Quizá fuera de veras un ser humano, pero entonces, ¿cómo, pudo tener la malicia de no avisarle que despertaban a las seis?

El agua fría arrastró la venenosa debilidad del sueño interrumpido. En el corredor trató de averiguar algo del desayuno. El guardia no lo dejó hablar, pero en el "box" contestó:

—No hay desayuno.

—¿Cómo que no? ¿Y qué hay entonces?

—A las ocho hay ración, azúcar y té.

—¿Qué son raciones? — Quiere decir pan.

—¿Y cuándo es el desayuno?

—No hay. Después viene el almuerzo.

—¿Y todo ese tiempo tengo que estar sentado?

—Basta de hablar.

La puerta, ya estaba casi cerrada cuando Innokenty levantó el dedo.

—¿Qué más quiere ahora? — preguntó el marinero, volviendo a abrirla.

—Me cortaron los botones y me arrancaron el forro de la túnica. ¿Quién coserá todo eso?

—¿Cuántos botones? Contaron los que faltaban.

La puerta se cerró para volver a abrirse pronto. El guardia le entregó una aguja, una docena de sueltos trozos de hilos y varios botones de hueso plástico y madera, de tamaños diversos.

—¿Para qué me sirven? No son éstos los —que me sacaron.

—¡Tómelos! ¡Ni de estos hay! — gritó el guardia.

Y por primera vez en su vida Innokenty se puso a coser. Al principio no se daba cuenta cómo anudar el extremo del hilo, cómo hacer las puntadas y cómo terminar de coser los botones. Sin poder aprovechar la experiencia milenaria de la humanidad, inventó la costura por cuenta propia. Se pinchó a menudo y sus yemas sensibles empezaron a dolerle. Le tardó mucho volver a coser el forro del uniforme, y arreglar la entretela del abrigo. Algunos botones los cosió donde no debía, y el uniforme se desviaba cuando quiso abrocharlo.

Pero el trabajo deliberado, concentrado, no sólo sirvió para matar el tiempo sino para tranquilizarlo por completo. Sus emociones se normalizaron y dejó de sentirse temeroso y desanimado. Comprendió que la Gran Prisión Lubianka, legendario pozo de horrores, no era tan terrible, que también aquí había gente de carne y hueso. (¡Cómo le gustaría conocerlos!)

En el hombre que no había dormido en toda la noche, no había: comido con la vida destruida en diez horas, se abría esa comprensión superior, ese segundo aliento que devuelve al cuerpo entumecido del atleta, la frescura y le quita la fatiga.

Un nuevo carcelero le sacó la aguja.

Luego le trajeron un pan negro y húmedo de medio kilo —con otra pieza en forma de cuña para completar la ración— y dos terrones rotos de azúcar duro.

Echaron té caliente en el jarro del gato y le prometieron más, luego.

Todo eso significaba que eran las ocho de la mañana del 27 de diciembre.

Innokenty, echó la ración de azúcar de todo el día en el jarro, quiso vulgarmente revolver con el dedo, pero el dedo no resistió el agua caliente. La mezcló moviendo la taza, bebió con deleite y levantó la mano para pedir más. (No tenía ganas).

Con un estremecimiento de felicidad bebió la segunda jarra sin azúcar, pero sintiendo con intensidad el aroma del mismo té.

Sus pensamientos tenían una claridad que nunca había conocido.

Siempre enganchándose en el colchón arrollado, empezó a recorrer el estrecho pasaje entre el banco y la pared opuesta, esperando la batalla: tres cortos pasos adelante y tres cortos pasos atrás.

Otro de los pensamientos de Epicuro —ayer, libre, difícil de entender y de refutar— le flotó-en la mente:

"Los sentimientos interiores de satisfacción y de insatisfacción son los criterios más elevados del bien y del mal".

La filosofía de un salvaje.

A Stalin le gustaba matar; entonces, ¿para él matar era una virtud?-Y como estar encarcelado por tratar de salvar a alguien no le producía, después de todo, ninguna satisfacción, ¿era algo malo?

¡No! El bien y el mal tenían ahora para Innokenty una definición sustantiva y se distinguían visiblemente uno del otro: obra de la brillante puerta gris, las paredes verde aceituna, la primera noche de prisión.

Desde la cima de lucha y sufrimiento a la que lo habían elevado, la sabiduría del filósofo antiguo parecía el balbuceo de una criatura.

La puerta se abrió con estrépito.

—¿Apellido? — preguntó abrupto un nuevo guardia, de cara asiática.

—Volodin.

—¡Al interrogatorio! ¡Manos a la espalda!

Puso las manos a la espalda y con la cabeza bien alta, como un pájaro que bebe agua, salió del "box".

LA MAÑANA DE LA EJECUCIÓN DE LOS "STRELTZI"

En la sharashkatambién era hora del desayuno y té matutino.

El día, cuyas horas matinales no presagiaban nada especial, comenzó con la única nota destacada del Teniente Mayor Shusterman, encontrando todo mal; a punto de retirarse hizo todo lo posible para que los prisioneros no durmieran. Afuera el tiempo estaba horrible; tras el deshielo de ayer había helado durante la noche, y el sendero estaba cubierto de escarcha dura. Muchos prisioneros salieron, dieron una resbaladiza vuelta y volvieron a la prisión. En los cuartos, algunos estaban sentados en las literas bajas; otros en las altas, con las piernas colgando o dobladas. No tenían prisa en levantarse; se rascaban el pecho, bostezaban y empezaban antes que de costumbre a burlarse lúgubremente unos de otros y de su desdichado destino. Contaban sus sueños: pasatiempo favorito de encarcelados.

Pero aunque esos sueños incluían los acostumbrados de cruzar un puentecito sobre un turbio torrente, poniéndose botas altas, ningún sueño predijo claramente que un grupo de ellos sería transportado.

Esa mañana Sologdin salió a cortar madera como de costumbre. Durante la noche había tenido la ventana entreabierta, y antes de salir la abrió más.

Rubin, cuyo catre se apoyaba en la misma ventana, seguía sin hablar con Sologdin. Acostado tarde, sufrió de insomnio y de la fría corriente de la ventana, pero no protestó contra la acción de su antagonista. En cambio, se puso la chaqueta de abrigo y la gorra de piel con las orejeras bajas y, así vestido, se cubrió la cabeza con la manta y se acurrucó, sin levantarse a desayunar ni prestar atención a las admoniciones de Shusterman ni al ruido general del cuarto, y tratando, por todos los medios, de aumentar las horas de sueño que le estaban permitidas.