Al llegar aquí, Pantaleone tomó una postura trágica y se puso a cantar con voz temblorosa y ronca, pero aún muy expresiva, sin embargo:

L’ira d’avverso fato

io piú non temerò!

El teatro se venía abajo, signori miei. Pero yo no me quedé cortó, y repliqué después de él:

L’ira d’avverso fato temer più non doviò.

Y él, después, de pronto, como un rayo, como un tigre:

Morrò!... ma vendicato...

Y fíjense ustedes, cuando cantaba... cuando cantaba la célebre cavatina de Il matrimonio segreto:

Pria che spunti Palba...

Entonces él, il gran García, después de estas palabras:

I cavalli di galoppo

hacía sobre estas palabras:

Senza posa caccierá

hacía... oigan ustedes qué prodigioso es esto, com ‘é stupendo!...hacía...

El viejo salió con una fiorituradificilísima; pero al llegar a la décima nota, se hizo un lío, se puso a toser y se volvió bruscamente, diciendo:

—¡Déjenme en paz! ¿Por qué me atormentan ustedes?

Gemma saltó de la silla, aplaudiendo; y gritando: “¡Bravo, bravo! “, corrió hacia el pobre Yago retirado y le plantó bonitamente las dos manos en los hombros.

Sólo Emilio se reía hasta desternillarse. “Esa edad no tiene compasión”, dijo la Fontaine.

Sanin trató de consolar al pobre cantante, y se puso a charlar con él en italiano. Había adquirido una leve tintura de esta lengua durante su último viaje. Habló de ir paese del Dante, dove il si suona. Esta frase, con el Lasciate ogni speranza, constituía en lengua italiana, todo el bagaje poético del joven viajero.

Pero Pantaleone no respondió a esas atenciones. Hundiendo más profundamente que nunca la barba en la corbata y abriendo mucho los ojos con aire mohíno, parecía de nuevo un ave, y hasta un ave encolerizada, un cuervo o un milano. Entonces Emilio, con un leve y repentino rubor, como es costumbre en los niños mimados de quince años, se dirigió a su hermana y le dijo que si quería distraer a su huésped, nada mejor podía encontrar sino leerle una de esas comedias de Maltz que tan bien leía ella. Gemma se echó a reír, dando un golpecito en la mano a Emilio, y exclamó que no había nadie como él para tener semejante ocurrencia. Sin embargo, apresuróse a ir a su cuarto, regresó con un libro en la mano, se sentó delante de la mesa en el diván, alzó el dedo para imponer silencio con un ademán enteramente italiano, y comenzó la lectura.

VII

Maltz era uno de los literatos franceses-furtenses del período de 1830. Sus sainetes, cortos y ligeramente planeados, escritos en el dialecto local, describían los tipos de la comarca de una manera burlesca y atrevida, aunque el humorismo no fuese muy profundo.

Gemma leía de una manera notable, lo mismo que un buen actor. Sostenía perfectamente, con todos sus matices el carácter de cada personaje, y desplegaba cualidades de mímica que había heredado con la sangre italiana. Cuando se trataba de representar alguna vieja en la chochez o algún burgomaestre imbécil, hacía las muecas y chillaba, sin piedad ninguna para con su voz delicada y su lindo rostro.

Nunca se reía al leer; pero si los oyentes, excepto Pantaleone, que se apresuraba a marcharse con aspecto de mal humor así que se hablaba de quel ferrofutto tedesco; si los oyentes la interrumpían con una carcajada simpática, entonces dejaba caer el libro en las rodillas y reíase también ella a mandíbula batiente, echando atrás la cabeza, mientras que los rizos de sus negros cabellos saltaban sobre su nuca y sus hombros, sacudidos por la hilaridad. Pero en cuanto se había acabado de reír, cogía otra vez el libro, daba nueva expresión conveniente a las facciones y continuaba en serio la lectura.

Sanin no podía saciarse de admirarla. Chocábale una cosa, sobre todo: ¿por qué misterio, aquella cara tan idealmente hermosa podía tomar de pronto una expresión cómica y a veces hasta trivial?

Gemma era menos hábil en el modo de leer los papeles de muchachas, de “damas jóvenes”. Las escenas de amor, sobre todo, no las hacía bien. Ella misma lo notaba; por eso les daba un leve matiz irónico, como si no creyese en esos pomposos juramentos, en esas frases sublimes, de que el autor, además, absteníase todo lo posible. Pasaban las horas sin advertirlo Sanin, y no se acordó de su viaje hasta que dieron las diez en el reloj. Botó de la silla como si le hubiesen pinchado.

—¿Qué tiene usted? —preguntó FrauLenore.

—Tenía que salir hoy para Berlín, y tenía reservado asiento en la diligencia.

—¿Cuándo sale la diligencia? A las diez y media.

—Entonces ya es demasiado tarde dijo Gemma—. Quédese usted y le leeré alguna otra cosa.

—¿Había usted pagado el billete entero, o nada más dado señal? preguntó FrauLenore, con un poco de curiosidad.

—¡Todo entero! —gimió Sanin con gesto lastimero.

Gemma le miró, entornando los ojos, y se echó a reír.

—¡Cómo es eso! —le dijo su madre con tono de represión—. Este joven acaba de perder dinero, ¿y eso te hace reír?

—¡Bah! —respondió Gemma—. No se quedará arruinado por eso, y trataremos de consolarle. ¿Quiere usted limonada?

Sanin tomó un vaso de limonada, Gemma reanudó la lectura de Maltz, y todo fue de nuevo lo mejor del mundo.

Dieron las doce de la noche. Sanin empezó a despedirse. —Debe usted permanecer algunos días en Francfort —le dijo Gemma—. ¿Por qué tanta prisa? Ninguna otra ciudad le parecerá a usted más agradable.

Hizo una pausa, y repitió sonriéndose:

—Ninguna otra, verdaderamente.

Sanin no respondió nada, y pensó que lo vacío de su bolsa le obligaba a permanecer en Francfort hasta que tuviese contestación de un amigo de Berlín, a quien había resuelto pedir dinero prestado.

—Quédese usted, quédese —dijo a su vez FrauLenore—; le haremos entablar conocimiento con el prometido de Gemma, el señor Karl Klüber. Hoy no ha podido venir, porque está ocupadísimo en sus almacenes. Probablemente habrá visto usted en la Zeileun gran almacén de paños y sedas: pues bien, allí está de dependiente principal. Quedará contentísimo de presentar a usted sus respetos.

Sanin, sabe Dios por qué, se sintió un poco contrariado.

“¡Feliz prometido!”, pensó, mirando a Gemma. Y creyó advertir en los ojos de la joven una expresión burlona.