—Sí; parece mentira que ese hombre que yace en el ataúd sea el mismo que hace tan poco tiempo presidió nuestra reunión. ¿Se acuerda? —dijo Lebediev en voz baja—. Pero ¿qué busca usted?

—Nada; me había parecido...

—¿Miraba a Rogochin?

—¿Es que está aquí?

—Sí; en la misma iglesia.

—Me parecía, en efecto, haber visto sus ojos —murmuró el príncipe con agitación—, pero ¿cómo está aquí? ¿Le han invitado?

—No se ha pensado en ello siquiera. La familia del difunto no le conocía. Ha entrado como muchos otros, mezclado con la gente. ¿Por qué le extraña? Yo suelo encontrarle a menudo. La semana pasada le vi cuatro veces en Pavlovsk.

—Yo no le he hallado... ni una sola vez desde entonces... —balbució Michkin.

Y como Nastasia Filipovna no le había hablado tampoco de que hubiese visto a Rogochin, el príncipe concluyó que Parfen Semenovich, fuese por la causa que fuera, procuraba ocultarse. Todo el día estuvo Michkin muy pensativo. En cambio, Nastasia Filipovna exteriorizó viva alegría.

Kolia, que se había reconciliado con Michkin ya antes de la muerte del general Ivolguin, le propuso, dada la urgencia del caso, nombrar padrinos de boda a Keller y Burdovsky. Respondía de la buena conducta del primero, e incluso opinaba que podría «ser útil». La elección de Burdovsky, hombre tranquilo y modesto, no despertó ninguna objeción. Nina Alejandrovna y Lebediev hicieron notar a Michkin que, ya que estaba resuelto a casarse, al menos no debía hacerlo en Pavlovsk, entonces lleno de veraneantes. ¿No valía más que los futuros esposos recibiesen la bendición nupcial en cualquier capilla privada de San Petersburgo? Michkin comprendió la segunda intención que ocultaban tales palabras, pero repuso que aquella boda con tanta publicidad era deseo formal de Nastasia Filipovna. Al día siguiente, Keller, informado de su designación como padrino, visitó al príncipe. Se detuvo en el umbral de la habitación y alzando la mano derecha como para prestar juramento, declaró:

—¡No beberé una sola gota!

Luego se acercó a su amigo, estrechóle ambas manos calurosamente y le dijo que él había visto al principio con malos ojos aquel proyectado enlace, no recatándose de proclamarlo así en billares y tabernas. Pero si era hostil a tal matrimonio debíase sólo a que había soñado para su amigo algo mucho mejor, esperando verle desposarse con la princesa de Rohan, o al menos de Chabot. Mas ahora reconocía que el príncipe pensaba con una nobleza doce veces mayor que «todos nosotros juntos». Porque no anhelaba la pompa, la riqueza ni aun el honor, sino sólo la verdad. Las inclinaciones de los altos personajes eran bien conocidas y el príncipe estaba harto altamente situado por su educación para no ser, en general, un alto personaje.

—Pero toda la canalla, toda la chusma, es de otra opinión. En la población, en las casas, en las reuniones, en los hoteles, en los conciertos, en los despachos de bebidas, en las salas de billar, no se habla más que del inminente acontecimiento y todos se muestran escandalizados. Incluso he oído decir que se quiere organizar una cencerrada bajo sus ventanas la primera noche. Si necesita usted, príncipe, la pistola de un hombre honrado, estoy dispuesto a disparar media docena de tiros como un caballero antes de la mañana siguiente a su boda.

Temiendo, además, una formidable invasión de bocas sedientas al finalizar la ceremonia, Keller propuso, de adehala, que se colocase una manga de riego en el patio para hacer frente a la situación. Lebediev votó en contra de la propuesta, asegurando que el resultado de ello sería que los ofendidos destruyesen su casa.

—Lebediev conspira contra usted, príncipe —aseguró Keller, confidencial—. Se propone hacerle someter a tutela como un demente y privarle del uso de su libre voluntad y de su dinero, es decir, de las dos cosas que diferencian al hombre de un cuadrúpedo cualquiera. ¿Qué le parece? Es la pura verdad. Lo sé de buena tinta.

Ya había llegado antes a oídos del príncipe un rumor semejante que, naturalmente, se resistió a creer. Esta vez rió oyendo las palabras de Keller y las olvidó en seguida. Era cierto, sin embargo, que Lebediev llevaba cierto tiempo maquinando algún plan. Los proyectos de aquel hombre, hijos de una inspiración fecunda, presentaban siempre un superfluo lujo de complicaciones y por eso rara vez abocaban a un desenlace feliz. Cuando, más tarde, confesó sus tramas al príncipe (pues era costumbre invariable en él la de hacer confesión completa de sus intrigas en cada fracaso), le dijo que había nacido poseyendo las facultades de un Talleyrand y que no comprendía cómo se había quedado en un simple Lebediev. Michkin escuchó con vivo interés el relato de los manejos del funcionario. Éste había empezado por buscar para sus propósitos la protección de elevadas personalidades, y antes que a nadie visitó, al efecto, al general Epanchin. Este último no supo qué decirle. Por mucho que desease sinceramente el bien de «aquel joven», por mucha «buena voluntad que tuviera de salvarle», en este caso concreto, según afirmó, las conveniencias le impedían intervenir. Lisaveta Prokofievna no quiso ni recibir al visitante. Eugenio Pavlovich y el príncipe Ch. se limitaron a hacerle ademán de que se fuera. Sin desanimarse por aquellas dificultades, Lebediev consultó a un jurisconsulto experto, anciano respetable, de quien era amigo, y que en cierto modo le protegía. La opinión de este señor fue que el propósito era muy posible de realizar, siempre que se hallasen testigos acreditatorios de la demencia del príncipe y se obtuviese, sobre todo, la ayuda de personalidades eminentes. Esta respuesta devolvió su confianza a Lebediev, y entonces un día llevó un médico para que reconociese a Michkin. El doctor era también un anciano respetable, que ostentaba la Orden de Santa Ana. El médico, a la sazón de veraneo en Pavlovsk, iba a tantear el terreno y sondear el estado mental del paciente antes de someterle a un examen facultativo propiamente dicho. Cuando llegó esta visita, Michkin se acordó de que el día antes Lebediev se obstinaba en considerarle enfermo, pero él había rehusado llamar médico alguno. No obstante, el funcionario compareció con uno al día siguiente, como por casualidad.

—Venimos de casa de Hipólito Terentiev, que está muy mal —declaró hipócritamente Lebediev—, y el doctor me ha acompañado para darle informes sobre el doliente.

Michkin aprobó la conducta de Lebediev y acogió al médico con extrema amabilidad. La conversación giró primero en torno a Hipólito. El visitante se interesó por saber los detalles del intento de suicidio del joven y el relato y explicaciones que Michkin le dio le atrajeron en alto grado. Luego hablaron del clima de San Petersburgo, de la enfermedad del príncipe, de Suiza, de Schneider. Cuanto dijo el presunto demente, en especial acerca del sistema terapéutico del doctor suizo, cautivó de tal modo la atención del veterano médico, que éste prolongó su visita durante dos horas. Michkin le hizo fumar excelentes cigarros y Lebediev aprontó un licor exquisito, que pidió a Vera. Viendo a la joven, el médico, hombre casado y con hijos, le dirigió algunos cumplidos que excitaron profunda indignación en la muchacha. Todos se despidieron como buenos amigos. Después de separarse del príncipe, el doctor dijo a Lebediev: «Si a personas así se las pone bajo tutela, ¿dónde iríamos a buscar los tutores que necesitan?» Lebediev alegó, desolado, el terrible matrimonio que su amigo se proponía realizar, y el médico, moviendo la cabeza maliciosamente, declaró que semejantes bodas distaban mucho de ser raras, aparte que la futura, según sus noticias, era seductora y de una extraordinaria belleza, lo que bastaba para explicar el interés de un hombre que, por ser rico, no necesitaba una novia en buena posición. Además, ella, merced a las liberalidades de Totzky y de Rogochin, poseía dinero, perlas, diamantes, ropas valiosas, muebles... Por consecuencia, no era un mal partido, y a juicio del médico, semejante elección, lejos de denotar estupidez en aquel amable príncipe, indicaba que poseía una inteligencia muy clara, práctica y calculadora. Tal opinión anonadó a Lebediev, quien suspendió su gestión definitivamente. Después se confesó al príncipe y le aseguró que desde aquel momento estaba dispuesto a verter por él hasta la última gota de su sangre.