- Nada -dijo en voz alta-. Me alejé demasiado.

Cuando entró en el puertecito las luces de la Terraza estaban apagadas y se dio cuenta de que todo el mundo estaba acostado. La brisa se había ido levantando gradualmente y ahora soplaba con fuerza. Sin embargo, había tranquilidad en el puerto y puso proa hacia la playita de grava bajo las rocas. No había nadie que pudiera ayudarle, de modo que adentró el bote todo lo posible en la playa. Luego se bajó y lo amarró a una roca.

Quitó el mástil de la carlinga y enrolló la vela y la ató. Luego se echó el palo al hombro y empezó a subir. Fue entonces cuando se dio cuenta de la profundidad de su cansancio. Se paró un momento y miró hacia atrás y al reflejo de la luz de la calle vio la gran cola del pez levantada detrás de la popa del bote. Vio la blanca línea desnuda de su espinazo y la oscura masa de la cabeza con el saliente pico y toda la desnudez entre los extremos.

Empezó a subir nuevamente y en la cima cayó y permaneció algún tiempo tendido, con el mástil atravesado sobre su hombro. Trató de levantarse. Pero era demasiado difícil y permaneció allí sentado con el mástil al hombro, mirando al camino. Un gato pasó indiferente por el otro lado y el viejo lo siguió con la mirada. Luego siguió mirando simplemente al camino.

Finalmente soltó el mástil y se puso de pie. Recogió el mástil y se lo echó al hombro y partió camino arriba. Tuvo que sentarse cinco veces antes de llegar a su cabaña.

Dentro de la choza inclinó el mástil contra la pared. En la oscuridad halló una botella de agua y tomó un trago. Luego se acostó en la cama. Se echó la frazada sobre los hombros y luego sobre la espalda y las piernas y durmió boca abajo sobre los periódicos, con los brazos por fuera, a lo largo del cuerpo, y las palmas hacia arriba.

Estaba dormido cuando el muchacho asomó a la puerta por la mañana. El viento soplaba tan fuerte, que los botes del alto no se harían a la mar y el muchacho había dormido hasta tarde. Luego vino a la choza del viejo como había hecho todas las mañanas. El muchacho vio que el viejo respiraba y luego vio sus manos y empezó a llorar. Salió muy calladamente a buscar un poco de café y no dejó de llorar en todo el camino.

Muchos pescadores estaban en torno al bote mirando a lo que traía amarrado al costado, y uno estaba metido en el agua, con los pantalones remangados, midiendo el esqueleto con un tramo de sedal.

El muchacho no bajó a la orilla. Ya había estado allí y uno de los pescadores cuidaba el bote en su lugar.

- ¿Cómo está el viejo? -gritó uno de los pescadores.

- Durmiendo -respondió gritando el muchacho. No le importaba que lo vieran llorar-. Que nadie lo moleste.

- Tenía dieciocho pies de la nariz a la cola -gritó el pescador que lo estaba midiendo. -Lo creo -dijo el muchacho.

Entró en la Terraza y pidió una lata de café.

- Caliente y con bastante leche y azúcar.

- ¿Algo más?

- No. Después veré qué puede comer.

- ¡Ése si que era un pez! -dijo el propietario-. Jamás ha habido uno igual. También los dos que ustedes cogieron ayer eran buenos.

- ¡Al diablo con ellos! -dijo el muchacho y empezó a llorar nuevamente.

- ¿Quieres un trago de algo? -preguntó el dueño,

- No -dijo el muchacho-. Dígales que no se preocupen por Santiago. Vuelvo enseguida

- Dile que lo siento mucho.

- Gracias -dijo el muchacho.

El muchacho llevó la lata de café caliente a la choza del viejo y se sentó junto a él hasta que despertó. Una vez pareció que iba a despertarse. Pero había vuelto a caer en su sueño profundo y el muchacho había ido al otro lado del camino a buscar leña para calentar el café.

Finalmente el viejo despertó.

- No se levante -dijo el muchacho-. Tómese esto -le echó un poco de café en un vaso.

El viejo cogió el vaso y bebió el café.

- Me derrotaron, Manolín -dijo-. Me derrotaron de verdad.

- No. Él no. Él no lo derrotó.

- No. Verdaderamente. Fue después.

- Perico está cuidando del bote y del aparejo. ¿Qué va a hacer con la cabeza?

- Que Perico la corte para usarla en las nasas.

- ¿Y la espada?

- Puedes guardártela si la quieres.

- Sí, la quiero -dijo el muchacho-. Ahora tenemos que hacer planes para lo demás.

- ¿Me han estado buscando? -Desde luego. Con los guardacostas y con aeroplanos.

- El mar es muy grande y un bote es pequeño y difícil de ver -dijo el viejo. Notó lo agradable que era tener alguien con quien hablar en vez de hablar sólo consigo mismo y con el mar-. Te he echado de menos -dijo-. ¿Qué han pescado?

- Uno el primer día. Uno el segundo y dos el tercero.

- Muy bueno.

- Ahora pescaremos juntos otra vez.

- No. No tengo suerte. Yo ya no tengo suerte.

- Al diablo con la suerte -dijo el muchacho-. Yo llevaré la suerte conmigo.

- ¿Qué va a decir tu familia?

- No me importa. Ayer pesqué dos. Pero ahora pescaremos juntos porque todavía tengo mucho que aprender.

- Tenemos que conseguir una buena lanza y llevarla siempre a bordo. Puedes hacer la hoja de una hoja de muelle de un viejo Ford. Podemos afilarla en Guanabacoa. Debe ser afilada y sin temple para que no se rompa. Mi cuchillo se rompió.

- Conseguiré otro cuchillo y mandaré afilar la hoja de muelle. ¿Cuántos días de brisa fuerte nos quedan?

- Tal vez tres. Tal vez más.

- Lo tendré todo en orden -dijo el muchacho-. Cúrese las manos, viejo.

- Yo sé cuidármelas. De noche escupí algo extraño y sentí que algo se había roto en mi pecho.

- Cúrese también eso -dijo el muchacho-. Acuéstese, viejo, y le traeré su camisa limpia. Y algo de comer.

- Tráeme algún periódico de cuando estuve ausente -dijo el viejo.

- Tiene que ponerse bien pronto, pues tengo mucho que aprender y usted puede enseñármelo todo. ¿Ha sufrido mucho?

- Bastante -dijo el viejo.

- Le traeré la comida y los periódicos -dijo el muchacho-. Descanse bien, viejo. Le traeré medicina de la farmacia para las manos.

- No olvides de decirle a Perico que la cabeza es suya. -No. Se lo diré.