—Venga con sus cosas.

—¿Qué?

—¿Qué cosas?

—Esos trapos suyos, por supuesto.

Se levantó sosteniendo chaqueta y gorra, más valiosos que nunca porque el "horno" no los había arruinado. En el umbral, junto al guardia del corredor, apareció un sargento insolente y moreno con charreteras celestes. ¿Dónde encontrarían tipos así? ¿Y qué trabajos les encomendaban?

—¿Apellido? — preguntó el sargento, consultando su hoja de papel.

—Volodin.

—¿Nombre?

—Cuántas veces tienen que preguntármelo?

—¿Nombre y patronímico?

—Innokenty Artemievich.

—¿Año de nacimiento?

—Mil novecientos diecinueve.

—¿Lugar de nacimiento?

—Leningrado.

—Venga con sus cosas; muévase.

Y siguió caminando, chasqueando la lengua.

Esta vez salieron a un patio y bajando unos escalones, llegaron a la oscuridad de ese otro patio cubierto. Pensó si estarían llevándolo a fusilar. Decían que las ejecuciones siempre se hacían de noche, en sótanos.

Y en ese difícil momento se preguntó: ¿para qué iban a darle recibos de sus posesiones si querían fusilarlo? No, no era eso.

(Todavía creía que todos los tentáculos del monstruo se coordinaban en forma racional é inteligente).

Sin dejar de chasquear la lengua, el sargento moreno lo llevó a otro edificio, con un vestíbulo oscuro y un ascensor. A un costado había una mujer cargada de ropa de un gris amarillento, recién planchada; lo miró cuando subieron al ascensor. La planchadora era joven, no bonita, ocupaba un bajo nivel social y lo miró con los mismos ojos de piedra indiferente que todos los demás muñecos mecánicos de la Lubianka; a pesar de todo, él se sintió apenado en su presencia, como cuando las otras muchachas le habían traído recibos rosados, azules y blancos. Ella lo veía tan disminuido y caído, que podría mirarlo con una piedad humillante.

También ese pensamiento desapareció como había venido. ¿Qué importaba todo eso frente a “Guardar Para siempre"?

El sargento cerró la puerta del ascensor y apretó un botón sin número. En cuanto el motor del ascensor comenzó a zumbar, Innokenty reconoció el sonido de la máquina secreta que se imaginara pulverizando huesos tras la pared de su "box". Sonrió sin alegría; el agradable error lo reanimó.

El ascensor se detuvo. El sargento lo llevó a un amplio vestíbulo con muchos guardias de charreteras celestes y franjas blancas. Uno de ellos, lo encerró en un "box" sin número, más grande que los otros, con unos diez metros cuadrados de piso, mal iluminado, paredes color aceituna del piso al cielorraso. El "box" estaba vacío, pero no parecía muy limpio. El piso era de gastado cemento y había un banco estrecho de madera empotrado en una pared, largo, para dar asiento a tres personas al mismo tiempo. Hacía frío y eso le daba al lugar un aspecto más severo. También tenía su mirilla pero la tapa no se levantaba a menudo.

De afuera llegaban sonidos sofocados de botas. Los guardias entraban y salían a cada momento. La vida nocturna de la Prisión Interna era activa.

Al principio pensó que lo dejarían en el "box" N° 8, caluroso, incómodo y enceguecedor, atormentado por la falta de espacio para estirar las piernas, porque la luz le hacía doler los ojos, porque se hacía difícil respirar. Ahora comprendía su error: viviría aquí, en este "box" espacioso, inhóspito y sin número. Sufrió sabiendo por anticipado que el piso de cemento le helaría las piernas, que el ruido constante de ir y venir lo molestaría, y que la falta de luz resultaría oprimente. ¡Cuánto necesitaba una ventana! Aunque fuese muy pequeña, como la ventana de una prisión en los decorados de ópera, pero no había ni siquiera eso.

Era posible escuchar innumerables relatos y leer innumerables memorias sobre el tema, pero no era posible imaginárselo como era: corredores, escaleras, innumerables puertas, oficiales que iban y venían, sargentos, personal de servicio. La Gran Lubianka plena de actividad nocturna, pero ningún otro prisionero a la vista. Era imposible incluso entrever a un semejante; imposible oír una sola palabra no oficial y muy pocas oficiales. Parecía que todo el enorme ministerio estaba despierto esa noche por causa suya, ocupado sólo con él y con su crimen.

La intención destructora de las primeras horas de prisión es aislar al nuevo prisionero de los otros, para que nadie pueda ofrecerle consuelo y todo el peso del elaborado mecanismo caiga sobre él sin alivio.

Las ideas de Innokenty tomaron un cariz erróneo. La llamada telefónica que el día anterior le pareciera un gesto noble, ahora era impulsiva y fútil como el suicidio.

Ya contaba con espacio para caminar, pero estaba exhausto, agotado por el procesó sufrido y no tenía fuerzas para caminar. Tras un par de vueltas se sentó en el banco y dejó caer los brazos junto a las piernas.

¿Cuántas nobles intenciones habría enterradas en estas paredes, selladas en estos "boxes" sin que la posteridad supiera nada de ellas?

Esa maldita, remaldita sensibilidad. Hoy o mañana hubiera volado a París, donde era posible olvidar todo lo relativo a ese pobre tipo que había querido salvar... y al cual, a pesar de sus esfuerzos, no había salvado.

Pensando en ese viaje a París, especialmente los primeros días allí, la libertad se volvía algo tan deslumbrante como inalcanzable. Quería arañar las paredes para desahogar su frustración.

Pero la puerta se abrió, evitándole cometer tal infracción a los reglamentos. Volvieron a verificar su identidad; él respondía como alguien profundamente dormido. Le ordenaron que saliera "con sus cosas". Como en el "box" hacía bastante frío llevaba puesta la gorra, y el abrigo sobre los hombros. Quiso caminar así, sin comprender que le era posible llevar un par de puñales o pistolas cargadas bajo la chaqueta. Le ordenaron que pasara los brazos por las mangas y luego que colocara las manos desnudas a la espalda.

Con nuevos chasquidos de lengua lo llevaron a la escalera próxima al ascensor, y bajaron por ella. Habría sido interesante recordar cuántas vueltas dio, cuántos escalones bajó, y en los momentos de ocio reconstruir el plano de la prisión. Pero sus percepciones del mundo estaban tan alteradas, que se movía insensible, sin saber cuánto habían bajado, cuando de repente, desde algún otro corredor, otro guardia alto se acercó a ellos, chasqueando la lengua en forma tan concienzuda como el que conducía a Innokenty que abrió de pronto la puerta de una cabina de madera verde que obstruía un estrecho descansillo, lo empujó adentro y se apoyó en la puerta para mantenerla cerrada. Adentro había apenas espacio para estar de pie; la luz refleja venía de arriba. La cabina no tenía cielorraso: la luz venía del descansillo.