"Puede que ya no se acuerde de mí —pensaba, sin decidirse a tirar del cordón de la campanilla—. Y ¿cómo voy a entrar en su casa con este vestido? ¿Como una mendiga o una pequeña burguesa?..."

Y llamó muy indecisa. Al otro lado de la puerta sonaron pasos. Era el portero.

—¿Está en casa el doctor? —preguntó.

Ahora le hubiera gustado mucho más que el portero la dijera que no; pero éste, en lugar de darle tal contestación, la hizo pasar al recibimiento y le ayudó a quitarse el abrigo. La escalera le pareció lujosa y magnífica; pero de todo aquel lujo lo que más la llamó la atención fue el gran espejo, en el que vio reflejada a una figura deslucida, sin sombrero alto, sin chaquetón a la moda y sin zapatos color bronce. Encontraba extraño que ahora, por estar vestida pobremente y parecer una costurerita o una lavandera, se despertara dentro de ella aquel sentimiento de vergüenza; se sintiera sin animo y sin valentía y ya no se llamara a sí misma con el pensamiento Vanda, sino como antes, Nastía Kanavkina.

—Tenga la bondad de entrar —dijo la doncella acompañándola hasta la consulta—. El doctor viene en seguida...

Vanda tomó asiento en la mullida butaca.

"Esto es lo que le diré... Haga el favor de prestarme... La cosa es correcta, puesto que me conoce... ¡Si siquiera se marchara la doncella!... ¡Delante de ella es molesto!... ¿Para qué estará aquí?"

Al cabo de cinco minutos la puerta se abrió, y entró Finkel, un judío converso de alta estatura, moreno, con grasientas mejillas y ojos saltones. Las mejillas, los ojos, el vientre, las gruesas caderas..., todo en él respiraba satisfacción y era asqueroso y severo. En el Rcnaissance y en el Círculo alemán solía ser algo bebedor, gastaba mucho con las mujeres y soportaba con paciencia sus bromas. (Por ejemplo cuando Vanda le echó aquella cerveza por la cabeza, lo único que hizo fue sonreír y amenazarla con el dedo.) En cambio ahora, tenía un aspecto taciturno y soñoliento, y su mirada, mientras masticaba algo, era importante y fría, como la de un jefe.

—¿Qué desea? —preguntó sin mirar a Vanda.

Vanda vio el rostro serio de la doncella, el aire satisfecho de Finkel, que al parecer no la había reconocido, y enrojeció.

—¿Qué desea usted? —repitió él, comenzando a impacientarse.

—Me... duelen las muelas... —murmuró Vanda.

—¡Hum!... ¿Qué muelas?... ¿Dónde?

Vanda se acordó de que tenía una carie en una de ellas.

—Abajo..., a la derecha.

—¡Hum!... ¡Abra la boca!

Finkel frunció el entrecejo, retuvo la respiración y se puso a examinar con detenimiento la muela enferma.

—¿Duele? —preguntó hurgando en ella con un hierrecito.

—Duele —mintió Vanda.

"Si le digo algo..., con seguridad me reconocerá en seguida —pensó—; pero... y la doncella, ¿para qué estará ahí?"

Finkel, de pronto, soplé como una locomotora directamente sobre su boca y dijo:

—No le aconsejo que se la empaste... ¡Ya no le va a servir de nada!

Después de hurgar un poco más en ella y de manchar los labios y las encías de Vanda con sus dedos sucios de tabaco, volvió a retener la respiración y le metió en la boca algún objeto frío. Vanda sintió de repente un terrible dolor, lanzó un grito y agarró la mano de Finkel.

—No es nada..., no es nada... No se asuste —masculló éste—. ¡Esa muela ya no le iba a servir para nada!... ¡Hay que ser valiente!

Y los dedos sucios de tabaco, ensangrentados, presentaron la muela ante sus ojos, mientras la doncella le acercaba a la boca una taza.

—Enjuáguese con agua fría para que deje de sangrar.

Su actitud era la del hombre que esperaba que se marchara pronto y le dejara tranquilo.

—Adiós —dijo Vanda dirigiéndose a la puerta.

—¡Hum!... Y ¿quién va a pagarme el trabajo? —dijo Finkel en tono risueño.

—Ah, sí!... —recordó Vanda, enrojeciendo.

Y dio al dentista el rublo recibido por la sortija de turquesa.

Cuando salió a la calle se sentía aún más avergonzada que antes; pero ya no era su pobreza lo que le avergonzaba..., ya no pensaba en que no llevaba un sombrero alto ni una chaquetita a la moda. Iba por la calle escupiendo sangre, y cada uno de aquellos esputos rojos le hablaba de su vida, de su mala y penosa vida, de las ofensas que había soportado y de las que soportaría mañana, dentro de una semana, dentro de un año, toda su vida y hasta la misma muerte.

"¡Oh, qué miedo de todo esto! ¡Qué horrible, Dios mío!"

Al día siguiente, sin embargo, estaba ya bailando en el Renaissance. Llevaba un nuevo, bonito y enorme sombrero, una nueva chaquetita a la moda y unos zapatos de color bronce. La obsequiaba con aquella cena un joven comerciante recién llegado de Kasañ.

Un hombre enfundado

I

En un extremo de la aldea Mironositsky, en la porchada del alcalde Prokofy, se habían instalado para pasar la noche dos cazadores llegados al pueblo mucho después de anochecer: el veterinario Iván Ivanovich y el maestro de escuela Burkin.

Iván Ivanovich tenía un donoso apellido: Chimcha-Guimalaysky, cuya pomposidad estaba en contradicción con la modestia de su persona. En toda la comarca se le llamaba, sencillamente, Iván Ivanovich. Vivía no lejos de la ciudad, en una hermosa finca, donde se dedicaba a la cura de las enfermedades equinas. Aquel día había salido de casa para airearse un poco.

Burkin vivía en la ciudad; pero pasaba todas las vacaciones de verano en la finca del conde P..., y era también muy conocido en la comarca.

Ni uno ni otro podían dormirse.

Iván Ivanovich, alto, enjuto, entrado en años, canoso, bigotudo, fumaba su pipa sentado junto a la puerta abierta de la porchada. La luz de la Luna le daba de lleno en el rostro. Burkin yacía sobre un montón de heno, en el fondo del aposento, sumergido en la oscuridad.

Hablaban de la alcaldesa, Mavra, una mujer fuerte y despejada, que no había salido en toda su vida de la aldea y no había visto nunca la ciudad ni el ferrocarril. Hacía algunos años que sólo salía a la calle por la noche.

—No tiene nada de extraño —dijo Burkin—. Hay entre nosotros mucha gente que ama la soledad y que se complace en permanecer siempre en su concha, como los caracoles. Acaso se trate de un atavismo, de un retorno a la época en que nuestros ascendientes aún no eran animales sociables y vivían aislados en sus cavernas. Quizás sea ésa una de tantas variedades de la naturaleza humana. ¡Quién sabe! Yo no me dedico al estudio de las Ciencias Naturales, y no tengo la pretensión de resolver tales problemas. Quiero decir tan sólo que hay mucha gente como esa pobre Mavra. Hará unos dos meses murió en la ciudad un tal Belikov, compañero mío de profesorado en el Liceo, donde explicaba griego. Habrá usted oído hablar de él. Llegó a adquirir, por sus costumbres, cierta celebridad. Siempre, aunque hiciera un tiempo espléndido, llevaba chanclos, paraguas y un abrigo con forro de algodón. Se diría que todas sus cosas estaban enfundadas: cubría su paraguas una funda gris, llevaba el cortaplumas en un estuchito, hasta su rostro, que ocultaba casi por entero el cuello de su abrigo, parecía enfundado también. Llevaba siempre gafas ahumadas, chaleco de franela y unos tapones de algodón en los oídos. Cuando tomaba un coche hacía al cochero levantar la capota. En fin, procuraba siempre envolverse en algo que le ocultase, meterse, por decirlo así, en una funda, para aislarse, separarse del mundo entero, defenderse de las influencias exteriores. Era esto en él una tendencia apasionada, irresistible. La vida real lo irritaba, lo asustaba, le inspiraba una angustia constante. Quizás para justificar este odio, este miedo a cuanto lo rodeaba, siempre estaba haciéndose lenguas de las excelencias del pasado, encomiando las cosas que no existían en realidad. El griego que explicaba era para él también como unos chanclos o un paraguas con que se defendía de la vida real. «¡Qué sonora, qué melodiosa es la lengua griega!» —decía con voz suave.