La lucha se hace difícil por las irregularidades del terreno, que a menudo se convierte en montañoso. Por las dos partes, la artillería dispone de cañones de tiro rápido Vickers de ciento cinco milímetros, cañones de montaña tipo Schneider, de producción española, y cañones franceses del setenta y cinco. Los facciosos disponen de algunos cañones de plaza y tanques. Las fuerzas gubernamentales cuentan con un tren blindado. La infantería de ambas partes está armada con fusiles máuser y, en parte, con granadas de mano. Hay algunos grupos de zapadores minadores. Hay algunos aviones ligeros de reconocimiento. Los medios de enlace y de dirección son insuficientes. Los combates se libran con vistas al dominio de líneas naturales, de cotas y poblados. No se efectúan trabajos de zapador en el campo, no hay trincheras.

—Eso es todo. Lo demás lo verá usted mismo.

El coronel ha puesto sobre el mapa el lápiz rojo, cuidadosamente afilado.

Después de estrecharme la mano, ha permanecido en medio de la enorme estancia; español sombrío, de afilado rostro.

Hemos dormido en las frescas habitaciones embaldosadas de la casa episcopal; la argentífera luna entraba por las ventanas; los soldados discutían y cantaban bajo los arcos.

12 de agosto

En Angüés se encuentran destacamentos campesinos, un batallón del regimiento de Villalba y el Estado Mayor de la artillería. El capitán Medrano, carirrojo, orondo y chocarrero, está herido en una pierna, que lleva vendada; camina apoyándose en un bastón, contoneándose. No sé por qué los cañones están aquí con las fundas puestas, a quince kilómetros del enemigo, en los patios de los campesinos. Los muestran con orgullo y explican cándidamente que los cañones todavía no han disparado por falta de municiones.

Continuamos nuestro camino. En el kilómetro quince, delante de Angüés, el centinela dice que no se puede seguir; aquí ya disparan, más allá se encuentra el enemigo.

En este mismo lugar, en una casita de peones camineros, hay una compañía del batallón de Villalba. Al capitán, hombre de edad madura y gordo, le hace muy poca gracia nuestro deseo de recorrer la primera línea. En vez de esto, nos ha propuesto comer. La comida será estupenda, el cordero ya se está asando a las brasas, el vino es de primera; la fruta, como no se encuentra en ninguna otra parte.

—¿Qué enemigo tiene enfrente?

—Los facciosos.

—Pero ¿quiénes, en concreto? ¿Qué fuerzas? ¿Cuántos cañones y ametralladoras? ¿Disponen de caballería?

El capitán se ha encogido de hombros. Si el enemigo se llama enemigo es porque no da cuenta de sus dispositivos ni de sus fuerzas. ¡De otro modo no sería enemigo, sino amigo! En torno, todo son risas ante la sabiduría y la agudeza del capitán.

—¿Han salido de reconocimiento?

No, el capitán no ha hecho reconocimientos. Pero un soldado fue a la caza del conejo y dijo que por la izquierda los facciosos tenían ametralladoras, dispararon contra él. Si el señor lo desea, se pueden pedir detalles al mozo, el propio capitán pensaba hacerlo hace tiempo. Han empezado a buscar al mozo, pero ha resultado que éste se ha ido a Lérida, se le ha puesto enferma la hermana. Entretanto, se sirve la mesa. La comida es excelente, en efecto. Se sientan a lo democrático, todos juntos; todos escuchan, ceremoniosos, la amable conversación, que traduce Marina; el capitán encomia el Ejército Rojo, yo elogio el ejército español. El capitán explica que él lleva ya treinta años de servicio militar, que siempre ha sido y será fiel al gobierno. No puede comprender cómo ha habido gente que se ha levantado en contra. No basta que el gobierno no les guste, esto no es una razón para sublevarse contra él. El gobierno es el gobierno... Las montañas de aromático cordero poco a poco se van derritiendo. Me enseñan a beber del porrón —vasija de vidrio con un pitón corto y otro largo— dirigiendo el chorro de vino directamente a la boca abierta; a todos les hace gracia mi poca habilidad. Se quedan estupefactos al enterarse de que en Rusia no hay porrones y de que allí sólo saben beber con vasos.

Después de la comida, el capitán ha desaparecido —los soldados han dado a entender, con gestos, que se había ido a la tumbona—. Por lo visto están todos muy contentos de tener por comandante a un padrazo; me han explicado —traduciendo Marina— que es una buena persona.

Jiménez y yo hemos rebasado el puesto de guardia avanzado y hemos seguido adelante a rastras. Los soldados no nos lo han impedido. A los cien metros, cansados de arrastrarnos, hemos continuado en cuclillas; luego, totalmente erguidos. En torno, silencio, ni un alma, viento. Así hemos caminado unos tres kilómetros; hemos encontrado una carreta sin caballos, nada más; todo está en calma. Jiménez ha examinado con mis gemelos las colinas de los alrededores —aún había otros dos o tres kilómetros sin posiciones de fuego—. Es posible que el enemigo se encuentre tras esos altozanos, es posible que esté más lejos. Hemos regresado, hemos comenzado a explicar a los del puesto avanzado que el enemigo está por lo menos a cuatro kilómetros de distancia. Ellos lo han confirmado. A Marina los soldados también le habían dicho que el enemigo está lejos, pero no pueden atacarle porque falta para ello la orden del centro.

Nos hemos dirigido hacia el norte, hacia el pueblo de Siétamo, tomado el día anterior a los fascistas por sexta vez. Las viejas casas del pueblo forman como una mancha negra en una leve hondonada entre montañas.

Al anochecer, hemos subido al pueblo. En Siétamo se encuentra un destacamento obrero bien armado. Los hombres han venido de Barcelona. Es gente fogueada, tranquila, que participó en los combates de julio. El jefe de la columna, Santos, albañil, trabajaba aún no hace mucho en el sur de Francia. Tiene a su lado a un consejero, un joven teniente. A los especialistas militares los llaman, aquí, «técnicos». Me han mostrado los cadáveres de dos hombres muertos en el tiroteo de la mañana. A uno la bala le entró en el cráneo por encima de la oreja; al otro, le penetró por el sacro. Se parecen uno al otro. Son de poca estatura, delgados, casi unos niños. Uno tiene apretado en la mano un pañuelo blanco. Son los primeros muertos que veo en la guerra civil española.

Mañana por la mañana la columna quiere ocupar dos alturas que dominan a Siétamo por la parte de los facciosos. Jiménez y yo nos acostamos a dormir en una vieja casa campesina, sobre bancos de piedra, encima de colchonetas de cuero. De una cuba vacía nos llega el tufo acre y turbador del vino.

Nos han despertado las explosiones y el tiroteo. Nos hemos levantado de un salto, hemos empuñado el fusil. Me he precipitado al cuarto inmediato, he encendido una cerilla; Marina dormía como un tronco, vestida, estiradas sus largas piernas, sonriendo como una niña. A la primera llamada se ha levantado, no ha preguntado nada y ha tomado su pesado fusil. He abierto el portalón de par en par, he puesto el coche a la salida y he hecho subir a la muchacha al asiento posterior.

Se disparaba a lo largo de la callejuela. Jiménez y yo hemos avanzado a saltos. Desde el campanario, alguien, por lo visto de los nuestros, arrojaba granadas por encima de los tejados. El estrépito es infernal. Alaridos. Son los fascistas, que gritan. Su grito, que congela el alma, impresiona mucho a nuestros combatientes. De súbito, nos encontramos de manos a boca con Santos, por poco nos damos un topetón. En dos palabras nos ha explicado lo que ocurría: un centinela se ha dormido, los fascistas le han degollado y han ocupado un extremo del pueblo, por lo visto con un pequeño destacamento. Ahora hay que cortar a este grupo de vanguardia antes de que le lleguen refuerzos.