Éste no había vuelto y vano fue que el príncipe agitase la campanilla. Nadie le abrió. En la puerta de la madre tuvo más éxito. Le abrieron, pero fue para declararle que Parfen Semenovich estaba ausente y no tornaría de seguro hasta dentro de tres días. Como antes, la criada consideró a Michkin con una curiosidad extraña, que turbó no poco al joven. Menos afortunado que por la mañana, no pudo encontrar al portero. Como antes, al salir de la casa miró las ventanas. Media hora más o menos paseó por la acera, bajo un calor intolerable. Esta vez nada se movió, las ventanas no se abrieron, los visillos blancos continuaron corridos. Se afirmó definitivamente en la idea de que por la mañana había sido víctima de una ilusión. Además, dada la suciedad de los cristales, que denotaban no haber sido limpiadas hacía mucho, resultaba muy difícil distinguir desde la calle el rostro de una persona, aun cuando en efecto se hubiese asomado.

Tranquilizado por este pensamiento, el príncipe volvió a Ismailovsky Polk, donde ya le esperaban. La viuda había ido a tres o cuatro sitios, especialmente a casa de Rogochin; pero todas sus gestiones resultaron infructuosas. Nada había averiguado en parte alguna. Michkin la escuchó en silencio, entró en la sala, sentóse en un diván y miró a todos como si no comprendiese de qué le hablaban. Antes se había mostrado atento a todo y ahora parecía enormemente distraído. Los miembros de aquella familia contaron después que la actitud del joven les había parecido muy rara. «Quizás empezara entonces a manifestarse su enfermedad», comentaron. Al fin levantóse y pidió que le enseñaran las habitaciones de Nastasia Filipovna. El departamento se componía de dos piezas vastas, claras, altas de techo y decorosamente amuebladas, aun cuando el alquiler no fuese caro. Según dijeron también ulteriormente aquellas señoras, el visitante examinó uno a uno todos los objetos que había en las dos habitaciones. En una mesita aparecía una novela francesa, Madame Bovary. Al verla, el príncipe dobló la página por donde estaba abierta, pidió permiso para llevarse el tomo y se lo echó al bolsillo, aunque le advirtieron que pertenecía a un gabinete de lectura. Al acercarse a una ventana vio una mesita de juego cubierta de cifras anotadas con tiza, y preguntó quiénes solían jugar allí. Le contestaron que desde el regreso de Nastasia Filipovna a San Petersburgo, ella y Rogochin jugaban todos los días a tomto, a la preferencia, al whist y a toda clase de juegos. Explicáronle también que la idea de aquel entretenimiento se le había ocurrido a Rogochin. Nastasia Filipovna decía con mucha frecuencia que se aburría, ya que él no sabía hablar de nada y se pasaba horas enteras sin abrir la boca. Un día, Rogochin, al llegar, sacó una baraja del bolsillo. Nastasia Filipovna sonrió y ambos iniciaron una partida. El príncipe quiso saber dónde estaban los naipes. Pero no había ninguno en el departamento. Rogochin llevaba cada día una baraja nueva y se la volvía a llevar.

Las damas creían oportuno volviera de nuevo a casa de Rogochin y llamar con más fuerza que antes, pero no en aquel momento, sino a la noche. «Tal vez se obtendría algún resultado.» La viuda anunció, además, que iba a dirigirse a Pavlovsk, ya que pudiera darse el caso de que Daría Alexievna tuviese alguna noticia, y rogó al príncipe que volviera a las diez, para ponerse de acuerdo sobre las gestiones que convenía realizar al día siguiente. Pese a todas las palabras de consuelo que le prodigaron, Michkin estaba sumido en la desesperación. Presa de indefinible disgusto regresó andando a su hotel. San Petersburgo, tan caluroso, tan polvoriento en el estío, le oprimía como una tenaza. Por el camino se cruzaba con gentes humildes de rostros taciturnos y ebrios. Debió de dar muchos rodeos sin notarlo, porque declinaba la tarde ya cuando entró en su habitación. Resolvió descansar un rato y volver luego a casa de Rogochin, como le aconsejaran las señoras de Ismailisky Polk. Sentóse en el diván, apoyó los codos en la mesa y se abismó en sus reflexiones.

Cuáles fueron éstas, y cuánto duraron, es cosa que sólo Dios puede saber. Michkin temía muchas cosas a la vez y al percibirlo le producía infinita congoja. Repentinamente pensó en Lebediev y en su hija Vera. El funcionario podía saber algo a propósito de aquel asunto y aun, de no saber nada, tenía mejores medios de informarse. Luego el príncipe se acordó de Hipólito y de que el joven había recibido la visita de Rogochin. Después la idea del propio Rogochin ocupó su mente. Parfen Semenovich había estado en las exequias del general Ivolguin; el mismo príncipe le pudo avistar en el parque, más tarde. Y en este mismo hotel, oculto en un pasillo oscuro, había Rogochin tiempo atrás esperado, cuchillo en mano, a Michkin. Éste recordó el brillo que tenían los ojos de aquel hombre en las tinieblas del corredor. Se estremeció: la idea embrionaria que tanto venía turbándole acababa de precisarse en definitiva. Y poco más o menos asumía esta forma: «Si Rogochin está en San Petersburgo, podrá ocultarse por el momento, pero más pronto o más tarde vendrá en mi busca. Vendrá, sea para bien o para mal. Y cuando necesite verme me buscará en este hotel y en este corredor. Ignora mi dirección y por consecuencia se inclinará a presumir que me he instalado en el mismo hotel. Al menos, procurará encontrarme aquí... Si tiene mucha necesidad de verme... ¿Y por qué no la ha de tener? ¿Por qué no he de serle necesario?

De tal modo pensaba Michkin y su idea se le antojaba muy verosímil. De haber profundizado en los motivos de que ello le pareciese así, no hubiera sabido explicárselos. ¿Cómo, por ejemplo, se creía necesario a Rogochin hasta el punto de que no pudiera dejar de haber un encuentro entre ambos? Le habría sido imposible decirlo. Pero aquel pensamiento le dolía. «Si es feliz, no vendrá —meditaba—; pero vendrá si es desgraciado, y lo es con toda certeza...»

Tal convicción debiera haberle hecho quedarse en su habitación y aguardar a Rogochin; pero, por el contrario, como si fuese incapaz de soportar el peso de aquella nueva idea, tomó su sombrero y salió de la habitación. El pasillo estaba ya sumido en una oscuridad casi completa. «¡Si ahora él saliese de ese rincón y me parara en la escalera!», pensó al acercarse al lugar donde Rogochin había querido agredirle. Pero no sobrevino nadie. Franqueó el umbral del portón, y, ya en la acera, se extrañó al ver la mucha gente que, una vez puesto el sol, había salido a la calle, como siempre sucede durante los calores del verano de San Petersburgo. Dirigióse hacia la casa de Rogochin y antes de la primera bocacalle, a cosa de cincuenta pasos del hotel, alguien mezclado entre el gentío le tocó un codo e inclinándose a su oído le dijo a media voz:

—León Nicolaievich, hermano mío, sígueme. Es necesario.

Era Rogochin. Y el príncipe experimentó, por raro que ello fuese, una alegría que le quitó el uso de la palabra. Con voz ininteligible declaró a Rogochin que poco antes casi había esperado verle en el corredor de la fonda.

—Ya he estado allí. Vamos.

La insólita respuesta sorprendió al príncipe, pero su sorpresa sólo se produjo después de haber reflexionado, esto es, a los diez minutos. Entonces se sintió inquieto y examinó a Rogochin con atención. El joven le precedía a medio paso de distancia, mirando ante sí, sin fijar la mirada en los transeúntes y eludiendo, maquinalmente, el tropezarse con ellos.

—¿Por qué has ido al hotel? ¿Y cómo no has preguntado por mí? —inquirió Michkin.

Rogochin se paró, miró a su interlocutor, meditó un instante, y dijo como si no hubiese entendido la pregunta: