—Quítele usted las botas; por lo menos — iba a decirle Sanin... El perro de aguas, probablemente trastornado por el carácter extraordinario de estos sucesos, agachóse sobre las patas delanteras y se puso a ladrar.

—¡Tartaglia, Canaglia! —cuchicheó el viejo en tono amenazador.

Pero en ese momento, el rostro de la joven se transfiguró: alzáronse sus cejas, agrandáronse aún más sus grandes ojos, radiantes de júbilo...

Miró Sanin... La cara del muchacho iba adquiriendo un poco de color, los párpados habían oscilado, retemblaron las ventanillas de la nariz; aspiró el aire a través de los dientes, apretados aún, y exhaló un suspiro.

—¡Emilio! —exclamó la joven—. ¡Emilio mío!

Abriéronse los negros ojos de Emilio; aún miraban con vaguedad, pero sonreían ya débilmente. La misma sonrisa cruzó por sus labios pálidos; en seguida movió el brazo que colgaba y con un esfuerzo lo puso junto al pecho.

—¡Emilio! —repitió la joven, levantándose.

Su rostro tenía una expresión tan viva y tan intensa, que parecía pronta a deshacerse en lágrimas o a soltarse a reír.

—¡Emilio! ¿Qué hay? ¡Emilio! —dijo una voz en la pieza inmediata.

Y una señora pulcramente vestida, morena, de pelo entrecano, entró con paso rápido. La seguía un hombre de cierta edad, y por encima de su rostro mostrábase la cabeza de una criada.

La joven corrió a su encuentro.

—¡Está salvado, mamá! ¡Vive! —exclamó estrechando convulsa entre sus brazos a la señora que acababa de entrar.

—Pero, ¿qué ha sucedido? —repitió ésta—. Venía yo a casa y me encuentro al señor doctor con Luisa...

Mientras la joven contaba lo que había pasado, el doctor se acercó al enfermo, quien iba volviendo cada vez más en sí, y continuaba sonriéndose con aire un poco forzado, cual si estuviese confuso por el miedo de que había sido causa.

—Por lo que veo dijo el doctor a Sanin y a Pantaleone— le han frotado ustedes con cepillos; han hecho ustedes muy bien, fue una idea acertadísima. Veamos ahora qué remedio...

Pulsó al joven, y le dijo: —Saque usted la lengua.

La señora se inclinó con solicitud hacia su hijo, quien se sonrió más francamente, levantó la vista hacia ella y se puso encarnado. Sanin se hizo la cuenta de que estaba de más, y pasó a la tienda. Pero antes de poner la mano en el pestillo de la puerta exterior, apareciósele de nuevo la joven y le detuvo.

—¿Se va usted? —dijo, mirándole de frente con gentil mirar—. No le detengo; pero es absolutamente preciso que venga usted a vernos esta noche. Le estamos tan agradecidísimos (tal vez ha salvado usted la vida a mi hermano), que queremos darle las gracias. Mamá es quien se lo ruega. Debe decirnos usted quién es, y venir a participar de nuestra alegría.

—Pero, ¡si hoy mismo salgo para Berlín! —Tartamudeó Sanin.

—Le sobrará a usted tiempo —replicó la joven con presteza—. Venga usted dentro de una hora, a tomar una jícara de chocolate con nosotros... ¿Me lo promete usted? Tengo que volverme junto a mi hermano, ¿Vendrá usted?

¿Qué podía hacer Sanin? Vendré —respondió.

La joven le apretó la mano con rapidez y volvióse atrás corriendo. Sanin se encontró en la calle.

IV

Hora y media después estaba Sanin de vuelta en la confitería de Roselli, donde le recibieron como de la familia. Emilio estaba sentado en el mismo diván en que le dieron las friegas. El doctor había partido, dejando una receta y recomendando que le preservasen con esmero de las emociones vivas, a causa de su temperamento nervioso y predispuesto a las enfermedades del corazón. Emilio había sufrido otros desmayos de ese género, pero no tan profundos ni tan prolongados. Por lo demás, el doctor declaraba que por el momento había desaparecido todo el peligro.

Emilio, cual conviene a un convaleciente, estaba arropado en una amplia bata, y su madre le había puesto al cuello un pañuelo de lana azul; pero tenía una expresión alegre, casi como en día de fiesta. En una mesita puesta frente al diván erguíase una enorme cafetera de porcelana, llena de aromático chocolate, en torno de la cual se desplegaban pocillos, paquetes de jarabe, platos llenos de bizcochos y molletes de pan, y hasta ramos de flores. Seis velas finas ardían en dos candelabros de plata de forma antigua. A un lado del diván hallábase un mullido sillón a lo Voltaire, donde se vio obligado Sanin a sentarse. Todos los moradores de la confitería, con quienes había entablado conocimiento aquella tarde, se encontraban allí reunidos, sin exceptuar el gato y el perro Tartaglia,y todos tenían cara de pascuas: el mismo perro estornudaba de gozo: sólo el gato continuaba haciendo arrumacos y guiños.

Fue preciso que Sanin dijese su apellido, nombres y calidad, así como el sitio donde nació. Al saber que era ruso, las dos damas prorrumpieron en exclamaciones de asombro, y ambas a una voz declararon que pronunciaba perfectamente bien el alemán; pero añadieron que si prefería hablar en francés, podía emplear este idioma que ellas mismas comprendían y hablaban con facilidad. Sanin aprovechó en el acto este ofrecimiento. “¡Sanin, Sanin!”. Jamás habían podido imaginar las dos damas que tan fácil de pronunciar fuese un apellido ruso. No menos les agradó su nombre bautismal “Dimitri”.

La señora dijo que en su juventud había oído cantar una ópera magnífica, Demetrio e Polibio; pero declaró que Dimitri era mucho más agradable que Demetrio.

Sanin habló así cerca de una hora. Por su parte, las damas le iniciaron en todos los detalles de su existencia. La del cabello gris, la madre, era quien más hablaba. Hizo saber a Sanin que se llamaba Leonora Roselli, que había perdido a su marido, Giovanni Battista Roselli, quien veinticinco años antes se estableció en Francfort, de confitero; que Giovanni Battista era natural de Vincenza y un hombre buenísimo, aunque un poco vivo de genio, pendenciero y encima ¡republicano! Al decir estas palabras, la señora Roselli señalaba con el dedo un retrato al óleo, colgado encima del diván. Debe suponerse que el pintor (también “republicano”, añadió suspirando la señora Roselli) no había acertado a reproducir por completo el parecido, pues el retrato del difunto Giovanni Battista representaba un bandolero sombrío y con gesto de vinagre, por el estilo de un Rinaldo Rinaldini. En cuanto a la señora Roselli, había nacido en “la antigua y soberbia ciudad de Parma, donde existe aquella magnífica cúpula pintada por el inmortal Correggio”; pero su larga permanencia en Alemania la había germanizado casi por completo. Después, moviendo tristemente la cabeza, añadió que ya no le quedaban más que aquella hija y aquel hijo (los indicó por turno con el dedo), que la hija se llamaba Gemma y el hijo Emilio, que los dos eran buenos muchachos y obedientes, Emilio sobre todo...

—Y yo, ¿no soy obediente? — interrumpió la hija.