— Y por eso quemaron a Horán — dijo Rumata tristemente.

— Sí, lo quemaron. Pero dijo eso refiriéndose a nosotros. Yo llevo aquí quince años. Hasta he dejado de soñar en la Tierra. En una ocasión, cuando revolvía unos papeles, encontré la fotografía de una mujer y tardé mucho en recordar quién era. Hay veces que pienso horrorizado que he dejado de ser un miembro del Instituto para convertirme en un ejemplar de su museo, es decir, el Juez General de una república feudal mercantil, y que en este museo ya hay una sala reservada para mí. Eso es lo realmente terrible: el tener que identificarse con este papel. Dentro de cada uno de nosotros, el noble Don lucha con el revolucionario. Y todo lo que hay a nuestro alrededor ayuda al noble Don, mientras que el revolucionario está solo, porque hasta la Tierra hay muchos años y muchos parsecs. — Don Kondor hizo una pausa -. Así son las cosas, Antón — dijo después con voz más enérgica -. Debemos seguir siendo revolucionarios.

No me comprende, pensó Antón — Rumata. ¿Cómo me va a comprender? El ha tenido suerte, no sabe lo que es el Terror Gris ni quién es Don Reba. Todos los acontecimientos de que ha sido testigo durante los quince años que lleva trabajando en este planeta se ajustan más o menos a la teoría básica. Por eso, cuando yo le hablo de fascismo, de las Milicias Grises y de activación de la pequeña burguesía, a él le parece que todo esto son manifestaciones sentimentales. ¡No juegues con la terminología, Antón! Las confusiones terminológicas traen consecuencias peligrosas. No puede comprender que el nivel normal del salvajismo medieval corresponde al pasado feliz de Arkanar. A él le parece que Don Reba es algo así como el Cardenal Richelieu, es decir, un político inteligente y previsor que defiende el absolutismo frente a los desafueros de los nobles feudales. Yo soy el único en este planeta que veo la sombra horripilante que se está extendiendo por este país, aunque todavía no llegue a comprender de quién es esta sombra y lo que significa… Además, ¿cómo puedo convencerle si veo en sus ojos que casi está dispuesto a mandarme a la Tierra para someterme a una cura?

— ¿Cómo sigue nuestro estimado Sinda? — preguntó.

Don Kondor dejó de taladrarle con la mirada y gruñó:

— Está bien, gracias. — Luego, tras una pausa, dijo -: Tenemos que convencernos de una vez por todas de que ni tú, ni yo, ni ninguno de nosotros, veremos el fruto real y tangible de nuestro trabajo. Nosotros no somos físicos, sino sociólogos. Para nosotros la unidad de tiempo no es el segundo, sino el siglo, y nuestra obra no es ni siquiera sembrar, sino tan solo preparar el suelo para la siembra. A veces llegan de la Tierra algunos… entusiastas, que el diablo se los lleve, sprinters con escasa capacidad pulmonar…

Rumata sonrió de mala gana y se tironeó innecesariamente de las botas. Sprinters, pensó. Sí, ha habido sprinters.

Hacía diez años, Stefan Orlovski, llamado aquí Don Kapata, comandante de una compañía de ballesteros de Su Majestad Imperial, durante los tormentos públicos de dieciocho brujas estorianas, ordenó a sus soldados disparar contra los verdugos, mató a sablazos al Juez Imperial y a dos ujieres, y por fin se vio ensartado por las picas de la guardia de palacio. Mientras se retorcía agonizante no dejaba de gritar: «¡Sois personas! ¡Acabad con ellos!». Pero nadie podía oír su voz, ahogada por el rugido de una multitud que gritaba: «¡Fuego! ¡Más fuego!»

Casi en la misma época, en el otro hemisferio, Cari Rosemblum, uno de los especialistas más competentes en las guerras campesinas de Alemania y Francia, conocido allí como Pani-Pa, negociante en lanas, sublevó a los campesinos murisanos, tomó por asalto dos ciudades y fue asesinado de un flechazo por la espalda cuando intentaba poner coto a los saqueos. Todavía estaba vivo cuando acudió el helicóptero de salvamento, pero ya no podía hablar. Lo único que hizo fue mirar a sus salvadores con una expresión culpable en sus grandes y perplejos ojos azules anegados en lágrimas.

Y poco antes de la llegada de Rumata, el amigo y confidente del tirano de Kaisan (el especialista en historia de las reformas agrarias Jerome Tafnat, perfectamente camuflado), promovió sin más un motín palaciego, usurpó el poder, y durante dos meses intentó instaurar el Siglo de Oro, sin dignarse responder a las interpelaciones que le hacían sus compañeros desde la Tierra, adquirió fama de loco, y después de salir ileso de ocho atentados fue felizmente secuestrado por el comando de emergencia del Instituto y trasladado en un submarino a la base insular que tenían en el Polo Sur.

— Y en la Tierra — murmuró Rumata — creen aún que los problemas más difíciles de resolver son los que plantea la Física del Cero…

Don Kondor levantó la cabeza.

— Oh, por fin — susurró.

El potro jamajareño pateó y relinchó estridentemente, y se oyó una enérgica maldición pronunciada con marcado acento irukano. Se abrió la puerta y apareció don Gug, chambelán mayor de su excelencia el Serenísimo Duque de Irukán, grueso, colorado, con el bigote arrogantemente atusado hacia arriba, una sonrisa de oreja a oreja y unos ojos pequeños y alegres que brillaban bajo los bucles de una peluca color castaño. Rumata sintió el impulso de levantarse de un salto y abrazar al recién llegado, que no era otro que Pashka, su amigo de la infancia; pero don Gug asumió bruscamente una actitud formal, hizo una adusta mueca cortesana y una ligera reverencia, apretando su sombrero contra el pecho, y distendió los labios en una sonrisa de circunstancias. Rumata miró furtivamente a Alexandr Vasílievich. Pero este se había convertido de nuevo en el Juez General y Custodio de los Grandes sellos, y estaba sentado con las piernas abiertas, la mano izquierda apoyada al costado y la derecha en la dorada empuñadura de su espada.

— Habéis negado tarde, Don Gug — dijo en tono desagradable.

— Mil perdones, señor — medio gritó Don Gug, al tiempo que se aproximaba a la mesa -. Juro por el raquitismo de mi duque que el retraso ha sido debido a circunstancias imprevistas. Las patrullas de Su Majestad el Rey de Arkanar me han detenido cuatro veces, y he tenido que batirme otras dos con unos desvergonzados — mientras decía esto, levantó con elegancia su brazo izquierdo y mostró la ensangrentada venda que lo cubría — Y a propósito, nobles Dones, ¿de quién es ese helicóptero que hay tras la casa?

— Mío — contestó desabridamente Don Kondor -. No dispongo de tiempo para irme batiendo por las carreteras.

Don Gug sonrió amistosamente y se sentó a horcajadas en el banco.

— Nobles Dones — dijo -, hemos de constatar que el sapientísimo doctor Budaj ha desaparecido misteriosamente entre la frontera irukana y el Soto de las Espadas.

El padre Kabani se agitó en su camastro, se dio media vuelta y murmuró con voz espesa, sin despertarse:

— Don Reba…

— Dejad que me encargue yo de Budaj — dijo Rumata violentamente -, e intentad al menos comprenderme…

II