Hubiera sido humano protestar a gritos, pero Innokenty, ya acostumbrado a incomprensibles pruebas y al silencio de la Lubianka, se sometió; hizo lo que la prisión requería de él.

¡Por fin entendía por qué los guardias chasqueaban la lengua! Así avisaban a los colegas que venían escoltados a un prisionero. Se les prohibía dar a éstos la oportunidad de cruzarse; podían comunicarse aliento mutuo con los ojos. Cuando pasó el otro prisionero, a Innokenty lo dejaron salir de la cabina y seguir más lejos.

Ya en la última etapa de la marcha hacia abajo, observó qué gastados estaban los escalones. Nunca había visto cosa igual. El desgaste formaba huecos ovalados de profundidad equivalente a medio escalón, de los lados al centro.

En el descanso había una puerta cerrada con una ventanita enrejada, también cerrada. Era una nueva experiencia: lo hicieron ponerse de pie cara a la pared, lo que no le impidió ver de reojo que su guardia tocaba un timbre eléctrico, que la ventana enrejada se abría con precaución y se cerraba. De pronto, con el ruido de matraca de una llave en la cerradura, la puerta se abrió. Alguien, invisible para él, salió y preguntó:

—¿Apellido?

El instinto lo hizo volverse para mirar a su interlocutor, y vio un rostro ni masculino ni femenino, hinchado, fláccido, con la gran cicatriz roja de una quemadura, y más abajo las charreteras doradas de un teniente.

—¡No se dé vuelta! — gritó el teniente; y siguió con sus monótonas preguntas, que él contestó hablándole a un parche de yeso blanco.

Convencido de que el prisionero pretende ser la persona que figura en la ficha, y de que seguía recordando el año y lugar de su nacimiento, el teniente fláccido tocó el timbre de la puerta que había tenido cuidado de cerrar tras de sí. Otra vez se descorrió con cuidado la barra de la ventana enrejada, y alguien miró por la abertura; la ventana se cerró y la llave hizo otra vez su ruido de matraca para abrir la puerta.

—¡Adelante! — dijo bruscamente el teniente fláccido de cara quemada. Entraron y la puerta se cerró con ruido.

Tuvo apenas tiempo de distinguir a los integrantes de su escolta —uno adelante, uno a la derecha, uno a la izquierda— y de observar el oscuro corredor con sus muchas puertas, un escritorio, un casillero, más guardias a la entrada; el silencio se quebró con la orden, dada por el teniente en voz baja, pero clara.

—¡Cara a la pared; no se mueva!

Era una situación estúpida: mirar el punto donde se unían la pintura aceituna y la blanca, con varios pares de ojos hostiles fijos en su nuca.

Debían estar examinando su tarjeta; el teniente ordenó algo casi en un susurro, pero en el profundo silencio sonó claro:

—Al tercer "box".

El carcelero se apartó de la mesa y, sin mover sus llaves, tomó por el corredor alfombrado de la derecha.

—¡Manos a la espalda; muévase! — dijo muy despacio.

Más allá el corredor hacía un recodo y luego dos más. A un lado la pared conservaba su color neutro de aceituna y al otro había varias puertas con números ovalados, de vidrio:

47 48 49

Bajo los números, las mirillas. Reanimado por la presencia cercana de amigos, Innokenty quería levantar una de las tapas que cubrían las mirillas y pegar un ojo al agujero por un segundo, para mirar la vida, secuestrada de la celda. Pero el guardia lo urgía a seguir y además ya sufría la infección de la pasividad carcelaria; aunque, pensándolo bien ¿qué le quedaba por temer a un hombre perdido? Desgraciadamente para la gente —y por suerte para sus gobernantes— un ser humano está constituido de modo tal que, mientras viva, siempre se le puede quitar algo más. Hasta el preso de por vida, privado de movimiento, de cielo, de familia, de propiedad puede, por ejemplo, ser trasferido a una húmeda celda de castigo, privado de comida caliente, golpeado con palos, y estos míseros últimos castigos adicionales los sentirá con tanta intensidad, como antes sintió su caída desde las alturas de la libertad y de la riqueza. Para evitar estos tormentos finales, el prisionero sigue obediente el régimen carcelario, humillante y odioso, que poco a poco va matando en él al ser humano.

Más allá del último recodo las puertas estaban juntas y los óvalos de vidrio decían:

1 2 3

El guardia abrió la puerta del tercer "box" con ademán amplio, de bienvenida, más bien cómico en este lugar. Innokenty percibió la ironía y lo miró de cerca. Era un muchacho bajo, de hombros anchos, pelo negro y liso y ojos rasgados como cortados por un sablazo. Parecía bastante malvado, no sonreía con los ojos ni con los labios, pero después de docenas de indiferentes empleados de Lubianka vistos esa noche, la cara maligna de este último le pareció agradable.

Encerrado en su "box" miró alrededor. Ya podía considerarse experto en "boxes" por haber tenido oportunidad de comparar varios de ellos. El nuevo era soberbio: un metro de ancho, más de dos de largo, piso de parquet, y casi todo el negocio ocupado por un banco de madera largo y no demasiado angosto, empotrado en la pared. Junto a la puerta, una mesita de madera, hexagonal, no empotrada. Claro que el "box" estaba completamente cerrado y no tenía ventanas; sólo una claraboya negra y enrejada, arriba. El cielorraso era muy alto: tres metros. Las paredes, encaladas, reverberaban por la lámpara de doscientos vatios que irradiaban su luz desde la caja de alambre encima de la puerta.

La luz tan poderosa calentaba el ambiente pero también irritaba los ojos.

La ciencia de ser prisionero se aprende en forma rápida y definitiva.

Esta vez no se permitió falsas esperanzas de que el cómodo "box" nuevo sería suyo por mucho tiempo. Cuando vio el largo banco desnudo, el consentido de que hora en hora dejaba de serlo, supo que su problema inmediato era dormir un poco. Como el animalito de la selva que ha quedado huérfano aprende a vivir solo, así se aplicó en seguida a hacer de su chaqueta un colchón, con la almohada formada por el cuello de astrakán y las mangas. De inmediato se tendió en el banco; parecía muy cómodo; cerró los ojos y sé preparó para dormir.

Pero el sueño huía de él. Dos veces había podido dormitar sin que lo dejasen dormir. Había recorrido todos los grados de la fatiga, Pero aquí, cuando podía dormir, estaba bien despierto. La excitación continua lo tenía en vilo, y no parecía disminuir. Tratando de evitar remordimientos y especulaciones, procuró respirar con regularidad y contar hasta... Es terrible, espantoso no poder dormir cuanto todo el cuerpo está caliente, se puede estirar las piernas por completo y por alguna razón el guardia no abre la puerta haciendo todo el ruido que puede.

Estuvo tendido media hora y por fin comenzó a perder el hilo de sus pensamientos y una viscosa pesadez se extendió, por todo su cuerpo.