua, pero no había nada que hacer.

- Ojalá estuviera aquí el muchacho -dijo en voz alta-. Voy a remolque de un pez grande y yo soy la bita de remolque. Podría amarrar el sedal. Pero entonces pudiera romperlo. Debo aguantarlo todo lo posible y darle sedal cuando lo necesite. Gracias a Dios que va hacia adelante, y no hacia abajo. No sé qué haré si decide ir hacia abajo. Pero algo haré. Puedo hacer muchas cosas.

Sujetó el sedal contra su espalda y observó su sesgo en el agua; el bote seguía moviéndose ininterrumpidamente hacia el noroeste.

“Esto lo matará -pensó el viejo-. Alguna vez tendrá que parar.” Pero cuatro horas después el pez seguía tirando, llevando el bote a remolque, y el viejo estaba todavía sólidamente afincado, con el sedal atravesado a la espalda.

- Eran las doce del día cuando lo enganché -dijo-. Y todavía no lo he visto una sola vez.

Se había calado fuertemente el sombrero de paja en la cabeza antes de enganchar el pez; ahora el sombrero le cortaba la frente. Tenía sed. Se arrodilló y, cuidando de no sacudir el sedal, estiró el brazo cuanto pudo por debajo de la proa y cogió la botella de agua. La abrió y bebió un poco. Luego reposó contra la proa. Descansó sentado en la vela y el palo que había quitado de la carlinga y trató de no pensar: sólo aguantar.

Luego miró hacia atrás y vio que no había tierra alguna a la vista. “Eso no importa -pensó-. Siempre podré orientarme por el resplandor de La Habana. Todavía quedan dos horas de sol y posiblemente suba antes de la puesta del sol. Si no, acaso suba al venir la luna. Si no hace eso, puede que suba a la salida del sol. No tengo calambres y me siento fuerte. Él es quien tiene el anzuelo en la boca. Pero para tirar así, tiene que ser un pez de marca mayor. Debe de llevar la boca fuertemente cerrada contra el alambre. Me gustaría verlo. Me gustaría verlo aunque sólo fuera una vez, para saber con quién tengo que vérmelas.”

El pez no varió su curso ni dirección en toda la noche; al menos hasta donde el hombre podía juzgar guiado por las estrellas. Después de la puesta del sol hacía frío y el sudor se había secado en su espalda, sus brazos y sus piernas. De día había cogido el saco que cubría la caja de las carnadas y lo había tendido a secar al sol. Después de la puesta del sol se lo enrolló al cuello de modo que le caía sobre la espalda. Se lo deslizó con cuidado por debajo del sedal, que ahora le cruzaba los hombros. El saco mullía el sedal y el hombre había encontrado la manera de inclinarse hacia adelante contra la proa en una postura que casi le resultaba confortable. La postura era, en realidad, tan solo un poco menos intolerable, pero la concibió como casi confortable.

“No puedo hacer nada con él, y él no puede hacer nada conmigo -pensó-. Al menos mientras siga este juego.”

Una vez se enderezó y orinó por sobre la borda y miró a las estrellas y verificó el rumbo. El sedal lucía como una lista fosforescente en el agua, que se extendía, recta, partiendo de sus hombros. Ahora iban más lentamente y el fulgor de La Habana no era tan fuerte. Esto le indicaba que la corriente debía de estar arrastrándolo hacia el este. “Si pierdo el resplandor de La Habana, será que estamos yendo más hacia el este”, pensó.

Pues si el rumbo del pez se mantuviera invariable vería el fulgor durante muchas horas más. “Me pregunto quién habrá ganado hoy en las grandes ligas -

pensó-. Sería maravilloso tener un radio para enterarse. -Luego pensó-: Piensa en esto; piensa en lo que estás haciendo. No hagas ninguna estupidez.” Luego dijo en voz alta:

- Ojalá estuviera aquí el muchacho. Para ayudarme y para que viera esto.

“Nadie debiera estar solo en su vejez -pensó-. Pero es inevitable. Tengo que acordarme de comer el bonito antes de que se eche a perder a fin de conservar las fuerzas. Recuerda: por poca gana que tengas tendrás que comerlo por la mañana. Recuerda”, se dijo.

Durante la noche acudieron delfines en torno al bote. Los sentía rolando y resoplando. Podía percibir la diferencia entre el sonido del soplo del macho y el suspirante soplo de la hembra.

- Son buena gente -dijo-. Juegan y bromean y se hacen el amor. Son nuestros hermanos, como los peces voladores.

Entonces empezó a sentir lastima por el gran pez que había enganchado. “Es maravilloso y extraño, y quién sabe que edad tendrá -pensó-. Jamás he cogido un pez tan fuerte, ni que se portara de un modo tan extraño. Puede que sea demasiado prudente para subir a la superficie. Brincando y precipitándose locamente pudiera acabar conmigo. Pero es posible que haya sido enganchado ya muchas veces y sepa que ésta es la manera de pelear. No puede saber que no hay más que un hombre contra él, ni que este hombre es un anciano. Pero ¡qué pez más grande! Y que bien lo pagarán en el mercado si su carne es buena. Cogió la carnada como un macho y tira como un macho y no hay pánico en su manera de pelear. Me pregunto si tendrá algún plan o si estará, como yo, en la desesperación.”

Recordó aquella vez en que había enganchado una de las dos agujas que iban en pareja. El macho dejaba siempre que la hembra comiera primero, y el pez enganchado, la hembra, presentó una pelea fiera, desesperada y llena de pánico que no tardo en agotarla. Durante todo ese tiempo el macho permaneció con ella, cruzando el sedal y girando con ella en la superficie. Había permanecido tan cerca, que el viejo había temido que cortara el sedal con la cola, que era afilada como una guadaña y casi de la misma forma y tamaño. Cuando el viejo la había enganchado con el bichero, la había golpeado sujetando su mandíbula en forma de espada y de áspero borde, y golpeado en la cabeza hasta que su color se había tornado como el de la parte de atrás de los espejos; y luego, cuando, con ayuda del muchacho, la había izado a bordo el macho había permanecido junto al bote. Después, mientras el viejo levantaba los sedales y preparaba el arpón, el macho dio un brinco en el aire junto al bote para ver dónde estaba la hembra. Y luego se había sumergido en la profundidad con sus alas azul-rojizas, que eran sus aletas pectorales, desplegadas ampliamente y mostrando todas sus franjas del mismo color. Era hermoso, recordaba el viejo. Y se había quedado junto a su hembra.