En aquellos últimos días Michkin recibió frecuentes recados de Hipólito para que pasase a verle. Los Terentiev habitaban una casita no lejana a la residencia de Lebediev. En el campo, los hermanos menores de Hipólito no tenían que sufrir tanto como en la ciudad los malos humores del enfermo, porque disponían del recurso de huir al jardín, pero la pobre viuda del capitán era esclava y víctima de su hijo. Michkin veíase obligado a reconciliarlos todos los días, ocupación que le granjeaba el desprecio de Hipólito, quien seguía apodándole su «niñera». Hipólito quejábase mucho de Kolia, el cual ocupado primero con la enfermedad y muerte de su padre, y después de permanecer más tiempo junto a Nina Alejandrovna, veíase obligado a desatender a su amigo. Finalmente, el enfermo inició algunas bromas sobre el matrimonio de Michkin, y las llevó tan adelante que el príncipe, sintiéndose herido en lo más vivo, dejó de visitarle. Dos días después, la señora Terentiev acudió a su casa y con lágrimas en los ojos le pidió que fuese a ver a su hijo, porque éste, si no, era capaz de matarla. Añadió que el doliente quería revelar un gran secreto a Michkin. Michkin, pues, accedió a los deseos de la viuda. Hipólito declaró su deseo de reconciliarse con el príncipe, se deshizo en lágrimas y, naturalmente, se sintió después muy enojado, si bien no se atrevió a exteriorizar su ira. El joven se hallaba muy mal y, según las apariencias, le quedaban escasos días de vida. No reveló secreto alguno, limitándose a exhortar a Michkin a que «tuviese cuidado con Rogochin», quien era un hombre incapaz de ceder en nada, una persona que no se parecía al príncipe, un individuo que cuando se decidía a una cosa «la ejecutaba sin vacilar», etc. Michkin quiso ser más concretamente informado, multiplicó las preguntas y trató de obtener detalles precisos, pero Hipólito no pudo citar hecho alguno, ya que todo lo que pensaba se reducía a sensaciones e impresiones personales. En resumen, se dio la satisfacción de infundir en el príncipe un extremo espanto. Michkin sonrió al comienzo cuando Hipólito le dijo: «Debía usted irse al extranjero. En todas partes hay sacerdotes rusos que podrán casarlos»; pero el enfermo agregó después: «Me preocupa sobre todo Aglaya Ivanovna. Rogochin sabe cuánto la ama usted. Y ya que usted le ha quitado a Nastasia Filipovna, es seguro que matará a Aglaya Ivanovna. ¡Amor por amor! Aunque usted haya renunciado a ella. ¿Verdad que le dolería mucho una cosa así?» Michkin se retiró trastornado. El enfermo había conseguido su finalidad.

Tal conversación tuvo lugar la víspera de la boda. Aquella noche el príncipe y Nastasia Filipovna se vieron por última vez antes de la ceremonia nupcial. La joven, lejos do estar en condiciones de tranquilizar a su comprometido, no hacía, desde varios días atrás, sino agitarle más aún de lo que estaba. Hasta entonces solía preocuparse ante todo de entretenerle, de alegrarle; le contaba historias regocijantes y hasta cantaba para él. Michkin, generalmente, parecía escucharla con mucho placer y hasta reía de todo corazón viendo el calor y entusiasmo que ella ponía en sus palabras cuando estaba en vena, lo que sucedía a menudo. Nastasia Filipovna comprobaba su capacidad para distraer y alegrar a Michkin y se sentía orgullosa de su éxito. Pero ahora se mostraba de hora en hora más melancólica y pensativa. Michkin tenía ciertas ideas preconcebidas sobre aquella mujer, y, de no ser por eso, todo a la sazón le hubiese parecido en ella enigmático e incomprensible. Creía posible de buena fe que ella reviviera. No había mentido al decir a Radomsky que la amaba sinceramente. Aquel amor era como el que inspira un niño caprichoso y enfermo: se le quiere porque es imposible abandonarle a sí mismo. Pero a Michkin no le placía comentar con nadie los sentimientos que le inspiraba su futura esposa, ni aun cuando se veía forzado a hacerlo. Nastasia Filipovna y él no hablaban de amor jamás, como si hubieran prescindido de aquella palabra de mutuo acuerdo. Su conversación, aunque alegre y animada, no tenía nada de íntima. Cualquier extraño podía participar en ella. Daría Alexievna contó más tarde que en aquella época le era delicioso contemplarlos.

Merced a su modo de considerar el estado moral y mental de su prometida, Michkin se sentía hasta cierto punto libre de otras preocupaciones. Ella era ahora una mujer absolutamente distinta de la que él conociera tres meses antes. A la sazón, por ejemplo, le sorprendía verla anhelar la boda con tanta impaciencia cuando antes lloraba de ira y le colmaba de reproches, de maldiciones, cuando le proponían casarse. «Eso —pensaba el príncipe— prueba que ahora no cree, como antes, que hará mi desgracia casándose conmigo.» Un cambio tan brusco no le parecía natural. Tal confianza en sí misma no podía deberse únicamente a su odio por Aglaya. Suponerlo hubiera sido injuriar la profundidad de los sentimientos de su prometida. ¿Habría ésta adoptado su resolución por temor a la suerte que le esperaba casándose con Rogochin? Todas aquellas causas y otras aún podían haber influido en su actitud, pero la conclusión que aceptó Michkin como más probable era la que desde hacía tiempo presumía: que aquella pobre alma enferma estaba alcanzando ya el límite de lo que podía soportar. Semejante explicación no era, en verdad, como de molde para serenar a Michkin. A veces él hacía los mayores esfuerzos para no pensar en nada. Dijérase que consideraba su matrimonio como una formalidad sin importancia y la felicidad de su vida como una cosa de la que no tuviese tiempo en ocuparse. Eludía en lo posible conversaciones como la que mantuviera con Radomsky, sintiéndose incapaz de rebatir ciertas objeciones. Advertía, por otra parte, que Nastasia Filipovna se daba muy buena cuenta de lo que Aglaya Ivanovna representaba para él. La joven callaba siempre al respecto, pero cada vez que le sorprendía en el momento en que él se preparaba a ir a casa de Epanchin, sus ojos revelaban claramente sus sentimientos íntimos. El día en que se informó de la marcha de aquella familia, Nastasia Filipovna se manifestó radiante.

Por poco observador y clarividente que fuese el príncipe, no pudo dejar de pensar con disgusto que Nastasia Filipovna había buscado el modo de dar un escándalo a fin de que Aglaya se marchase de Pavlovsk. Ella, en efecto, se complacía en hacer hablar de su boda, con la deliberada idea de que se comentase en la localidad, vejando así a Aglaya Ivanovna. Era difícil encontrarse con las Epanchinas, pero un día que Nastasia Filipovna paseaba con Michkin se arregló de modo que el coche cruzara ante las ventanas de la casa del general. Michkin experimentó una terrible sorpresa, pero, como siempre le sucedía, sólo reparó en ello muy tarde, cuando ya el carruaje había rebasado la casa. No dijo nada, pero el lance le costó dos días de enfermedad. Nastasia Filipovna no repitió la experiencia. En los días inmediatamente anteriores al matrimonio, parecía muy preocupada. Acababa librándose siempre de su tristeza, pero incluso su alegría era menos expansiva que en el pasado. Michkin redoblaba sus atenciones con ella. Le asombraba que su futura no hablase nunca de Rogochin. Un día, cinco antes de la boda, Daría Alexievna acudió a pedirle que visitara a Nastasia Filipovna, pues ésta se encontraba bastante mal. Michkin la encontró en un estado que no difería en nada de la locura. Gritaba, estremecíase, repetía sin cesar que Rogochin estaba oculto en el jardín y que ella acababa de verle; que llegaría por la noche y la asesinaría... No se calmó en toda la jornada. Aquella noche, el príncipe pasó a ver a Hipólito por unos momentos y la madre del enfermo le contó que, habiendo estado en San Petersburgo por asuntos privados, Rogochin la había visitado en su casa y pedídole noticias de Pavlovsky. El príncipe le rogó que precisase la hora y resultó que Rogochin estaba en casa de la viuda del capitán en el mismo momento en que Nastasia Filipovna creía verle en su jardín. Todo había sido alucinación. Para cerciorarse mejor, Nastasia Filipovna visitó a la Terentiev y la narración de ésta la tranquilizó por completo.