La muchacha no contestó y siguió entregada a sus preparativos.

El señor Kuchkin se retorció el bigote, la miró en silencio unos instantes y añadió:

—Comprendo su indignación, señorita; pero... hay que ser indulgente. Ya sabe usted que mi mujer es muy nerviosa y está un poco tocada... No se le debe juzgar demasiado severamente.

Macha siguió callada.

—Si usted se considera ofendida hasta tal punto, yo estoy dispuesto a pedirle perdón. ¡Perdón, señorita!

La institutriz no despegó los labios. Sabía que aquel hombre, casi siempre borracho, sin voluntad, sin energía, era un cero a la izquierda en la casa. Hasta la servidumbre lo trataba con muy poco respeto. Sus excusas no tenían valor alguno.

—¿No contesta usted? ¿No le basta que yo le pida perdón? Se lo pediré entonces en nombre de mi mujer... Como caballero, debo reconocer su falta de tacto...

El señor Kuchkin dio algunos pasos por el cuarto, suspiró y prosiguió:

—¿Quiere usted, pues, que la conciencia me remuerda toda la vida, señorita? ¿Quiere usted que yo sea el más desgraciado de los hombres?...

—Ya sé yo, Nicolás Sergueyevich —le contestó Macha, volviendo hacia él sus grandes ojos arrasados en lágrimas—, ya sé yo que no tiene usted la culpa. Puede usted tener la conciencia tranquila.

—Sí, pero... ¡Se lo ruego, no se vaya usted!

Macha movió negativamente la cabeza.

Nicolás Sergueyevich se detuvo junto a la ventana y se puso a tamborilear con los dedos en los cristales.

—¡Si supiera usted —dijo— lo bochornoso que es todo esto para mí! ¿Qué quiere usted? ¿Que le pida perdón de rodillas? Usted ha sido herida en su orgullo, en su amor propio; pero yo también tengo amor propio, y usted lo pisotea... ¿Me obligará usted a decirle una cosa que ni al confesor se la diría a la hora de mi muerte?

Macha no contestó.

—Bueno; ya que se empeña usted, se lo diré todo. ¡Soy yo quien ha robado el broche de mi mujer!... ¿Está usted contenta?... Yo he sido, yo... Naturalmente, cuento con su discreción de usted, y espero que no se lo dirá a nadie... Ni una palabra, ni la menor alusión, ¿eh?

Macha, estupefacta, aterrada, seguía haciendo el equipaje. Con mano nerviosa echaba a la maleta su ropa blanca, sus vestidos. La pasmosa confesión del señor Kuchkin aumentaba su prisa de irse. ¿Cómo había podido vivir tanto tiempo entre aquella gente?

—¿Está usted asombrada? —preguntó, tras un corto silencio, Nicolás Sergueyevich. ¡Es una historia muy sencilla, una historia vulgar! Yo necesito dinero y mi mujer no me lo da. Esta casa y cuanto hay en ella eran de mi padre. Todo esto es mío. Mío es también el broche. Lo heredé de mi madre. Y, sin embargo, ya ve usted, mi mujer lo ha acaparado todo, se ha apoderado de todo... Comprenderá usted que no voy a llevar el asunto a los tribunales... Le ruego, señorita, que no me juzgue con demasiada severidad. Perdóneme y quédese. Comprender es perdonar... ¿Se queda usted?

—¡No! —contestó con voz firme y resuelta la muchacha, llena de indignación—. ¡Le ruego que me deje en paz!

—¡Qué vamos a hacerle! —suspiró el borrachín, sentándose junto a la maleta—. Me place que haya aún quien se indigne, quien se ofenda, quien defienda su honor... No me cansaría nunca de admirar ese gesto de indignación... ¿No quiere usted, pues, seguir aquí?... Lo comprendo... ¡Quién estuviera en su lugar!... Usted se irá, y yo..., ¡yo no podré nunca dejar esta casa! Hubiera podido retirarme al campo, a alguna de las fincas que heredé de mi padre; pero mi mujer ha colocado en ellas de administradores, de agrónomos y de capataces a una taifa de bribones, ¡el diablo se los lleve!, que me hubieran hecho la vida imposible...

—¡Nicolás Sergueyevich! —gritó por el pasillo la señora Kuchkin—. ¿Dónde se ha metido?

—¿Conque no quiere usted quedarse? —preguntó el amo, levantándose y dirigiéndose a la puerta—. Lo mejor sería que se quedase... Yo vendría todas las noches a charlar un rato con usted... Si se va usted seré aún más desgraciado. Usted es en la casa la única persona que tiene cara humana. ¡Es terrible!

Y miraba a la institutriz con ojos suplicantes; pero ella movió negativamente la cabeza. El señor Kuchkin salió del aposento, pintada en el rostro la desesperación.

Media hora después Macha Pavletskaya se disponía a tomar el tren.

Un hombre conocido

La encantadora Vanda (o según según su pasaporte, la honorable ciudadana Nastasia Kanavkina) al salir del hospital se encontró en una situación como jamás se había encontrado antes. Sin casa y sin un céntimo. ¿Qué hacer?...

Lo primero que se le ocurrió fue dirigirse a la casa de préstamos y empeñar su sortija de turquesas, su única alhaja. Le dieron por ella un rublo, pero... ¿qué se puede comprar con un rublo? Por ese dinero no se puede comprar una chaquetita corta a la moda..., ni un sombrero..., ni unos zapatos de color bronce... y sin esas cosas ella se sentía como desnuda. Le parecía que no sólo la gente, sino hasta los caballos y los perros, la miraban y se reían de la sencillez de su vestido. Lo único que le preocupaba era el vestido. La cuestión de cómo iba a comer o de dónde iba a pasar la noche no la inquietaba lo más mínimo.

—¡Si al menos me encontrara con algún conocido!..., le pediría dinero... Ninguno me lo rehusaría.

Pero los hombres conocidos no aparecían por ninguna parte. No sería difícil encontrarlos por la noche en el Renaissance, pero en el Renaissance no se dejaba entrar a nadie vestido tan sencillamente y sin sombrero. ¿Qué hacer entonces?... Después de una larga indecisión y cuando ya se sentía harta de andar, de estar sentada y de pensar, Vanda resolvió emplear un último recurso... Iría a casa de uno de sus conocidos y le pediría dinero.

"¿A quién podré dirigirme? —meditaba—. A casa de Mischa no es posible. Tiene familia. En cuanto al viejo del pelo rojo..., estará a estas horas ocupado en su despacho..."

Vanda se acordó de pronto del dentista Finkel, un judío converso que hacía unos tres meses le había regalado una pulsera y al que una vez, cenando en el Círculo alemán, había echado un vaso de cerveza por la cabeza.

El recuerdo de este Finkel la alegró muchísimo.

"Estoy segura de que me dará dinero. Lo importante es encontrarlo —pensaba camino de su casa—. Si no me da nada, le romperé todas las lámparas."

Al acercarse a la casa del dentista llevaba ya su plan preparado. Riendo subiría la escalera a toda prisa, entraría volando en su consulta y con tono exigente le pediría veinticinco rublos. Este plan, sin embargo, cuando puso la mano sobre la campanilla pareció salírsele solo de la cabeza. Empezó de repente a sentir miedo, a ponerse nerviosa y a acobardarse; cosa que antes nunca le ocurría. Únicamente entre gente borracha era valiente y descarada; pero así... con un vestido sencillo y en un papel de vulgar solicitante al que se puede no recibir, se sentía tímida e insignificante.