Rumata se desabrochó el cinto y se soltó la espada.
— Adelante, adelante — dijo.
— ¡La caja! — vociferó el padre Kabani, y después hizo una larga pausa mientras movía de una manera extraña los carrillos.
Rumata, sin quitarle ojo de encima, pasó sobre el banco un pie con la bota de montar llena de polvo y se sentó, poniendo la espada a su lado. — La caja… — repitió el padre Kabani con voz abatida -. Decimos que inventamos cosas. Pero en realidad todo está inventado desde hace muchísimo tiempo. Alguien lo inventó todo hace una enormidad de años, lo metió en una caja, le hizo un agujero en la tapa y se fue… Se fue a dormir… ¿Y qué ocurrió entonces? Llega el padre Kabani, cierra los ojos, mete una mano por el agujero — mientras decía esto, el padre Kabani contempló su mano — y… ¡zas!, ¡lo inventé! Yo inventé esto, dice, y el que no lo crea es un imbécil… Meto la mano una vez, ¿y que sale? Un alambre espinoso. ¿Para qué? Para que los lobos no entren en los rediles. Vuelvo a meter la mano… ¡dos! ¿Y qué? Una cosa muy ingeniosa, un instrumento para picar la carne. ¿Para qué? Para hacer picadillo fino y que la carne sea tierna. ¡Bravo! Meto otra vez la mano… ¡tres! Agua ardiente. ¿Para qué? Para que prenda la leña húmeda. ¡Ah!
El padre Kabani calló y empezó a inclinarse hacia adelante, como si alguien tirara de él sujetándolo por el pescuezo.
Rumata cogió la jarra, olió su contenido y se echó varias gotas en el dorso de la mano. Las gotas tenían un color lila y olían a fuel. Sacó su pañuelo y se limpió bien la mano. En el pañuelo quedaron unas manchas de grasa. La despeinada cabeza del padre Kabani tropezó con la mesa y volvió a levantarse al instante.
— El que puso todo eso en la caja sabía para qué servía… ¿Alambre espinoso para los lobos? Eso es lo que yo creía, imbécil. Pero era para cercar las minas y evitar que se fugaran de ellas los reos del Estado. ¡Yo no quiero eso! ¡Yo también soy reo del Estado! ¿Acaso me preguntaron a mí? ¡Sí, me preguntaron! ¿Eso que es, alambre espinoso? Alambre espinoso. ¿Para los lobos? Para los lobos. ¡Muy bien, bravo! Cercaremos con él las minas. Y Don Reba las cercó personalmente. Y también se quedó con mi picadora de carne. ¡Bravo, tienes ingenio!
Y ahora, en la Torre de la Alegría, hace con ella picadillo fino. Dice que da buen resultado…
Lo sé, pensó Rumata. Lo sé todo. Sé cómo gritaste en el despacho de Don Reba, cómo te arrastraste a sus pies pidiéndole: «¡Dádmela, no la emplee!» Pero ya era tarde. Tu picadora se puso en marcha.
El padre Kabani cogió la jarra y pegó a ella su bocaza. Mientras tragaba aquella mezcla tóxica, rugía como el jabalí. Luego dejó de nuevo la jarra sobre la mesa y empezó a masticar un pedazo de nabo. Las lágrimas corrían por sus mejillas.
— ¡El agua ardiente! — exclamó por fin, con voz entrecortada -. Para encender hogueras y hacer divertidos trucos. Pero, ¿qué le ocurriría al agua ardiente si se pudiera beber? Mezclada con la cerveza, no tendría precio… Por eso no se la doy a nadie. Me la beberé yo mismo. Y me la bebo. Bebo durante todo el día, y también durante toda la noche. Estoy abotagado. Me caigo a cada momento. Hace poco me miré al espejo y no lo creeréis, Don Rumata, pero me asusté. Me miro. ¡Dios mío!, ¿ese es el padre Kabani? Parece más bien un pulpo con manchas de colores. ¡Vaya con lo que inventé! Realmente pueden hacerse verdaderos trucos…
El padre Kabani escupió inconscientemente sobre la mesa y frotó con el pie bajo ella. Luego preguntó de pronto:
— ¿Qué día es hoy?
— La víspera de la fiesta del Justo Koté — dijo Rumata.
— ¿Y por qué no hace sol?
— Porque es de noche.
— Otra vez de noche — murmuró melancólicamente el padre Kabani, y cayó de bruces sobre la mesa.
Rumata permaneció un tiempo silbando entre dientes y mirando a Kabani. Luego se levantó de la mesa y fue hacia la despensa. Allí, entre un montón de nabos y otro de serrín, brillaban los tubos de vidrio del gran alambique del padre Kabani, admirable creación de un ingenio natural, químico por instinto y maestro en el arte de soplar el vidrio. Rumata dio dos vueltas en torno a aquella «máquina infernal», buscó en la oscuridad una barra, y empezó a golpear el aparato al azar. Se oyó ruido de vidrios rotos, de líquidos derramándose y de metales en vibración. Un repugnante olor a orujo agrio invadió la estancia.
Rumata, haciendo crujir con sus tacones los vidrios rotos, se abrió paso hasta el rincón más apartado y encendió una linterna eléctrica. Allí, debajo de un montón de cosas inservibles y dentro de una sólida caja fuerte de silicitona, se hallaba un sintetizador portátil Midas. Apartó lo que le estorbaba, marcó en el disco la combinación de cifras y abrió la tapa de la caja fuerte. El sintetizador parecía algo extraño en medio de todos aquellos objetos, incluso a la blanca luz de la linterna eléctrica. Rumata echó en el embudo receptor varias paletadas de serrín y el sintetizador empezó a funcionar casi en silencio, encendiendo automáticamente las luces de un tablero indicador. Con la puntera de su bota acercó luego un mohoso cubo a la ranura de salida, y en el acto comenzaron a caer en su abollado fondo mohedas de oro con el aristocrático perfil de Pis VI, Rey de Arnakar.
Rumata trasladó al padre Kabani a un camastro de crujientes tablas, le quitó las botas, lo giró del lado derecho y lo tapó con una raída manta. El padre Kabani se despertó, pero no pudo moverse ni razonar. Se limitó a canturrear varios versos de un romance profano que estaba prohibido y que empezaba así:
— Roja florecilla soy, en tu pequeña mano… — y luego volvió a roncar sonoramente.
Entonces Rumata limpió la mesa, barrió el suelo y lavó los cristales de la única ventana, que estaban ya negros por la suciedad y los experimentos químicos que el padre Kabani realizaba en su antepecho. Tras la estufa encontró un barril con alcohol, y lo vació echándolo por un agujero que habían hecho las ratas. Después le dio de beber al potro jamajareño, le echó un pienso de cebada, se lavó, y se sentó a esperar, mirando cómo ardía la lámpara de aceite. Llevaba seis años arrastrando aquella extraña vida, aquella doble vida, y podía decir que ya se había acostumbrado a ella. Pero de vez en cuando, como ahora por ejemplo, pensaba que todas aquellas atrocidades organizadas y aquella aguzada incultura no eran reales, sino fingidas, y que todo pertenecía a una extraña representación teatral cuyo papel principal lo desempeñaba él, Rumata. Le parecía que de un momento a otro, tras una réplica afortunada suya, iban a comenzar los aplausos, y que los expertos del Instituto de Historia Experimental le gritarían entusiásticamente desde sus palcos: «¡Muy bien, Antón! ¡Genial! ¡Bravo, Toshka!». Rumata llegó incluso a mirar a su alrededor, pero no vio una sala llena de público sino tan solo una humilde habitación de toscas paredes de troncos ennegrecidos por el hollín.
En aquel momento el caballo relinchó y coceó, y se oyó un ruido bajo, acompasado y continuo, tan familiar para él que se le saltaron las lágrimas, pero increíble en aquel país. Rumata lo escuchó con la boca abierta. El ruido cesó al fin, la llama de la lámpara vaciló, y la luz se avivó. Se abrió la puerta y, procedente de la oscura noche, irrumpió en la estancia Don Kondor, Juez General, Custodio de los Grandes Sellos del Estado de la República Mercantil de Soán, Vicepresidente de la Conferencia de los Doce Negociantes y caballero de la Orden Imperial de la Mano Santa.