XI

Sonó la campanilla de la puerta exterior. Un joven campesino, con chaleco rojo y gorra de piel, entró en la confitería. Era el primer comprador de aquel día.

—He aquí cómo va el comercio había dicho FrauLenore a Sanin, dando un suspiro, durante el almuerzo.

Continuaba dormida. No atreviéndose Gemma a sacar la mano de debajo de la almohada, dijo muy quedo a Sanin:

—Vaya usted a despachar en lugar mío.

Sanin, andando de puntillas, pasó enseguida a la tienda. El joven labriego pidió un cuarterón de pastillas de menta.

—¿Qué le cobró? —dijo Sanin a media voz a través de la puerta.

—Seis kreutzers—murmuró Gemma.

Sanin pesó las pastillas, buscó papel, hizo un cucurucho, lo llenó, lo desparramó, lo rehízo, lo desparramó otra vez, concluyó por entregarlo y recibió el dinero... El joven aldeano le miraba estupefacto, dándole vueltas a la gorra contra el pecho, mientras que en la otra habitación Gemma ahogaba la risa apretándose la boca con la mano. Aún no había salido este comprador, cuando entró otro, luego un tercero...

Parece que tengo buena mano —dijo para sí Sanin.

El segundo parroquiano pidió un vaso de horchata, el tercero media libra de bombones. Sanin les sirvió, armando un barullo de cucharas y platillos, y metiendo animoso los dedos en los cajones y en los botes de cristal de ancha boca. Hecha la cuenta, resultó que había vendido la horchata demasiado barata, y cobrado de más, en los bombones, dos kreutzers. Gemma no cesaba de reírse quedito; en cuanto a Sanin, sentía una animación desusada y una disposición de ánimo verdaderamente feliz. ¡Hubiera vivido así eternidades vendiendo bombones y horchata detrás de aquel mostrador mientras que desde la trastienda le miraba aquella encantadora criatura con ojos amistosamente burlones; mientras que el sol estival, a través del espeso follaje de los castaños que crecían delante de las ventanas, llenaba toda la estancia con el oro verdoso de sus rayos y de sus sombras; y mientras que su corazón se mecía con la dulce languidez de la pereza, del quietismo y de la juventud, de la primera juventud!

El cuarto parroquiano pidió una taza de café. Hubo que dirigirse a Pantaleone. Emilio no había vuelto aún del almacén de Herr Klüber.

Sanin volvió a sentarse junto a Gemma. FrauLenore continuaba dormida, con gran contento de su hija...

—Cuando mamá duerme, se le quita la jaqueca hizo observar. Sanin se puso a hablar con ella en voz baja, como antes, por supuesto. Habló de su “comercio”. Se informó muy formal acerca del precio de los diferentes “artículos del ramo de confitería”. Gemma se los indicó con idéntica formalidad; y sin embargo, ambos se reían para sus adentros, de buena fe, como si se confesasen a sí mismos que representaban una divertidísima comedia. De pronto, en la calle se puso a tocar un organillo el aria de Freyschütz:

“A través de los campos y llanos...”

Los sonidos, gemebundos y temblones, rechinaban en el aire inmóvil. Gemma se estremecía:

—¡Va a despertar a mamá!

Sanin se apresuró a salir e hizo desaparecer al músico ambulante, poniéndole en la mano algunos kreutzers. A su vuelta, Gemma le dio las gracias con una ligera seña de cabeza; luego con una sonrisa meditabunda, tarareó con voz apenas perceptible la linda melodía en que Max expresa todas las vacilaciones del primer amor. Enseguida preguntó a Sanin si conocía el Freyschütz, sile gustaba Weber; y añadió que, a pesar de su origen italiano, le gustaba esa música más que ninguna. De Weber, la conversación fue insensiblemente a parar a la poesía, al romanticismo, a Hoffman, que todo el mundo leía entonces aún...

Sin embargo, FrauLenore seguía durmiendo, y hasta roncaba ligeramente; y los rayos del sol, que pasaban como rayas estrechas a través de los resquicios de las persianas, iban cambiando de sitio y viajaban con un movimiento imperceptible, pero continuo, sobre el piso, sobre los muebles, sobre la falda de Gemma, sobre las hojas y los pétalos de las flores.

XII

Gemma no gustaba en manera alguna de Hoffman, y hasta lo encontraba... aburrido. El elemento nebuloso y fantástico de esos relatos del Norte no era accesible a su naturaleza meridional y enteramente impregnado de sol. “¡Esos no son sino cuentos de chiquillos!” afirmaba, no sin desdén. Comprendía vagamente que Hoffman carece de poesía.

Sin embargo, le gustaba mucho uno de aquellos cuentos, de cuyo título no podía acordarse. A decir verdad, lo que le gustaba era el principio de dicho cuento, pues se le había olvidado el final o tal vez no lo hubiese leído nunca. Era la historia de un joven que encontraba no sé dónde, acaso en una confitería, una joven griega de asombrosa belleza, acompañada por un viejo de aire extraño, misterioso y cruel. El joven se enamora a primera vista de la señorita; ésta le mira con aire lastimero, como pidiéndole que la liberte. Aléjase él un momento, y al volver enseguida a la confitería, ya no encuentra a la joven ni al viejo. Lánzase en su busca, descubre a cada instante indicios de su presencia, prosigue su persecución, y por más que hace, nunca logra alcanzarlos en ninguna parte. La hermosa desconocida ha desaparecido para siempre, y él no tiene fuerzas para olvidar aquella mirada suplicante; atorméntale la idea de que quizá se le ha escurrido de entre las manos toda la felicidad de la vida...

No es seguro que Hoffman termine el relato de este modo; pero Gemma, sin tener conciencia de ello, lo arregló así y lo retuvo en la memoria.

—Me parece —dijo—, que encuentros y separaciones de este género son más frecuentes de lo que creemos.

Sanin permaneció en silencio algunos instantes; luego habló de HerrKlüber. Era la primera vez que pronunciaba su nombre; hasta aquel momento, ni siquiera había pensado en ese personaje.

A su vez, Gemma se salió un instante, mordiéndose, con aire pensativo, la uña del dedo índice; apartó la vista, luego hizo un elogio de su futuro, habló de la gira de recreo proyectada para el día inmediato, y echando una rápida ojeada a Sanin, volvió a quedarse silenciosa.

Sanin ya no sabía sobre qué sacar conversación. Emilio entró bruscamente y despertó a FrauLenore... Sanin se puso contento al verle llegar.

FrauLenore se levantó del sillón. Presentóse Pantaleone, y dijo que la comida estaba servida. El amigo de la casa, ex cantante y sirviente, desempeñaba también las funciones de cocinero.

XIII

Sanin permaneció aún después de comer. Se habían negado a dejarle partir, so pretexto de que hacía un calor horrible; y cuando hubo caído un poco el calor, le propusieron salir al jardín a tomar el té, a la sombra de las acacias. Sanin aceptó; sentíase completamente feliz. Las horas apacibles y de dulce monotonía de la vida guardan exquisitos goces, y se entregaba a ellos con delicia, sin pensar en mañana. ¡Qué encanto sólo la presencia de una joven como Gemma! Iba a separarse de ella muy pronto, y quizá para siempre; pero mientras la misma barquilla, como en los versos de Uhland, te mece sobre las ondas serenas de la vida, ¡sé feliz, viajero; deléitate! ¡Feliz viajero! Todo le parecía amable y encantador.