En una casita de la plaza está reunido el Comité Militar. Al pie de las ventanas, cantan unos jóvenes. La Roja Weddingsucede a la Carmagnole—,luego resuena la desconocida letra castellana de Guerrilleros del Amur.Aquí se han reunido hombres de todo el orbe, hasta suecos, australianos y macedonios. Hay, incluso, un negus abisinio, no auténtico, desde luego. Es un obrero italiano que se ha dejado crecer la barba y la lleva como el Negus. Es un hombre muy valiente, no se pierde ni un ataque, va ai combate desnudo hasta la cintura, con el fusil y la navaja. Todos le fotografían en recuerdo, y él repite una y otra vez: «Es necesario que lo vea Mussolmi: ha de ver que otra vez peleo contra él, no en Abisinia, sino aquí.»

De pronto, confusión, se oye el zumbido de un motor. Apagan las luces. Aparece un avión, muy pequeño, una simple avioneta. Da vueltas sobre Tardienta hasta que empiezan a disparar contra él al azar.

Encontrar un rincón para dormir no es fácil, todo está archirrepleto. A mí me han alojado en un molino de vapor. El dueño era un destacado fascista de la localidad; le fusilaron. En su dormitorio, ya bastante sucio, me ha recibido un hombre de edad madura, con la cara completamente negra por el pelo sin afeitar. Es un reportero del diario barcelonés La Publicitat.Ha sacado una tarjeta de visita de una tosca cartera de bolsillo y me la ha entregado. Yo he hecho lo mismo. Nos hemos saludado ceremoniosamente y, sin decir una palabra, nos hemos acostado juntos en la única y sucia cama.

14 de agosto

Me he despertado en la cama del molinero, vestido, abrazado a un barbudo. El colega periodista en seguida se ha puesto en movimiento, se ha arreglado el viejo cuello de la camisa, ha salido y ha vuelto con el café en un pote de soldado y un buen trozo de pan. Trueba, Alber y Marina han venido a compartir el desayuno. Yo he manifestado que quiero ir a Bujaraloz, a ver a Durruti. Trueba ha dicho que me acompañaría, quiere ver la columna anarquista.

Dos horas de viaje por caminos vecinales nos han cubierto otra vez con una espesa capa de harinoso polvo calcáreo. De nuevo nos hemos parado, una y otra vez, para comprobar el camino, paralelo al frente, a una distancia de tres o cuatro kilómetros. El enemigo también se confunde por estos caminos. Esta noche, una patrulla de campesinos ha gritado a un automóvil: «¿Quién vive?» Pronta respuesta: «¡Falange española!» Los campesinos han hecho fuego, han dado muerte a todos los viajeros, entre ellos un coronel fascista.

Bujaraloz está totalmente cubierto de banderas rojinegras, con decretos, firmados por Durruti, pegados a las paredes o, simplemente, con carteles: «Durruti ha ordenado esto y lo otro.» La plaza de la villa se llama «Plaza de Durruti». El propio Durruti, con su Estado Mayor, se ha instalado en la casita de un peón caminero, al pie de la carretera, a dos kilómetros del enemigo. Esto no es muy prudente, pero aquí todo se halla subordinado a hacer alarde de valentía aparatosa. «Moriremos o venceremos», «Moriremos, pero tomaremos Zaragoza». «Moriremos, cubriéndonos de gloria ante todo el mundo»: esto se lee en banderas, en carteles y en octavillas.

El famoso anarquista nos ha recibido, al principio, sin prestarnos mucha atención, pero al leer en la carta de Oliver las palabras Moscú, Pravda,en seguida se ha animado. Ahí mismo, en la carretera, entre sus soldados, con el evidente propósito de atraer su atención, ha iniciado una fogosa polémica. Sus palabras están saturadas de pasión tenebrosa y fanática:

—Es posible que tan sólo un centenar de nosotros sobreviva, pero este centenar entrará en Zaragoza, aplastará el fascismo, levantará la bandera de los anarcosindicalistas, proclamará el comunismo libertario... Yo seré el primero en entrar en Zaragoza, proclamaré allí la comuna libre. No nos subordinaremos ni a Madrid ni a Barcelona, ni a Azaña ni a Giral, ni a Companys ni a Casanovas. Si quieren, que vivan en paz con nosotros; si no quieren, nos plantaremos en Madrid... Les mostraremos a ustedes, bolcheviques, rusos y españoles, cómo se hace la revolución, cómo se ha de llevar hasta el final. En su país, hay dictadura, en el Ejército Rojo tienen coroneles y generales, mientras que en mi columna no hay ni jefes ni subordinados, todos somos iguales en derechos, todos somos soldados, y aquí yo también soy un simple soldado.

Viste mono azul; lleva gorro confeccionado con satén rojo y negro; es alto, de complexión atlética, de hermosa cabeza, en la que apuntan tan sólo las canas, autoritario; se impone a los que le rodean, pero hay en sus ojos algo excesivamente emocional, casi femenino, con una mirada, a veces, de animal herido. A mí me parece que le falta voluntad.

—Entre mis hombres, nadie presta servicio por deber, por disciplina; todos han venido aquí movidos sólo por el deseo de luchar, porque están dispuestos a morir por la libertad. Ayer, dos pidieron permiso para ir a Barcelona a ver a sus familias —les quité los fusiles y les dejé marchar definitivamente—; hombres así no me hacen falta. Uno dijo que había cambiado de opinión, que había decidido quedarse. No le admití. Así haré con todos, ¡aunque nos quedemos una docena! Sólo de este modo se puede formar un ejército revolucionario. La población está obligada a ayudarnos —no en vano luchamos contra toda dictadura, ¡por la libertad para todos!—. Al que no nos ayude, lo barreremos de la faz de la tierra. ¡Barreremos a todos cuantos obstaculizan el camino de la libertad! Ayer disolví el Consejo municipal de Bujaraloz; no prestaba ayuda a la guerra, obstaculizaba el camino de la victoria.

—De todos modos esto huele a dictadura —he dicho—. Cuando los bolcheviques, durante la guerra civil, disolvían a veces las organizaciones infectadas de enemigos del pueblo, eran acusados de emplear métodos dictatoriales. Pero nosotros no nos encubríamos con palabras sobre la libertad universal. Nunca hemos negado la dictadura del proletariado y siempre la hemos fortalecido a banderas descubiertas. Además, ¿qué ejército pueden formar ustedes sin jefes, sin disciplina, sin obediencia? O no piensan combatir en serio o disimulan; tienen ustedes cierta disciplina y cierta subordinación, sólo que con otro nombre.

—Nosotros tenemos la indisciplina organizada. Cada uno responde ante sí y ante la colectividad. A los cobardes y a los merodeadores, los fusilamos, los juzga el comité.

—Esto aún no significa nada. ¿De quién es este automóvil?

Todas las cabezas se han vuelto hacia el lugar que yo señalaba con la mano. En una pista, junto a la carretera, había unos quince automóviles, en su mayor parte Fordsy Adlers desvencijados, deslucidos, y entre ellos un lujoso Hispano-Suiza abierto, con incrustaciones de plata, con almohadas recubiertas de lujoso cuero.

—Es el mío —ha dicho Durruti—. He debido tomar el más veloz para llegar antes a todos los sectores del frente.

—Muy bien hecho —he contestado—. El comandante ha de tener un buen coche, si es posible. Sería ridículo que los combatientes de filas fueran en este Hispano y que usted, entretanto, fuera andando o en un Ford desvencijado. He visto sus órdenes, están pegadas en los muros de Bujaraloz. Empiezan con las palabras: «Durruti ha ordenado...»