Algunas veces me preguntaba con tono de enojo: «¿Quiere usted decirme a qué viene a mi casa? ¿Qué se le ha perdido allí? Llega, se sienta y permanece horas enteras mirando en torno suyo y sin decir palabra. ¡Es una cosa insoportable!»

Naturalmente, evitábamos hablarle del matrinionio que su hermana se disponía a contraer con Belikov. Y cuando la directora le insinuó que convendría casar a su hermana con un hombre tan serio y respetable como Belikov, frunció las cejas y gruñó: «Eso no me incumbe. Que se case, si quiere, con una serpiente. No me gusta meterme en lo que no me importa.»

Y mire usted lo que pasó. Un caricaturista misterioso hizo la siguiente caricatura: Belikov, con chanclos, los pantalones remangados y el paraguas en la mano, se pasaba del brazo de la señorita Kovalenko; debajo había una leyenda que decía: «Antropos, enamorado.» Era un dibujo muy bien hecho, y el retrato de Belikov había salido admirablemente. El caricaturista envió a todos los profesores del colegio y del Liceo de señoritas y a no pocos empleados del Estado sendos ejemplares de su obra, para la que debió de trabajar muchas noches.

Naturalmente, Belikov recibió también un ejemplar. La caricatura le produjo malísima impresión.

Era el día 1º de mayo, y domingo. Habíamos organizado una excursión de todo el colegio al bosque vecino. Estábamos todos citados a la puerta del centro docente. Salí de casa en compañía de Belikov, que estaba lívido, abatido, sombrío, como una nube de otoño.

—¡Qué gente más mala hay! —me dijo.

Sus labios temblaban de cólera. Lo miré y me dio lástima.

Seguimos nuestro camino y vimos de pronto aparecer, montados en bicicleta, a Kovalenko y a su hermana. Varenka avanzaba risueña, la faz enrojecida.

—¡Nos dirigimos directamente al bosque! —nos gritó. ¡Qué hermoso día!, ¿eh? ¡Qué delicia!

Momentos después se habían perdido de vista.

Belikov se había puesto como un tomate y parecía petrificado de asombro. Se había detenido y me miraba fijamente.

—¿Qué significa esto? —me preguntó—. ¿Acaso los ojos me han engañado? ¿Es propio de un profesor y de una mujer pasearse en bicicleta?

—¿Por qué no? —le dije—. Si les gusta...

—¡Cómo! —gritó asombrado de mi tranquilidad—. ¿Qué dice usted?

Estaba tan dolorosamente sorprendido, que no quiso tomar parte en la excursión y se volvió a su casa.

Al día siguiente no hacía más que frotarse las manos nerviosamente y temblar. Se advertía que no estaba bueno. Se fue del colegio sin acabar de dar sus lecciones, cosa que no había hecho en su vida.

Ni siquiera comió aquel día. Al atardecer se vistió muy de invierno, aunque hacía buen tiempo, y se fue a casa de Kovalenko.

Varenka no estaba en casa, y lo recibió el hermano.

—Siéntese usted —lo invitó Kovalenko, frunciendo las cejas.

Acababa de levantarse de dormir la siesta, y estaba de mal humor.

Belikov se sentó. Durante diez minutos uno y otro guardaron silencio. Al cabo, Belikov se decidió a hablar:

—Vengo a verlos a ustedes —dijo, —para desahogar un poco mi corazón. Sufro mucho. Un señor sin decoro acaba de hacer una caricatura contra mí y contra una persona que nos interesa a ambos. Le aseguro a usted que yo no he hecho nada que justifique esa abominable caricatura. Me he conducido siempre, por el contrario, como debe conducirse un hombre bien educado...

Kovalenko no respondía. Seguía malhumorado, y no manifestaba el menor deseo de sostener la conversación.

Tras una corta pausa continuó Belikov, con voz débil y triste:

—Quiero, además, decirle a usted otra cosa... Yo hace tiempo que estoy al servicio del Estado como pedagogo, mientras que usted acaba de empezar su servicio. Y creo de mi deber, en calidad de colega más viejo, hacerle a usted una advertencia: usted se pasea en bicicleta, y eso no es nada propio de un educador de la juventud...

—¿Por qué razón?

—¿Acaso hacen falta razones? Me parece que es una cosa harto comprensible. Si un profesor se pasea en bicicleta, ¿qué no podrán hacer los discípulos? ¡Podrán andar cabeza abajo! Además, puesto que no está permitido por las circulares, no se debe hacer... Ayer me horroricé al verle a usted en bicicleta..., y, sobre todo, al ver a su hermana de usted. Una mujer o una muchacha, en bicicleta, es un horror, un verdadero horror...

—Bueno, ¿y qué quiere usted?

—Sólo quiero advertirle. Es usted joven todavía y debe pensar en su porvenir. Debe usted conducirse con suma prudencia, y, sin embargo, hace usted cosas... Lleva usted camisa bordada en vez de plastrón, se le ve siempre por la calle cargado de libros... Ahora esa bicicleta... El señor director se enterará de que usted y su señora hermana se pasean en bicicleta, y después se sabrá, de seguro, en el ministerio... Son de temer consecuencias muy enojosas...

—¡El que yo y mi hermana nos paseemos en bicicleta no le importa a nadie más que a nosotros! —dijo Kovalenko, rojo de cólera— ¡Y si alguien se permite intervenir en nuestros asuntos, lo enviaré a todos los diablos! ¿Ha comprenclido usted?

Belikov palideció y se levantó.

—Si me habla usted en ese tono, no puedo continuar la conversación —dijo—. Además, le suplico que no hable así nunca, en mi presencia, de las autoridades. ¡Debe usted respetar a las autoridades!

—¡Pero si no he dicho una palabra de ellas! —exclamó Kovalenko—. ¡Déjeme usted en paz! ¡Soy un hombre honrado y me molesta hablar con un señor como usted. Detesto a los espías.

Belikov empezó, con mano nerviosa, a abotonarse. En su faz se pintaba el horror. Era la primera vez que se le decían cosas semejantes.

—Puede usted decir lo que le dé la gana —contestó, saliendo—. Pero debo prevenirle: alguien puede haber oído nuestra conversación, y para que no la interprete mal y no haya consecuencias enojosas que lamentar, creo mi deber contárselo todo al señor director.

—¿Quieres denunciarme, canalla? ¡Muy bien, largo!

Hablando así, Kovalenko asió a Belikov por la nuca, y lo empujó con tanta fuerza, que lo hizo caer y rodar por las escaleras. Como eran altas y muy pinas, el pobre profesor de Griego llegó abajo molido. Lo primero que hizo al levantarse fue echarse mano a las narices para convencerse de que no se le habían roto las gafas. Luego, de pronto, vio al pie de la escalera a Varenka con otras dos damas; lo habían visto rodar, lo cual era para él lo más terrible: hubiera preferido descalabrarse o romperse ambas piernas a la perspectiva de ser objeto de las zumbas de toda la ciudad. ¡Todo el mundo se enteraría de que Kovalenko lo había tirado por las escaleras! Todos lo sabrían: el director, las autoridades. Se le haría otra caricatura, la gente se burlaría de él. Aquello acabaría muy mal: se vería obligado a dimitir. ¡Qué desgracia, Señor!