Nos consta de manera indudable que durante aquellas dos semanas el príncipe pasaba los días y las veladas en casa de Nastasia Filipovna. Iban juntos a paseo o a oír el concierto y se los veía a diario en coche. Si se veía privado por una sola hora de la presencia de Nastasia Filipovna, Michkin comenzaba a inquietarse por ella, lo que, con otros indicios, nos lleva a suponer que la amaba sinceramente. Cuando ella le hablaba de un tema cualquiera, él la escuchaba hora tras hora con sonrisa plácida y dulce, sin hablar apenas por su parte. Pero sabemos también que, por entonces, fue varias veces, incluso con frecuencia, a casa de las Epanchinas, sin ocultarlo a Nastasia Filipovna, a quien tal actitud desesperaba. Hasta su marcha de Pavlovsk las Epanchinas se negaron en redondo a recibir a Michkin y no le permitieron ni una sola entrevista con Aglaya. El príncipe, cada vez que era rechazado, se iba sin protestar, y al día siguiente tornaba como si hubiese olvidado su fracaso de la víspera, cosechando, como era natural, otro nuevo. Aún un detalle más ha llegado a nuestro conocimiento y es que, como una hora después de que Aglaya huyera de casa de Nastasia Filipovna, Michkin compareció en casa de Epanchin, sin duda convencido de que encontraría a la joven. Su llegada sumió la casa en consternación, porque Aglaya Ivanovna no estaba allí y las primeras noticias que su familia tuvo de que había salido y visitado a Nastasia Filipovna las dio Michkin. Tenemos entendido que la generala, sus hijas y hasta el príncipe Ch. se mostraron muy duros con Michkin y le declararon, con enojo, que no querían volver a verle en su vida. Lo que más contribuyó a irritarlos contra él fue, sin duda, la súbita intervención de Bárbara Ardalionovna, la cual se presentó diciendo que Aglaya Ivanovna llevaba una hora en su casa, que se encontraba en un estado terrible y que no quería volver al hogar paterno. Esta última noticia, que abrumó a la generala más que todo el resto de la historia, era perfectamente exacta. Cuando salió de entrevistarse con su rival, Aglaya hubiera preferido la muerte a volver a casa de sus padres. Por eso se dirigió a la de Nina Alejandrovna. Varia consideró necesario informar en el acto a Lisaveta Prokofievna. Ésta y sus hijas partieron hacia la casa de Ptitzin, y el general Epanchin hizo lo mismo, después de ellas, cuando llegó de San Petersburgo. Michkin siguió igualmente a las Epanchinas, pese a la ruda despedida de que le hicieron objeto, pero Varia había tomado las medidas precisas para que no pudiera avistarse con Aglaya. Ésta aguardaba inmensos reproches y cuando vio que su madre y hermanas se limitaban a llorar en silencio, se arrojó en sus brazos y tornó con ellas al hogar. Corrió también el rumor de que Gania había querido aprovechar aquellos momentos, a cuyo efecto, mientras su hermana iba a buscar a Lisaveta Prokofievna, él declaró sus sentimientos a Aglaya. Por desolada que ésta se encontrase, rompió a reír al oírle y le hizo una curiosa pregunta: «¿Sería capaz de quemarse un dedo, sometiéndolo a la llama de una bujía, para probarme su amor?» Proposición semejante dejó atónito al joven y su rostro exteriorizó una perplejidad tan grotesca que Aglaya redobló sus risas y se alejó precipitadamente, dirigiéndose al gabinete de Nina Alejandrovna, donde la encontraron sus padres. Michkin se informó de la anécdota por Hipólito. Éste, que ya no podía levantarse del lecho, envió aviso al príncipe de que lo visitara, sólo para comunicarle aquella novedad. Ignoramos cómo pudo saberla a su vez. Cuando Michkin oyó contar la prueba propuesta a Gania por Aglaya rió también, sorprendiendo no poco al enfermo. Luego comenzó a temblar y se deshizo en llanto. Por aquel entonces su estado general era de extrema inquietud, de penosa agitación debida a causas indefinibles. Hipólito afirmaba sin titubear que el príncipe había perdido la cabeza; pero ello no puede afirmarse con certidumbre.
Al relatar estos hechos sin comentarlos, no tratamos de justificar a nuestro protagonista ante los lectores. Antes bien, nos sentimos inclinados a asociarnos a la hostilidad que su conducta provocaba incluso entre sus amigos. La misma Vera Lebediev estaba indignada, el propio Keller lo estaba también, pese a haber sido nombrado padrino de boda, y en cuanto a Lebediev, su indignación era tal, que le impulsó a ciertas intrigas contra Michkin, como veremos después. Nuestra opinión concuerda en un todo con ciertas palabras llenas de profunda verdad y psicología que pronunció Eugenio Pavlovich en una conversación que tuvo con el príncipe seis o siete días después de la escena acaecida en casa de Nastasia Filipovna. Advirtamos de paso que cuantos, por una u otra causa, frecuentaban la casa de Epanchin, se habían creído en el deber de concluir sus relaciones con el príncipe. Ch., por ejemplo, ni le saludaba, y si se cruzaba con él volvía el semblante. Pero Pavlovich no vaciló en comprometerse visitando a Michkin, aun cuando las Epanchinas le acogían a la sazón con más acusada cordialidad que antes. Pero él no fue a casa de Michkin sino al día siguiente de haber la familia Epanchin abandonado Pavlovsk. Radomsky sabía bien los rumores que circulaban, y acaso él mismo hubiese contribuido en parte a divulgarlos. El príncipe, muy satisfecho al verle, le preguntó por las Epanchinas. Tan franca manera de abordar las cosas hizo que Radomsky resolviera explicarse sin ambages. Michkin ignoraba todavía la marcha de los Epanchin. La noticia impresionóle mucho. Palideció, movió la cabeza con talante pensativo y dijo, al cabo de un momento, que aquello «era lo lógico». Luego preguntó adónde se había trasladado la familia.
Eugenio Pavlovich le miraba con atención, sorprendido de la sencillez y el interés con que su interlocutor le interrogaba. La extraña franqueza del príncipe, su agitación, su inquietud, le impresionaban aún más. Satisfizo, complaciente, la curiosidad de Michkin, quien desconocía muchas cosas sobre las Epanchinas. Eugenio Pavlovich era la primera persona que le daba noticias de ellas. A la sazón relató que Aglaya había estado enferma y que durante tres noches tuvo una alta fiebre que le impedía dormir ni un solo momento. Ahora estaba aliviada y fuera de peligro, pero se encontraba muy nerviosa e histérica...
—Y todavía hay que celebrar que haya paz en la casa. Tanto en presencia de Aglaya como en ausencia de ésta, todos evitan la menor alusión al pasado. Los padres han tratado de un posible viaje al extranjero, adonde la familia iría en otoño, después de la boda de Adelaida. Aglaya ha acogido en silencio las primeras indicaciones que le han formulado.
Era posible que Radomsky se fuese también al extranjero. El príncipe Ch. pensaba hacer un viaje de dos meses con Adelaida si sus ocupaciones se lo permitían. El general pensaba quedarse en Rusia. Ahora los Epanchin se habían trasladado a su finca de Kolmino, situada a veinte verstas de San Petersburgo y donde poseían una vasta casa solariega. La princesa Bielokonsky no había marchado a Moscú todavía. Dijérase que aplazaba su viaje deliberadamente. Lisaveta Prokofievna había insistido mucho en abandonar Pavlovsk, asegurando que era imposible continuar allí después de lo sucedido. El propio Eugenio Pavlovich transmitía diariamente a la generala los rumores que circulaban por la población. No se había juzgado oportuno trasladarse a la villa que poseían en Ielaguin.
—Y usted reconocerá, querido príncipe —añadió el narrador—, que era imposible continuar aquí, especialmente teniendo en cuenta que nadie ignora la actitud de usted, a pesar de la cual usted va a diario a llamar a la puerta del general, sin inmutarse por las negativas que recibe...
—Sí, sí, sí, tiene usted razón —repuso el príncipe, moviendo la cabeza—. Pero yo deseaba ver a Aglaya Ivanovna...