—Pero ¡es que clama al cielo —dijo Macha, ahogándose de cólera— lo humillante, lo ofensivo, lo bajo, lo vil del proceder de la señora! ¿Que derecho tiene ella a sospechar de mí y a registrar mi cuarto?

—Usted, señorita —suspiró Lisa—, depende de ella... Aunque es usted la institutriz, la considera al fin y al cabo —perdóneme usted— una criada... Usted come su pan, y ella se cree con derecho a todo y no se para en barras.

Macha se dejó caer en la cama y rompió a llorar amargamente. Nunca había sido humillada, insultada, ultrajada de tal manera. ¡Ella, una muchacha bien educada, sentimental, hija de un profesor, considerada autora posible de un robo y registrada como una vagabunda!

Al pensar en el sesgo que podía tomar el asunto, la institutriz se horrorizó. Si se le había podido suponer autora del robo, ¿quién le garantizaba que no se podía incluso detenerla?... Quizás la desnudaran, delante de todos, para ver si ocultaba la alhaja, y la llevaran a la cárcel, a través de las calles llenas de gente. ¿Quién iba a defenderla? Nadie. Sus padres vivían en un apartado rincón de provincias y su situación económica no les permitía emprender un viaje a la capital, donde ella no tenía parientes ni amigos y estaba como en un desierto. Podían, por lo tanto, hacer de ella lo que quisieran.

«Iré a ver a los jueces, a los abogados —se dijo, llorando— y lo explicaré todo; les juraré que soy inocente. Acabarán por convencerse de que no soy una ladrona.»

De pronto recordó que guardaba en el cesto de la ropa blanca algunas golosinas: fiel a sus costumbres de colegiala, solía meterse en el bolsillo, cuando estaba comiendo, algún pastelillo, algún melocotón, y llevárselos a su cuarto.

La idea de que el ama lo habría descubierto la hizo ponerse colorada y sentir como una ola cálida por todo el cuerpo. ¡Qué vergüenza! ¡Qué horror!

El corazón empezó a latirle con violencia y las fuerzas la abandonaron.

—¡La comida está servida! —le anunció la doncella—. La esperan a usted.

¿Debía ir a comer?... Se alisó el pelo, se pasó por la cara una toalla mojada y se dirigió al comedor.

Habían ya empezado a comer. A un extremo de la mesa se sentaba la señora Kuchkin, grave y reservada; al otro extremo su marido; a ambos lados los niños y algunos convidados. Servían dos criados, de frac y guante blanco. Reinaba el silencio. La desgracia de la señora ataba todas las lenguas. Sólo se oía el ruido de los platos.

El silencio fue interrumpido por el ama de la casa.

—¿Qué hay de tercer plato? —le preguntó con voz de mártir a un criado.

—Esturión a la rusa —contestó el sirviente.

—Lo he pedido yo, querida —se apresuró a decir el señor Kuchkin—. Hace mucho tiempo que no hemos comido pescado. Pero si no te gusta, diré que no lo sirvan... Yo creía...

A la señora no le gustaban los platos que no había ella pedido, y se sintió tan ofendida, que sus ojos se llenaron de lágrimas.

—¡Vamos, querida señora, cálmese! —le dijo el doctor Mamikov, que se sentaba junto a ella.

Su voz era suave, acariciadora, y su sonrisa, al dar su mano unos golpecitos sedativos en la de la dama, era no menos dulce.

—¡Vamos, querida señora! Tiene usted que cuidar esos nervios. ¡Olvide ese maldito broche! La salud vale más de dos mil rublos...

—No se trata de los dos mil rublos —dijo la dama con voz casi moribunda, secándose una lágrima—. Es el hecho lo que me subleva. ¡No puedo tolerar ladrones en mi casa! ¡No soy avara; pero no puedo permitir que me roben! ¡Qué ingratitud! ¡Así pagan mi bondad!

Todos los comensales tenían la cabeza baja y miraban al plato; pero a Macha le pareció que habían levantado la cabeza y la miraban a ella. Se le hizo un nudo en la garganta. Apresurándose a cubrirse la faz con el pañuelo, balbuceó:

—¡Perdón! No puedo más... Tengo una jaqueca horrorosa...

Se levantó con tanta precipitación que por poco tira la silla, y, en extremo confusa, salió del comedor.

—¡Qué enojoso es todo esto, Dios mío! —murmuró el señor Kuchkir—. No se ha debido registrar su cuarto... Ha sido un abuso...

—Yo no afirmo —replicó la señora— que sea ella quien ha robado el broche; pero ¿pondrías tú la mano en el fuego?... Yo confieso que estas... institutrices... me inspiran muy poca confianza.

—Sí, pero —contestó el amo de la casa con cierta timidez— ese registro..., ese registro..., perdóname, querida..., no creo que tuvieras, con arreglo a la ley, derecho a efectuarlo.

—Yo no sé de leyes. Lo que sé es que me han robado el broche, ¡y lo he de encontrar!

La dama dio un enérgico cuchillazo en el plato, y sus ojos lanzaron temerosos rayos de cólera.

—¡Y le ruego a usted —añadió dirigiéndose a su marido— que no se mezcle en mis asuntos!

El señor Kuchkin bajó los ojos y exhaló un suspiro.

Macha, cuando llegó a su cuarto, se dejó caer de nuevo en la cama. No sentía ya temor ni vergüenza; lo único que sentía era un deseo violento de volver al comedor y darle un par de bofetadas a aquella señora grosera, malévola, altiva, pagada de sí. ¡Oh, si ella pudiera comprar un broche costosísimo y tirárselo a la cara a la innoble mujer! ¡Oh, si la señora Kuchkin se arruinase y llegara a conocer todas las miserias y todas las humillaciones y se viera un día forzada a pedirle limosna! ¡Con qué placer se la daría ella, Macha Pavletskaya! ¡Oh, si ella heredase una gran fortuna! ¡Qué delicia pasar en un hermoso coche, con insolente estrépito, por delante de las ventanas de la señora Kuchkin!

Pero todo aquello era pura fantasía, sueños. Había que pensar en las cosas reales. Ella no podía continuar allí ni una hora. Era triste, en verdad, el perder la colocación y tener que volver a la casa paterna, tan pobre; pero era preciso. No podía ver a la señora, y el cuarto se le caía encima. Se ahogaba entre aquellas paredes. La señora Kuchkin, con sus enfermedades imaginarias y sus pujos de dama prócer, le inspiraba profunda repulsión. Sólo el oír su voz le crispaba los nervios. ¡Sí, había que marcharse en seguida de aquella casa!

Macha saltó del lecho y se puso a hacer el equipaje.

—¿Se puede? —preguntó detrás de la puerta la voz del señor Kuchkir.

—¡Adelante!

El amo entró y se detuvo a pocos pasos del umbral. Su mirada era turbia y brillaba su nariz roja. Se tambaleaban un poco. Tenía la costumbre de beber cerveza en abundancia después de comer.

—¿Qué hace usted? —preguntó, mirando las maletas abiertas.

—El equipaje para irme. No puedo continuar aquí. Ese registro ha sido para mí un insulto intolerable.

—Comprendo su indignación de usted...; pero hace usted mal en tomarlo tan por la tremenda. La cosa, al cabo, no es tan grave...